El laberinto griego
– Tenga la linterna. Van a necesitarla cuando salgan de aquí.
Me la devuelven cuando vengan a arreglar las cuentas.
– Incluiré el precio de la linterna en la minuta. Le mandaré un cheque. Probablemente no volvamos a vernos.
Carvalho estaba desconcertado y algo le dolía en el pecho. No era quedarse a oscuras sobre el final de la historia, sino saber que ya no volvería a ver a Claire.
– Tal vez sería necesario…
– No tendrá queja del cheque.
Adiós, señor Carvalho.
Y le tendía una mano que le expulsaba. La aceptó Carvalho y cuando recuperó la soledad se hizo reproches a sí mismo por la muestra de dependencia que había dado en el último momento, como si hubiera sido un niño indígena encariñado con los dos turistas franceses y bruscamente apeado de la estatura de guía de los hombres blancos, de guía de la mujer blanca. Hay rincones de adolescencia sensible que permanecen escondidos en el espíritu y emergen cuando menos te los esperas, se dijo Carvalho, necesitado de un buen trago de reserva de Knockando y del tacto propicio de sus sábanas, precisamente de sus sábanas, tan sabias de los vencimientos y necesidades de su cuerpo.
Apretó el paso para recuperar la zona domesticada de Pueblo Nuevo y cuando encontró un taxi dudó en pedirle que le acompañara a donde tenía el coche aparcado o que le llevara directamente a su casa, a Vallvidrera. Tenía urgencia de sábanas, sueño y whisky y optó por la segunda solución y cuando llegó a su casa llenó la bañera de agua caliente y se sumergió en un baño limpiador de todas las oscuridades, telarañas y premoniciones de muerte de aquella noche. Muerte. La palabra se descompuso en todas sus letras y la M le bailó por la cabeza sumergida en el agua jabonosa, hasta que la sacó y le pareció acceder a la limpieza absoluta, por dentro y por fuera. En lugar de la poderosa M estaba la poderosa cabeza sonriente de Claire, aquellos labios carnales e irónicos, aquel tono de piel de fruta, la melena melosa y una vez más se dijo que la excepción confirmaba la regla de su vida, sus trabajos y sus días, su Biscuter y su Charo y el pobre Bromuro, tan muerto.
Controlaba los puntos cardinales de su casa y se le desvaían los límites del mundo de ruinas que había recorrido aquella noche.
Pero no podía olvidar del todo aquella selección espontánea que Claire y Lebrun habían evidenciado cuando se encontraron con los dos hombres.
– Alekos.
Dijo ella.
– Mitia.
Dijo Lebrun.
¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué estarían haciendo ahora entre tinieblas? ¿Qué historia se contarían?
¿Qué historia construirían entre aquellas paredes de ruina para hacer posible el futuro? Necesitó tres whiskys para sentirse relajado y envuelto por la propuesta del sueño. Sus sábanas le ayudaron.
Estaban recién cambiadas y al día siguiente estarían hechas a la medida de su sueño profundo pero agitado.
Cuando se despertó lo hizo con el propósito de llamar a Charo y demostrarle que le era necesaria, como cualquier marido redescubre a la esposa cuando fracasa en aventuras reales o imaginarias. Era la prolongación de un sueño que reproducía la búsqueda de la noche anterior, en el que Charo aparecía como cuarto miembro de la expedición, aunque tanto Claire como él la ignoraban, Claire con una ceguera total hacia su presencia, en cambio él desde la mala conciencia de quien no quiere admitir al peor de los intrusos. Pero Charo trataba de imponer su presencia, incluso de ser útil, de dar opiniones sobre la mejor manera de encontrar a Alekos, como si conociera la historia y se sumara con el mejor de los propósitos constructivos.
De vez en cuando Lebrun le daba conversación y Charo, aunque alegre por la deferencia, no tenía ojos para él, sino para que Carvalho asumiera su presencia. Obstinadamente, se pasó todo el sueño no aceptando que Charo iba con ellos. Contestando sus observaciones como si las hiciera Claire, Lebrun, él mismo. Pero cuando regresaba de la aventura, por un paisaje de escombros estilizados, era Charo la que iba junto a él y hablaba, hablaba, hablaba haciendo un balance no memorizable de todo lo sucedido. Era el tono de un balance, pero ¿qué decía realmente Charo en el sueño? Algo de dinero, porque de pronto empezó a preocuparse por el cheque. O tal vez sobre la visibilidad, porque Charo y el cheque fueron sustituidos por la linterna. Le molestaba desprenderse de sus objetos hasta el punto de almacenarlos cuando eran inservibles. ¿Igual hacía con las personas? Aquella linterna había vivido excelentes momentos en el fondo de los bolsillos de sus chaquetas. Cientos y cientos de veces había muerto con las pilas agotadas y cientos y otras cientos la había hecho revivir cambiándole las pilas, probándola como fuente de luz, emitiéndole ella la señal de su resurrección con la satisfacción de todo objeto que funciona. Se la imaginó abandonada en aquel paisaje en ruinas, a la espera de la piqueta o de la excavadora que abría las carnes de la vieja Barcelona para dar a luz una nueva ciudad que sepultaba buena parte de su mejor y su peor memoria. Probablemente Claire y Lebrun la habrían arrojado sobre un montón de escombros en un panorama en el que no escasean. Y ni siquiera habrían elegido unos restos dignos para el penúltimo reposo de su linterna.
¿Qué era aquella barra de nada para ellos? En cambio, en las palmas de las manos de Carvalho la linterna había dejado su textura, el volumen de su doble vida. Desde su abandono, el objeto habría contemplado la marcha de aquella extraña comitiva, esperando que Carvalho regresara para salvarla, para devolverle su sentido. La linterna no se merecía aquel final y se indignó consigo mismo por haberla dejado tan implacablemente, desde el egoísmo del amante que quiere dejar cerca de Claire algo que le pertenece, que ella va a tocar necesariamente, que prolongaba su presencia en el aquelarre.
Entre llamar a Charo y hacer cualquier cosa, optó por hacer cualquier cosa. Remoloneó por la casa, por el jardín tratando de aliviar desastres de ausencias y olvidos, sin coche y sin ganas de bajar a Barcelona y afrontar o la realidad del final del caso del griego perdido o la urgencia de la ninfómana señorita Brando, su padre, su hermano, la madre que la parió. Llamó por teléfono. Biscuter le informó que sobre la mesa del despacho le esperaba un sobre con el remite del Avenida Palace y unas letras de mosca al servicio de un escueto subremitente: Georges Lebrun.
– Ábrelo.
Un cheque de doscientas cincuenta mil pesetas. Por dos días de trabajo. Tuvo que admitir que aun quedaba generosidad en el mundo o quizá, simplemente, la eficacia de la mala conciencia de Lebrun.
¿Sólo de Lebrun? Doscientas cincuenta mil pesetas por dos días de trabajo, sin otro saldo negativo que la piel de las manos algo maltratadas, agujetas en los sobacos y un dolor liviano en el corazón cada vez que recordaba a Claire. Invitaría a Charo a almorzar y al cine. A lo que ella quisiera. Él eligiría restaurante y ella la película. Pasada la tormenta inicial Charo no sería muy exigente, ni pediría demasiadas explicaciones por días y días de olvido, ni siquiera paliados por una llamada telefónica. Ella intuiría tal vez el cruce de una sombra probablemente femenina, por los ojos de Carvalho, una sombra más en su ya de por sí sombrío, residual afecto, pero gozaría de la comida, del cine, de la recuperada compañía, fingiendo excesivos temores y alegrías por encima de una tristeza y un temor concreto, para abrazarse a Carvalho en cuanto tuviera ocasión y pedirle una protección imaginaria. O no tan imaginaria. Pero el mal oscuro proseguía su trabajo y Carvalho volvió a esconderse en la soledad de su casa, allá en las alturas, con el cerebro lleno de imágenes rotas de una ciudad, de aquella ciudad, de su ciudad y de tan extraños visitantes. Y el griego. Los griegos.
– Alekos.
Dijo ella.
– Mitia.
Dijo Lebrun.
Los dos al final de un laberinto o de lo que parecía el final de un laberinto descubierto con la colaboración de su pobre linterna.
No. De momento no llamaría a Charo, pero necesitaba hablar con alguien y telefoneó a su vecino, el gestor Fuster, por si aún estaba en casa. No estaba. Pero sí en su despacho de abogado, tan sorprendido como Charo por el repentino recuerdo de Carvalho.
– ¿Estás enfermo?
– El cuerpo me pide guisar, comer lo que he guisado con alguien que sepa apreciarlo.
– Para eso estoy yo.
– Cenar. Dame todo el día para hacer algo difícil, planearlo, buscar lo que me falta, probarme a mí mismo.
– He de elegir entre la Orquesta Ciudad de Barcelona dirigida por nuestro común vecino Blanqueras o lo que tú guises.
– No quiero ser instrumento de la barbarie. Te esperaré. ¿Qué tal como entrante una base de pirámide de berenjena frita y sobre ella una espesa salsa de tomate y anchoas y un huevo escalfado y salsa holandesa y una cucharada de caviar? La pregunta se la hizo a sí mismo cuando vio que en la nevera aún le quedaba una lata de caviar de cincuenta gramos, los suficientes para repartir dos copiosas y generosas cucharadas sobre los huevos falsamente marmorizados.
Tenía mantequilla para una salsa holandesa para dos y unas gambas congeladas con las que tramar un caldo espeso de marisco con el que diluir y aromatizar la salsa holandesa. ¿Y de segundo? Revolvió los ahorros congelados de su nevera y lanzó un eureka cuando descubrió que aún le quedaban restos de telilla de hígado con los que poder envolver cualquier farsa. Ni siquiera necesitaba salir de casa, era casi autosuficiente y fue inmensamente feliz cuando lo descubrió. En las dos horas que le faltaban hasta el mediodía, hizo el caldo corto de marisco con las cabezas de las gambas, zanahorias, restos de un apio macilento, ajos, un puerro que ya casi parecía una cebolleta momificada. Trituró toda la cocción, la pasó por el chino, le subió el tono con un vaso de vino blanco, la redujo a fuego lento hasta conseguir casi una crema.