El laberinto griego
Paralelamente iba haciendo el relleno, una pechuga de pollo, un pie de cerdo previamente cocido y deshuesado, la carne de unas costillas de cerdo que había guardado para hacerse unos fideos a la cazuela, cebolla, tomate, una cabeza de ajos, un ramillete de hierbas aromáticas que tenía por el jardín, la salvia la mejor conservada, la mejorana patéticamente abandonada por cualquier riego, el laurel con las hojas secas propicias al pie de su propia exuberancia verde. Las hojas amarillas, muertas del laurel le devolvieron el recuerdo de la linterna. Bien regado con coñac el guiso y luego flambeado, esperó a que se enfriara para retirar las carnes, picarlas, añadirle miga de pan con huevo y trufa y reservó el fondo para la salsa final. Enfriado el picadillo, extendió la telilla sobre el mármol de la cocina y obtuvo cuatro retales rectangulares, en cuyo centro colocó un montón de farsa. Consiguió cuatro paquetitos de delicias futuras, los enharinó y los frió lentamente en un aceite no demasiado caliente para que no se rompiera la telilla.
Poco a poco los hatillos iban adquiriendo color y forma de falsos pies de cerdo deshuesados. Mezcló grasas y fondos resultantes con los que había reservado de guisar las carnes ya metamorfoseadas en su final feliz de farsa y sobre ese fondo sofrió verduras, añadió caldo de carne, más vino blanco y coñac para pasar por el chino tanto trabajo y obtener una salsa espesa destinada a ser la charca oscura donde los cuatro envoltorios se instalaron con la precisión de un cuarteto agradecido. Ya estaba el segundo plato al completo. Fritas una vez enharinadas las berenjenas base de la pirámide, obtenida la salsa de tomate, el caviar en su lata, pendiente el huevo escalfado y la salsa holandesa marisquizada al momento de la llegada del gestor melómano y eran las siete, casi las siete en punto de la tarde. ¿Por qué no un postre? Sobre todo teniendo en cuenta las críticas de Fuster por su desdén hacia los postres, fruto de una mala educación sentimental gastronómica, llena de platos hondos y únicos o de añoranzas de proteínas inasequibles. Recordó la simplicidad de los postres populares de origen italiano, frente a la obviedad de la repostería equivalente española, en la que con harina, almendra y huevo se resuelve el expediente de cinco mil variedades de dulcería.
Recurrió pues a un libro, algo tenso porque se trataba de un libro de cocina, uno de los pocos saberes inocentes que respetaba y con ellos a su vehículo transmisor, el libro "Talismano della felicitá", la biblia de la divulgación culinaria italiana, de la especialista Ada Boni, un regalo que había recibido de un matrimonio hispano-italiano con el que había trabado conversación sobre cocina e imperialismo en un vuelo Roma-Barcelona. Incluso se lo habían dedicado: del matrimonio Corti-Pellejero a Pepe Carvalho después de una conversación difícil. Hubo coincidencia entre la primera página que abrió y lo que le permitía realizar su reserva de alimentos otoñales.
Suflé de castañas. Las había comprado por ritual y por nostalgia, en recuerdo de aquellos tiempos en que su madre asaba las castañas en una sartén vieja agujereada, todavía en el fuego de carbón mediocre de posguerra o de bolas de polvo de carbón, a la luz de carburo, aún a ciegas eléctricas en aquel barrio de la ciudad vieja ahora amenazado por las buenas y malas intenciones de la posmodernidad. Y junto a las castañas asadas en una sartén reconvertida, los "panellets" de boniato, única materia prima de dulcería al alcance de todos los españoles. Mis recuerdos no me sobrevivirán, se dijo Carvalho y silbó un tango para luego cantar una letra improvisada:
La memoria se fue con otro y me ha dejado juguete roto lleno de llantos lleno de mocos en un rincón.
No fue más allá del estribillo mientras preparaba la base del futuro suflé. Cocidas las castañas, despellejadas concienzudamente, sometidas al pasapurés, pasaron a una pequeña cacerola de donde recibieron el bálsamo de la mantequilla, una cucharada de chocolate en polvo, dos cucharadas de azúcar, todo bien mezclado con una espátula de madera, que seguía removiendo la mezcla a un fuego lento, perfumada con unas gotas de vainilla líquida. Ya estaba obtenido el lecho para el añadido de las claras batidas y el futuro crecimiento mágico del suflé. La mezcla obtenida la dejó en una terrina de barro refractario, barro leonés o zamorano, el que mejor retiene los calores obtenidos.
Hasta que llegara Fuster y casi estuviera ultimada la cena, el suflé permanecería en el sueño de los justos. Eran las nueve de la noche. ¿Por qué no había intentado localizarle en casa? ¿Charo?
¿Claire? ¿A qué hora acabaría el concierto? A una hora discreta, porque la cultura equilibrada no puede imponer normas de vida desequilibradas. En efecto, dormitaba, cuando a las diez y media de la noche llamó Fuster a su puerta.
Iba vestido de gestor y abogado que va a un concierto, incluso pudo atribuirle una bufanda de seda o ¿cuando es de seda deja de ser bufanda? Fuster escuchó la propuesta del menú con falsa imperturbabilidad y arqueó una ceja cuando Carvalho le prometió un suflé de castañas como postre.
– En esta casa se empieza a comer bien.
Puso Carvalho al fuego una cacerola con agua y vinagre y al empezar la ebullición cascó dos huevos y arrojó su contenido en las bullientes y avinagradas aguas.
Agitó la cacerola para que la melena blanca de la clara montase la yema y a los tres minutos se valió de una espumadera para pasar los huevos a una fuente honda llena de agua fría donde terminó de producirse la transustanciación marmórea. Mientras tanto utilizó las mismas aguas bullientes donde los huevos habían pasado del crudo al semicocido, como vapor para una cacerolita en cuyo fondo trababa mantequilla, yemas de huevo, sal, pimienta y media cucharadita de zumo de limón para conseguir una espesa holandesa. La retiró del fuego, le añadió cucharadas de caldo concentrado de marisco hasta obtener el sabor y la textura que decidió conveniente y empezó a construir en cada plato la pirámide. Debajo la berenjena, sobre la berenjena la salsa de tomate y las anchoas, a continuación el huevo escalfado con las faldas de clara cocida recortadas, sobre el huevo un generoso baño de salsa que impregnó la pirámide y sobre la salsa una cucharada de caviar iraní, gelatinoso, aterciopelado, definidor y definitivo. Comió Fuster barrocamente aquella barrocada.
Barroco era su éxtasis ante cada aportación del tenedor, barrocos sus comentarios.
– Maravilloso el juego de texturas y la mezcla de sabores fundamentales: ácidos, dulces, salados. Y este acento del caviar, como un acento esdrújulo sobre una palabra llena de sílabas y de satisfacciones finales aplazadas.
– Barroco estás.
– Es que como bien.
Fue algo crítico en cambio con los pies rellenos, en los que echó en falta alguna guarnición.
– Setas, por ejemplo.
Pero Carvalho fingió preocuparse por el estado del suflé que subía y se doraba por el prodigio del atormentado crecimiento de las claras batidas, empujando hacia falsas esperanzas de huida la timidez del puré de castañas. Sobre la mesa botellas de cava brut nature de Recadero y vino tinto Valduero tan vacías que habían perdido el alma en los estómagos de Fuster y Carvalho. Con el suflé de castañas sirvió Carvalho un licor corso de castañas refugiado desde hacía años en los interiores de una botella de cerámica.
– Las carreteras de Córcega están llenas de cerdos oscuros.
Parecen salvajes, pero al atardecer vuelven a casa hartos de castañas. Estuve allí hace demasiados años. Cuando quise despedirme de mi libertad de viajar. Un día volveré. He de empezar a seleccionar los lugares a donde quiero volver.
– ¿De qué va esta vez?
– ¿A qué te refieres?
– Cada vez que me invitas a cenar en realidad te estás desafiando a cocinar y cuando tú cocinas es que estás neurótico, obsesionado por algo que no digieres bien.
– Me gusta demasiado una mujer y no me gusta que me guste demasiado una mujer. La otra noche, mientras la seguía en una extraña operación de caza, de pronto quise que se quedara conmigo para siempre, que cambiara su vida, que cambiara mi vida. Me irrita sentirme vulnerable, aunque sea durante cuarenta y ocho o durante setenta y dos horas. Ella se ha marchado o se marchará pronto y me deja hecho un adolescente, un viejo adolescente con los colmillos bailones y frustrados.
– La última vez que estuve enamorado fue más o menos cuando estrenaron una película de Lee Marvin, Jean Seberg y Clint Eastwood… "La leyenda de la ciudad sin nombre". Hace veinte años. Casi. He de hacer excavaciones arqueológicas en mí mismo para encontrar los restos de aquella sensación. Recuerdo la película porque mostraba un "ménage á trois" en el que el viejo pierde finalmente la partida.
– Hace veinte años tú no eras viejo.
– Tengo casi tu misma edad.
Pertenecemos a esa clase de tipos que a los dieciocho años ya tienen cuarenta y luego les cuesta cuarenta años cumplir cuarenta y uno. Es consecuencia de la madurez de la posguerra.
– Me siento tan inseguro que hasta escribiría poemas.
– ¿Y Charo?
– Por favor.
– Bebamos algo enérgico que nos devuelva la musculatura de Supermán.
Buscó Carvalho en sus reservas etílicas y volvió al comedor con una botella de aguardiente Mirambel. Fuster apuraba un tazón de café.
– Hay que abrir camino a los alcoholes definitivos. Este café es muy bueno. Nunca me habías ofrecido café bueno en una cena.