El premio
– Sigues traumatizado por el salmón.
– No lo puedo aguantar -confesó el conquense a Sagalés, con el que trató de reconciliarse señalando hacia una mesa concreta.
– Pero tampoco yo puedo aguantar a ése, ni a su compañera.
Altamirano y Segurola, localizó Sagalés.
– No son nada del otro mundo, pero en España, tal como está la crítica y el celestinaje cultural, ¿quién como ellos?
– Hablas así porque Altamirano te puso bien Lucernario en Lucerna, pero a mí el hijo de puta ni siquiera me seleccionó entre los novelistas jóvenes más prometedores.
– ¿Y eso es importante? -alternó la señora Puig.
– Te la juegas. Es como esas evaluaciones del colegio que te persiguen toda la vida. Te marcan. Y en cambio cuando me ve me dice: Te sigo, Manzaneque, te sigo. Estarás muy bien situado de cara al año dos mil.
– Eso me lo prometió a mí en 1984.
– Porque te tocaba entonces. Pero en esta sociedad literaria de mierda o ganas un premio gordo y te puedes meter en el mercado o te dedicas a anacoreta literario a la espera de que Altamirano y compañía te regalen tres líneas.
La señora Sagalés había empapado su alma y su cuerpo con tres vasos de whisky y dirigió una mirada maternal al mejor novelista gay de Cuenca.
– Siéntate, hijo. No sigas de pie que Sagalés no te lo agradecerá. Dentro de unos años cuando mi marido sea un escritor sexagenario, cansado de perseguir la gloria, el dinero y la literatura y tú una promesa de cincuenta años, las reglas del juego habrán cambiado. Pídele que tome asiento, Oriol. Invierte en futuro. Piensa que este chico vivirá más que tú, te puede poner verde en sus memorias, negarse incluso a que te den el premio Cervantes o una plaza en el asilo de escritores. Los escritores jóvenes de provincias suelen llegar a donde se lo proponen, siempre encuentran una quiebra en la mala conciencia de los escritores de Barcelona o Madrid y se cuelan por ella. Todo en la vida es cuestión de tiempo y escalafón. Todo cuesta esperar. Que te pongan el teléfono, por ejemplo. ¿Recuerdas lo que nos costó que nos pusieran el teléfono?
Sagalés asintió, pero toda su mirada la reclamaba la mesa de Alba. Percibía un cierto fastidio en el calvo bronceado y muy bien amueblado, mientras Alba seguía hablando blanda, irónicamente, como un personaje de novela de Huxley, Contrapunto por ejemplo. Por un momento creyó que Alba le distinguía entre todos los demás y levantó un brazo para dar acuse de recibo del interés del duque, pero había sido una falsa impresión porque él no le devolvió el gesto. Sagalés se puso una sonrisa irónica y reojeó a sus compañeros de mesa por si habían captado su acto fallido. Ella. Ella sí lo había percibido y le estaba insultando con su mirada mensaje: eres un piernas, detrás de toda tu prepotencia eres un piernas que perderías el culo por un comentario favorable de cualquier mandarín. Altamirano expresaba en aquel momento todo su acuerdo con George Steiner, sin conseguir otra cosa que una mueca dubitativa de Marga Segurola.
– Creo que la muerte de la palabra es inevitable. Recuerda el ejemplo que pone Steiner en Langage et Silence: El sonido musical y la reproducción de arte ocupa en la sociedad culta el lugar que antes ocupaba la palabra.
– Steiner. Steiner. Siempre tan taxativo. Yo invertiría ese pesimismo. La inmensa minoría culturalizada ha hecho mucho daño a la cultura en serio y cuanto antes se vayan las ratas tras el flautista de Hamelín de la música y las reproducciones, antes quedará la cultura sólo para nosotros.
– Tienes instintos aristocráticos y criminales.
– Nadie ha matado como la aristocracia. Pero sólo faltaría que me convirtiera en protagonista de una novela policíaca. En lo referente a lo policíaco sí estoy casi de acuerdo con que se trata de una transposición de la mitología del laberinto, modernizada en relación con el laberinto urbano. ¿Recuerdas el laberintismo romántico de Walpole en El castillo de Otranto?
– Por Dios, no me corrompas mi imaginería de lo laberíntico. Ni siquiera en la contemporaneidad pacto con los laberintos de cartón piedra de la novela policíaca. Yo me quedo con lo laberíntico en Kafka, Beckett, Perec si me apuras.
– ¿Por qué si te apuro? No te gusta Perec.
– Lo adoro y es cierto que el laberinto parisién de Un homme qui dort es una delicia.
– Una delicia llena de ratas, por cierto.
– Patricia Highsmith nos enseñó que las ratas son mejores que las personas.
– Se limitó a demostrar que eran mejores que los niños. Pero ¿los niños son personas? Mira, mira qué tierno, mira qué tierno encuentro.
Altamirano siguió la indicación visual de Marga y reparó en el diálogo apasionado que sostenían Beba Leclerq y Alvarito Conesal, cazado en el momento justo de salir del salón. Ella le increpaba emocionadamente y él trataba de zafarse de la contención y cuando lo consiguió y llegó hasta la salida, le salió al paso un negro que le retuvo a su pesar. Pero de pronto su actitud cambió y se pasó una mano por la cara, mientras todo el cuerpo se había convertido en una tensa interrogante dirigida al informador. Algo habían dicho en voz alta porque se creó un pequeño revuelo de personal en la puerta.
– Quizá empezarán a dar las votaciones -dedujo Altamirano, aunque algo le extrañaba de la desmesura de las actitudes, impropias de un premio literario por muy bien remunerado que estuviera. Alvarito Conesal, que permanecía rígido, paralizado, perplejo, junto a un negro cariacontecido, bajo el dintel, atraía cada vez más atención, acentuada cuando los equipos de todas las televisiones comenzaron a avanzar paquidérmicamente, con el reflector en la frente de cada sujeto televisivo colectivo, en dirección a las personas arremolinadas, mientras fueron brotando como setas las interrogaciones:
– ¿Qué ha pasado?
– ¿Ha pasado algo?
Las preguntas en el aire fueron de mesa en mesa hasta rebotar contra la de la presidencia donde la esposa de Lázaro Conesal se fue incorporando poco a poco mientras escrutaba a su hijo en la lejanía ya atrapado por el lucerío televisivo.
– ¿Qué ha pasado? ¿Se va a dar el premio?
Álvaro se alzó sobre las puntillas para distinguir a su madre por encima del cerco de personas y luces y finalmente habló a la oreja del evidente policía secreto que permanecía a su lado. Le estaba diciendo que fuera a informar a su madre, pero la mujer ya se había incorporado y avanzaba casi corriendo hacia la puerta donde estaba su hijo rodeado de los guardaespaldas enardecidos y personajes cuya catadura no conseguía delimitar. No le gustó la mirada de inquietud y desaliento que le envió aquel hombre que les había acompañado en el coche, cuyo nombre no le venía de inmediato a la cabeza. Pero le vino cuando al llegar a su altura escuchó la pregunta que le dirigía el escritor Sánchez Bolín.
– Coño, Carvalho. ¿Me puede usted explicar qué ha pasado y qué hace usted aquí?
Carvalho releyó: «Era natural que el tango naciera en el prostíbulo y es cierto lo que Lugones apuntaba con desprecio: que lo engendra la prostitución.» «Hacia fines de siglo», escribe Sábato, «Buenos Aires era una gigantesca multitud de hombres solos, un campamento de talleres improvisados y conventillos», y ese conglomerado «hace vida social en los boliches y prostíbulos». Cerró el libro, reojeó el título y el nombre del autor: «Las ciudades -Buenos Aires- Horacio Vázquez Rial» y ya se disponía a arrojarlo al fuego de la chimenea en uno de sus actos más maquinales cuando le asaltó la duda de si no le sería necesario documentarse algo más sobre Buenos Aires antes de irse allí de viaje profesional. ¿Qué sabes tú de Buenos Aires? Tango, Desaparecidos, Maradona… Perón, Eva Duarte de Perón, Nacha Guevara, No llores por mí Argentina, la carne congelada de la posguerra, Zully Moreno, Mirta Legrand, Luis Sandrini, El Zorro… zorro… zorrito… para mayores y pequeñitos… También le cercaban nombres de escritores que posiblemente había leído, incluso recordó una frase de uno de ellos que tenía nombre de aceite de oliva de prestigio. Borges, o algo por el estilo. La luna del Bósforo es la misma que la de… No recordaba la frase completa, ni siquiera tal vez empezara así, pero iba a parar a la metáfora de la luna indiferente a la concreción de lo terrestre. Borges. Sin duda se llamaba Borges el creador de la frase que no recordaba y por lo tanto era mejor incluso olvidarse de un autor del que había quemado Historia Universal de la Infamia. Un trabajo en Argentina, buscar a un primo hermano que había desaparecido voluntariamente diez años después de la caída de la Junta Militar que había tratado de hacerle desaparecer sin conseguirlo. Tal vez el síndrome de Estocolmo en versión argentina, la pulsión de ser un desaparecido cuando ya no hay desaparecidos. Recordaba el mandato de su tío, sentado el anciano en un sillón Emmanuelle, en una azotea de la Villa Olímpica, disminuido por los años, más de ochenta, como si cada año se hubiera llevado una parte de su volumen, definitivamente achicado, casi vaciado por el cincel del tiempo, viejo, agrio, con miradas acuchilladoras hacia las ventanas desde donde les miraban a hurtadillas sobrinas viejas e interesadas. «Estoy en manos de sobrinas… no quiero que esos cuervos se lleven lo que pertenece a mi hijo… Quién sabe dónde andará. Yo creía que había superado la muerte de su mujer, Berta, la desaparición de su hija… Fue en los años duros de la guerrilla. Quedó trastornado. También estuvo detenido. Escribí al rey, yo, un republicano de toda la vida… me lo traje a España… el tiempo… el tiempo lo cura todo, dicen… El tiempo no cura nada. Tú, tú puedes encontrarlo. Sabes cómo hacerlo, ¿no eres policía?» «Detective privado», contestó Carvalho e incluso se oyó a sí mismo tratando de explicarle al viejo la diferencia entre un policía y un detective privado, entre lo público y lo privado. ¿Acaso no estamos en tiempos de retorno a lo privado? «Piense usted, tío, que hasta los policías que guardan el Ministerio del Interior, el de los policías, pueden ser privados. El Estado no se fía de sí mismo.» Pero el último hermano de su padre que quedaba en vida, el tío de América como siempre se le había llamado con respeto hasta que Carvalho creció y estuvo en condiciones de dudar de la existencia de los tíos de América, no estaba ya para asumir nuevos conocimientos. Apenas si disponía de espacio en su cerebro para los viejos.