El premio
– Alvarito, ¿no hay premio?
– Eso iba a investigar. Me sorprende que no hayan emitido ninguna votación.
Marga Segurola sacó el máximo partido a su cuello casi inexistente para señalarle a Altamirano con la cabeza la marcha de Alvarito.
– Les faltan tablas. Un premio no se improvisa y sobre todo sin una industria editorial detrás.
– Conesal tiene metido dinero en todas las industrias editoriales.
– No es lo mismo. ¿Dónde ves tú a los clásicos managers de editorial moviéndose entre bastidores? ¿Qué tiburones reales del mundo editorial han venido hoy aquí? Ni siquiera está Carmen Balcells, la superagente literaria con licencia para matar. Ésos consideran a Conesal un advenedizo y además se rumorea que empieza a caer en desgracia política. Parece como si el premio lo concediera Conesal sin nadie y sin manos, como los niños cuando van en bicicleta y quieren presumir de virtuosos.
– Un premio más, ¿qué importa?
– Es el mejor dotado. Cien millones, el doble que el Planeta.
– Dinero de bolsillo, si tenemos en cuenta la fortuna de Conesal. Insisto: ¿un premio más qué importa?
– Yo puedo ser tan purista como tú y paso de un noventa y nueve por ciento de lo que se escribe y lo que se publica, pero a ti te va el numerito de purista y a mí el de cínica.
– Es que yo soy un purista. Sólo creo en la literatura.
– Que te aproveche.
Altamirano alzó las cejas más de lo acostumbrado, en parte para contener la caída del sudor, pero también para realzar la altura de sus afirmaciones.
– No caigas en la ironía fácil, Marga. La crítica debe ironizar, pero sobre la tendencia al exceso de ironía en la miserable literatura que nos envuelve, mi maestro Northrop Frye…
– Y el mío. No te jode.
– … mi maestro Northrop Frye ha dejado esta cuestión vista para sentencia. Una prueba de que nos encontramos en una fase irónica de la literatura explica la extensión de la novela policíaca, por ejemplo. Dice Frye textualmente que las trivialidades más monótonas y descuidadas de la vida cotidiana se convierten en elementos de un significado misterioso y fatal. Todo conduce a un ritual de sospechosos interrogados en torno a un cadáver. Eso es el no va más de la literatura como revelación a partir de un misterio. Es la degradación de la lógica literaria.
– Y nos la venden como el súmmum de la poética de la modernidad neocapitalista.
– Ésa es la coartada ideologista de los Sánchez Bolín y compañía.
– Padeciendo una aguda contradicción porque, si bien recuerdas y parece que recuerdas casi textualmente, Frye acusa a la novela policíaca de ser la propaganda de vanguardia del estado policial, en la medida en que ayuda a aceptar la violencia.
– Este diagnóstico de Frye habría que complementarlo con el de otro purista inevitable.
– ¿Steiner?
– Marga, tenemos telepatía. Me lo has quitado de la boca.
– Por todo lo que dicen deduzco que la novela policíaca es intrínsecamente perversa.
Terció un recién llegado a la mesa. Un rubicundo con yate propio, indujo Marta Segurola por su atezado rostro.
– Usted, ¿es de esta guerra?
– ¿A qué se refiere?
– Usted es nuevo en esta mesa.
– He venido a saludar a mis amigos.
Y señaló a las dos parejas relativamente jóvenes que habían asistido abatidas a la ininterrumpida conversación entre Altamirano y la Segurola. Ferguson, Pomares amp; Ferguson, se presentó el intruso. Jerez…, apuntó Altamirano a la oreja de Marga.
– Me niego a aceptar que algo sea intrínsecamente perverso, eso me suena a Opus Dei.
Altamirano le pegó una patada bajo la mesa y así Marga pudo entender que estaba hablando con un ajerezado miembro del Opus Dei.
– Aunque no tengo nada contra el Opus Dei. No. No, la novela policíaca no es intrínsecamente perversa, pero tampoco necesariamente excelsa, como sostiene Mandel, que es trotsquista y considera que la única novela éticamente válida es la policíaca. Niego la mayor y eso que a mí el trostquismo me chifla.
Las otras parejas no tenían nada en común entre sí, pero Segurola las sopesaba en oro, como fundaciones futuras en cuanto se aprobara la Ley. La Segurola esperaba asesorías divertidas, que le permitieran elecciones despóticas pero ilustradas: esto sí, aquello no, éste no, aquél tampoco. A su vez los otros sabían o intuían que estaban no sólo bajo la tutoría de lectores privilegiados, sino también en la mesa del poder literario, de la mujer que llevaba a la televisión y a los suplementos a los escritores que ella escogiera y la del crítico que separaba el Bien del Mal en literatura y que cada año, al llegar la Fiesta del Libro, promulgaba las selecciones nacionales de escritores seniors y también de los sub 21. Pero si aquel bodeguero o cosechero o lo que fuera, jerezano, tenía fortuna y una especializada cultura menor de meapilas, podía ser un mecenas prodigioso. Marga se creyó en la obligación de tender un puente.
– No es intrínsecamente perversa si la novela policíaca se llama Crimen y castigo.
– O Santuario -ratificó Altamirano.
Regueiro Souza había seguido las disquisiciones del duque con cara de experto en aristocracia y en la Escuela de Frankfurt, pero de vez en cuando guiñaba los ojos en dirección a los comensales laicos en busca de complicidad, aunque sólo Pomares Ferguson, hasta que se fue, le devolvía guiños que Regueiro no consideró de apoyo, sino producto de la poquedad de un comensal silencioso, silenciado e iletrado. En cambio Hormazábal no le secundaba.
– Es la primera vez que te veo en un premio literario.
– Lógico. Es la primera vez que acudo a uno.
– No te va la literatura.
– Es un placer secreto, como el voto.
– Pero ¿es que tú votas?
– Insisto. Es un placer secreto.
Regueiro aprovechó una décima de segundo de silencio del duque mientras se mojaba los labios con el cava, para colarse en el espacio verbal de
Beba Leclerq. Regueiro puso más malicia en su mirada que en su pregunta.
– Beba. ¿Dónde está tu marido?
– ¿Acaso yo soy responsable de mi amo?
– Qué evangélica estás, chica. Cómo se nota que leéis Camino todas las noches. Pero si espera poder hablar con Lázaro se equivoca. Yo lo he intentado y se ha esquinado.
– ¿Por qué tendría que hablar con Lázaro?
– ¿De verdad me lo preguntas?
– De verdad te lo pregunto.
Beba exageró la sensación de incomodidad y se puso de pie al tiempo que recogía su bolsito en una clara indicación de que debía atender a su retocado. Al duque no se le escapó el desafío de las miradas sonrientes.
– Tal vez, simplemente, el marido y la mujer hayan ido al baño, queridos.
Y los tres miraron hacia la salida que llevaba a los poderosos mingitorios del hotel Venice, pero por el camino los ojos dióptricos del duque se detuvieron perspicaces en el aparte que sostenían Beba Leclerq y Alvarito Conesal, luego juguetearon con la figura de Sagalés empeñado en buscar algo o a alguien. El escritor trataba todavía de localizar al amante del whisky y finalmente lo vio en la puerta de comunicación del salón con la totalidad del hotel. Estaba apoyado en el quicio de la puerta y les contemplaba con un fastidio controlado. Iba a por él, cuando se topó con la señora Puig emergente del lavabo de señoras.
– ¡Qué casualidad! Usted debe de tener poder magnético.
– Todos los días me tomo mi vasito de agua imantada.
– Algo de imán tiene usted.
Y se acercó la dama al escritor.
– No acepto proposiciones deshonestas en público.
Se acercó más la dama.
– ¿Y en privado?
Los dedos ensortijados se movieron para enseñar un papelito doblado que dejó en la mano de Sagalés. Se lo metió en el bolsillo de la chaqueta y siguió la estela de la mujer en dirección a la mesa que compartían. Tenía un culo bastante bien conservado. Pero del culo de la señora Puig pasó al rostro patético de Manzaneque, todavía de pie junto a su mesa, como un hereje peregrino a la espera de la amnistía papal, pendiente de la resolución de su desafortunado encuentro, con los ojos lagrimeantes, la respiración fatigada, toda la tristeza de una vida corta pero llena de fracasos, vida pendiente de una palabra luminosa del dios castigador.