El premio
– Las gallinas vuelan poco -musitó Carvalho.
– Por eso no las tienen en jaulas. ¿Me dice usted cómo se llama y dónde se hospeda, por si mi madre está al loro?
Repitió Carvalho su nombre y se ubicó en el Palace hasta la noche, más tarde en el Venice. Cuando pronunció la palabra Venice, al muchacho se le volvieron infantiles los ojos para asomarse a una mitología propicia.
– ¿El Venice? ¿Usted ha estado en el Venice?
– No. Es un hotel. ¿Qué tiene el Venice?
– Es lo más guai que hay en Madrid, el descojone de diseño, oiga, el año tres mil, pero en plan, no sé, o sa, en plan cariñoso, no en plan borde de Robocop y todo eso, de sueño, oiga, o sa, de tortilla de huevo de chinche.
Era demasiado para la capacidad metafórica de Carvalho y salió del piso perseguido por la curiosidad cálida del muchacho.
– Igual voy con mi madre a verle al Venice.
– Tenga cuidado no le arranquen las orejas, hay detector de metales.
– Tengo los sonetones asegurados. Pero me encantaría entrar en ese santuario y me cae de puta madre el dueño, el tío ese, el Conesal. Ése sabe hasta economía, el joputa. ¿Ha visto usted esos anuncios en los que un niño dice: Cuando sea mayor quiero ser Lázaro Conesal? Es un triunfador. A mí me molan los triunfadores y los perdedores me hacen salir legañas en el ojo del culo.
– ¿Qué opina su madre de Lázaro Conesal y de que a usted le salgan legañas en el ojo del culo?
– De Conesal dice bla, bla, bla, que si la cultura del pelotazo, el capitalismo salvaje etecé, etecé y lo de las legañas en el culo a ella no se lo digo porque un día se me escapó gritar ¡me voy a sacar el sarro de la polla con la navaja! y se me puso a llorar.
La imagen de una polla llena de sarro enmendado por una navaja le persiguió mientras huía de la comprobación de que los niños crecen en contra de las fotografías del recuerdo, incluso en contra de las fotografías comprobables en los álbumes. Se entretuvo ante las tiendas de ultramarinos convertidas en escaparates de la pitanza de la España interior, chorizos, morcillas, salazones de cerdo y una declaración de principios leguminosos: lentejas francesas y de Salamanca, judías moradas del Barco, moradas tolosanas, carillas, arrocinas, michirones, garrofones, fabes asturianas, alubias de la Virgen, judiones de La Granja y un más allá de garbanzos de Arévalo, también garbanzos pedrosillanos, frijoles negros, pintas de León, pochas, harina de almortas, arquitecturas de latas de caballa, callos, berberechos y dulces lodos deshidratados también llamados polvorones y turrones y mazapanes y latas de comida para perros y gatos del barrio, exclusivamente del barrio y tan desagradecidos que se meaban en todas las junturas de aquel colmado de un tal señor Cabello. El espectáculo era un desafío al conservacionismo alimentario de los viandantes amedrentados por los enemigos interiores engordados por las comidas peligrosas. No se podía comer nada de todo lo que veía, salvo las legumbres y en cantidades prudenciales, como si se pudieran comer legumbres prudentemente. No se puede comer prudentemente. No se debe comer prudentemente. Si no se puede comer no se come y ya está. Llevó Carvalho su secreta indignación calle del Pardo abajo y su reojo quedó anclado en un mueble asomado al escaparate de un anticuario que se apellidaba Moore, como los medios volantes del Manchester United y un escultor de agujeros. El mueble que reclamaba la atención de Carvalho era una vetusta mesa redonda con dos niveles, en el centro ocupada por finas jarras de cristal de La Granja decantadoras de vino y en el nivel inferior todo el redondel recorrido por círculos de los que colgaban las copas. Supo inmediatamente que era el mueble de su vida y conservó esta creencia hasta que una dama diseñada para vender antigüedades en plena juventud le dijo que aquella table-wine inglesa del siglo XVIII valía un millón seiscientas mil pesetas.
– ¿Con las copas incluidas? -preguntó Carvalho sin poder contenerse a tiempo y mereciendo una sonrisa irónica de la dama, convencida de repente de que aquella mesa aún no tenía comprador. Carvalho se sintió ridículo en cuanto ya en la calle perdió la sonrisa de suficiencia astuta con que había acogido el precio de la mesa de su vida. Se te ha subido el vuelo en jet privado a la cabeza, se dijo, al tiempo que se volvía hacia la table-wine del escaparate y le advertía: Algún día volveré a por ti y escanciaré en tus jarras dos botellas de Rioja que conservo, que coinciden con mi añada. Me las tomaré a mi salud el mismo día en que me vaya a morir. Recuperó la calle descendente hacia la plaza de las Cortes y el hotel, pero aún le quedaban tres cuartos de hora para ir al encuentro de Conesal y atravesó una varada manifestación de estudiantes de Medicina protestando por el desempleo futuro en presencia de unos guardias amenazantes y de grupos residuales de señores diputados que aún no habían entrado en el Palacio de las Cortes, bien porque querían considerar cuán desagradecida era la juventud con sus medidas legislativas, bien porque añoraran aquellos tiempos en que se manifestaban contra la dictadura, pero también ahora desde la comunión de los santos parlamentarios demócratas que no se merecían tanta incomprensión por parte de una juventud que no había sudado la camiseta democrática. La industria del comer y del beber al servicio de los señores parlamentarios se extendía por las callejas que rodeaban el Congreso y estaba abastecida a aquellas horas de tortillas demasiado correosas y de montados de lomo que demostraban lo insípido que se había vuelto el cerdo desde la llegada de la democracia. Tal vez el paladar de los señores diputados no era demasiado exigente y los industriales del comer lo sabían, conscientes de que la política es un placer tan autosuficiente que raramente necesita de otros.
– ¿Carvalho?
La boca le sabía a mala tortilla de patatas cosificada, sin el alma jugosa del huevo enternecido y a Rioja viajero en oleoducto y en estas condiciones asociaba mal las voces y las caras con la obligación de recordar. Le costó tres minutos y algunas pistas adivinar que detrás de este cuerpo desarmado cubierto por una calva canosa estaba Leveder, el penene del PCE que no perdía su sentido del humor en medio de la tragedia del asesinato de su secretario general… Leveder, aquel «… intelectual orgánico de una dirección entreguista…» tal como le calificaban los comunistas extramuros del PCE, los comunistas más radicales.
– ¿Se acuerda usted de lo de intelectual orgánico de una dirección entreguista? Ya es recordar. Pero quizá no sepa que quien así me acusaba se enchufó en el aparato del partido socialista y ahora no se vende lo que tiene por mil kilos.
– ¿Usted sigue en el PCE?
– No. También rae fui al PSOE, a la llamada Casa Común, pero no he tenido tanta suerte como los anticomunistas de extrema izquierda. A nosotros se nos ha atado más corto. En el fondo del fondo toda la izquierda española era anticomunista menos el PCE. Aunque también el PCE estaba lleno de anticomunistas, como yo mismo. ¿Se ha preguntado usted alguna vez por qué militaban tantos anticomunistas en el PCE? ¿No le parece un misterio metafísico que incluso en los antiguos países socialistas al parecer ya no quedaban comunistas cuando tiraron el muro de Berlín? Pandilla de aventureros. Y luego, en el llamado mundo libre, Carvalho, todo lo llenaban aquellos choricillos también aventureros de extrema izquierda. Incluso los que aparentemente eran más comunistas que el PCE. también eran anticomunistas. Oiga. ¿No le parece incluso obsoleto hablar de comunismo y anticomunismo? ¿Usted cree que alguien daría veinte duros por esta conversación?
– ¿Puedo hacerle una pregunta política?
– ¿Tu quoque, Carvalho?
– ¿Qué opina usted sobre Lázaro Conesal?
– Yo, lo que opine el partido.
– ¿Qué opina el partido?
– Huele a muerto.
– ¿El partido o Lázaro Conesal?