El premio
– Los dos. Y probablemente uno mate al otro o viceversa. No pueden convivir en un mismo sistema de poder, sobre todo desde que el partido ha empezado a purificarse de los pecados de corrupción. Me sorprende usted. ¿Qué tiene que ver con Conesal? ¿Investiga su asesinato o trata de impedirlo? Mata usted lo que toca. A mí lo que me da asco es lo del GAL, eso de ser cómplice de un Gobierno que ha tolerado checas socialdemócratas. Pero he de votar disciplinadamente. ¿El fin justifica los medios, Carvalho? Mi fin es seguir teniendo algo que ver con la política. ¿Hay manera de verle? Llego tarde a la reunión de la Comisión de Justicia. Soy diputado.
– Difícil que nos volvamos a ver. Regreso mañana a Barcelona.
Leveder se convirtió en una cruz humana en aspa para expresar la más anonadada impotencia y ya se iba cuando le retuvo la pregunta de Carvalho.
– ¿Por cuánto se vendería usted lo que tiene?
– No me haga llorar. ¿Y usted?
– Le haría llorar.
Él perseguía los fantasmas de 1980 y los fantasmas de 1980 le perseguían a él. Recordaba a Leveder irritado hasta casi la violencia después de que el purísimo Cerdán hubiera aprovechado la presentación de un libro para minimizar al secretario general del PCE recientemente asesinado: «He de decirte que tu homilía de esta tarde me ha parecido una mierda, una guarrada. Ha sido una homilía buitresca, cebándote en la carroña humana de Garrido y en la carroña política en general. Chin, Chin.» Leveder, el llamado líder de la «fracción frívola», el anarco-marxista metido a comunista por razones de eficacia histórica. Salió al paseo del Prado por la orilla del Palacio de Villahermosa ocupado por el legado Von Thyssen y siguió acera arriba tratando de ganar a pie el remoto horizonte de la Castellana convertida en Manhattan. Madrid le equivocaba las distancias. Su sentido de la orientación se había quedado atrapado en Barcelona por lo que a medida que los minutos se acortaban y la lejanía manhattiana seguía donde estaba le asaltó la duda de si reclamar un taxi o telefonear al joven Conesal para que viniera a buscarle el Jaguar de papá. Se metió en un café para telefonear y no se dio cuenta de que se trataba del Gijón hasta que estuvo dentro de la ratonera.
– ¿El señor Álvaro Conesal?
– ¿Quién le llama?
– Pepe Carvalho, el detective privado.
– ¿Puede informarme del motivo de su llamada?
– Debo encontrarme con el señor Conesal a las once y no veo la manera de llegar a tiempo. ¿Podrían enviarme un coche?
– ¿No encuentra taxi?
– Don Álvaro Conesal me ha ofrecido el Jaguar para mis desplazamientos por Madrid.
– El señor Conesal dispone de tres Jaguar. ¿Cuál de los tres?
– Póngame el más bonito. Creo que era verde.
– ¿A qué altura está usted?
– Estoy telefoneando desde el Café Gijón.
– ¿Para venir del Gijón aquí pretende usted que enviemos el Jaguar Daimler…?
– Señora. No se extralimite. Consulte con don Álvaro y dígale simplemente que Carvalho espera el jaguar en el Café Gijón.
A aquellas horas de la mañana el café sólo albergaba consumidores de cortados más alguna porra fláccida que había perdido su consistencia inicial, pero en homenaje al imaginario de la porra pidió una Carvalho y la masticó por si se convertía en un sucedáneo de la magdalena de Marcel Proust y le recordaba tiempos y porras mejores. Se había sentado en una mesa asolada casi unida a otra en la que departían dos hombres acuarentados, el uno llevaba una camisa blanca sucia, como el pelo cano despeinado sobre la pálida tez que le dejaban libre dos ojeras que parecían buscar la otra cara de la tierra. Pronunciaba a borbotones frases que eran versos obstruidos por una boca llena de piedras que le hacían daño. El otro disponía de una pulcritud bien diseñada de violinista italiano soltero y algo latin lover, aunque alguna tensión ocultaban sus manos demasiado móviles mientras escuchaba el memorial de agravios de su desarrapado compañero.
– Yo creía que la literatura me permitiría tocar la tristeza viscosa del mundo, el desencantado borde de una ciénaga absurda, en mis manos un animal inmundo, salvaje como el negro agujero de ese cuerpo que me hace soñar.
No estaba borracho pero tampoco estaba en la lógica del Gijón ni en la incomodidad de su compañero que le respondía frases inconcertables.
– Yo me meto en un armario y me lo consulto todo, mientras afuera me esperan las abuelas más tenaces. El otro día le dije a un taxista patriota: Colón no era español. Colón era de Génova.
– Todos los académicos tienen el alma llena de hormigas rojas, menos Pedro Gimferrer que ni siquiera tiene hormigas en el alma.
– Desde el armario veía cómo se depilaba aquella mujer. Sólo una pierna. Sabe que me molesta todo lo asimétrico.
– Hay que conquistar la desesperación más intransigente. Pedro Gimferrer lleva una peluca de paje del poder cultural. Yo quisiera ser piel roja.
– La otra pierna no se la depilará hasta que yo me suicide.
– Leí mucho y no recuerdo nada.
– Pero me preocupa el hecho de que de tanto estar en el armario me he convertido en dos personas y una de ellas no soporta a la otra. Lo terrible es que no sé si yo no soporto a la otra o la otra no me soporta a mí.
– ¡Qué error ser yo debajo de la luna!
– ¿Su amigo no va a tomar nada?
El hombre del armario levantó la vista hacia el intransigente camarero que parecía guardar antiguos rencores contra el hombre sucio y despeinado. Trató de ser convincente por el procedimiento de lanzar una mano al vuelo, bien porque quisiera que el camarero volara o bien porque expresara que su compañero de mesa estaba volando. Pero el hombre que se consideraba un error bajo la luna había perdido ambigüedad en la mirada y la tenía concentrada ora en el camarero ora en su compañero aficionado a los armarios. Parecía satisfecho por la tensión creada y exigió con dureza extrema:
– ¡Tres litros de Coca-Cola!
– ¿A quién le espera un Jaguar?
Todos los rostros se volvieron hacia el limpiabotas que ofrecía Jaguar desde la puerta y Carvalho dejó las monedas de su consumición sobre el plato para inclinarse luego hacia el hombre del armario.
– ¿Vamos? Nos han venido a buscar.
Una alarma salvaje se había apoderado de los ojos y la actitud del hombre de las ojeras vencidas.
– ¿No te irás sin darme algo de pasta?
Porque el otro se había levantado precipitadamente contagiado por la urgencia de Carvalho.
– Claro que no.
Sobre la mesa quedó un recortado billete de dos mil pesetas enrojecidas y la mano dentada del hombre angustiado bajo la luna se apoderó de él exhibiendo unas uñas largas, enlutadas y rotas. Ahora sus ojos exigían a Carvalho.
– ¿Y tú?
– Yo ya acabo de hacer la buena obra del día.
Carvalho avanzó hacia la puerta y sentía tras él la precipitada huida del hombre liado con una mujer asimétricamente velluda. Nada más traspasar el dintel del Gijón, se puso al lado del detective.
– No le conozco de nada, ¿verdad?
– De nada. He pensado que debía salvarle de aquel tormento.
– Es un gran poeta pero está entre las ruinas de su inteligencia convencional. La otra inteligencia la tiene intacta, pero no es comunicable. Mi inteligencia es convencional y aunque hago lo que puedo, no comunicamos. Su sistema lógico me colapsa y no tengo otra salida que oponerle otro igualmente absurdo. Es como un diálogo entre instrumentos de jazz.
– Si quiere huir más lejos, suba. Puedo dejarle en cualquier parte.
El chófer vestido de almirante de la marina suiza les estaba ofreciendo la puerta abierta del Jaguar y así como Carvalho se metió en él con una recién adquirida naturalidad, el otro lo hizo poco a poco, como si se tratara de una Cenicienta inseguramente dispuesta a meterse en la calesa del príncipe. Y una vez dentro su mirada iba de los acabados del coche a la evidencia de que Carvalho no era el príncipe, aunque se estaba sirviendo un copioso whisky del mueble bar rutilante y le instaba a que aceptara uno. No se hizo rogar el invitado de Carvalho y se le ocurrió un espontáneo brindis cuando chocaron sus vasos semillenos en la religiosa penumbra del Jaguar Daimler.