Los P?jaros De Bangkok
Le corrigió su mujer mientras le acariciaba la frente.
– "Tu també, Mercé?
– Ho ha fet amb bona intenció. Una mica alegrement, peró amb bona intenció" [Lo ha hecho con buena intención. Un poco alegremente pero con buena intención].
Fue el momento escogido por Esperança para lanzarse en brazos de su marido, pero Pablo la rechazó.
– Aparta. Vete con tus padres. Me habéis calumniado porque no soy de los vuestros. Siempre me habéis tratado como a un extraño.
– Eso sí que no, Pau, ¿eh? Eso sí
(1) que no.
Exclamó el viejo Daurella.
– Y yo mientras tanto dando la cara por el negocio. Ustedes se creen que todo consiste en abrir la puerta a las ocho de la mañana y cerrarla a las tantas de la noche y venga a cargar camiones. ¿Y los pedidos? ¿Ustedes saben lo que es vender en España, hoy, con la crisis que hay? ¡Seis millones! ¿Cuánto hemos facturado este año? ¿Cuántos cientos de millones? Me he pateado España cien veces en un año para que venga un don nadie, haga las cuentas de la abuela y, para cobrar una buena minuta, diga: ése, ése es el culpable.
– ¡Vámonos de esta casa!
Gritó histérica la Esperança, Esperanceta, como la llamaba su padre, morenita como su padre, una morenita de cuarenta años.
– ¡No volveréis a ver a los niños!
Exclamó la Esperanceta cogiendo la mano de su marido y tirando de él. Las manos del viejo trataban de contener a distancia la fuga de la hija, el rapto de los nietos, y en su desesperación miraba a Carvalho, riñéndole por el lío en que le había metido, y a su mujer en espera de una salida airosa. Carvalho ya tenía bastante. Se acercó a la holandesa y le tendió la hoja con la minuta. La holandesa se inclinó sobre la mesa, llenó un cheque y se lo pasó al viejo Daurella. Interrumpió el discurso apenas iniciado para firmar y entregar el cheque a Carvalho sin mirarle.
– Tal vez nos hayamos puesto todos demasiado nerviosos. Hablando la gente se entiende. Tú, Pau, reconócelo, te has pasado, porque muchas cenas a treinta mil pesetas y no duramos un año. ¿Qué os daban de cenar? "Collons de mico amb beixamel"? [¿Cojones de mono con bechamel?].
Todos ríen la gracia del padre, sobre todo la señora Mercé, las mujeres, luego los hijos, menos Ausiás, que contempla tristemente un rincón lejano del patio, y hasta Pablo se contagia y ríe el chiste de su suegro, mientras su mujer ha cambiado de dirección y en vez de tirar de él hacia afuera le está empujando para que vaya hacia la mesa y haga las paces con el patriarca. Y cuando Pablo va hacia la mesa tropieza con Carvalho en retirada y sólo los más próximos advierten que Carvalho le pellizca una mejilla y le susurra: todos los golfos tienen suerte, y se va, dejando a sus espaldas miradas de alivio, de rencor, de vencido desconcierto en los ojos del patriarca.
En el bar Egipto de la plaza de la Gardunya solían tener ya tres o cuatro excelentes cazuelas de buena mañana y tortillas frescas y españolas, sin nada que ver con las momificaciones tortilleras que suelen servirse en los bares de España antes del mediodía. Carvalho huía de las albóndigas de bar y restaurante porque las amaba y era conocedor de las peores carnes que suelen utilizarse en este plato ibérico, sin las redecillas de grasa de cerdo que utilizan los franceses, harina y huevo, una película de sinceridad para que la bolita sea lo que tiene que ser, bolita, y no sea, como no lo es la Tierra, redonda. Casi todas las buenas albóndigas están achatadas por los polos. Las albóndigas del Egipto eran exactas en la textura, porque exacta era la proporción de carne y miga de pan. Si la albóndiga tiene demasiada carne semeja un oscuro tumor de bestia, y si es el pan el excesivo, uno tiene la sensación de que mastica algo previamente masticado. Requisito indispensable para la albóndiga es el buen uso que se haga del tomate en su salsa. Aunque Carvalho era partidario del tomate porque era partidario de los mestizajes culturales, no podía tolerar la solución tomate aplicada como recurso de color y sabor para que en él naufragaran los restantes sabores del cuerpo y el alma de los seres vivos. Y cuando un guiso tiene el tomate justo entonces, y sobre todo de mañana, el consumidor puede pedir esa leche fresca que es el pan con tomate, acompañante exacto de una buena tortilla de patatas y cebolla e incluso de un guiso de albóndigas como las del Egipto, levísimamente atomatadas. Notables también las cazuelas de sardinas en escabeche, las de pies de cerdo o las de tripa, problemática entonces la selección, que Carvalho solía resolver por la albóndiga y la tortilla, porque para escabeches ya tenía los suyos y en cambio difícil era encontrar la materia exacta del microcosmos de la albóndiga. Bar de mercado, para desayunadores copiosos y felices, restaurante económico para artistas, gente de teatro y jóvenes de precaria emancipación, el Egipto estaba situado junto al bar Jerusalem en un barrio que se iba convirtiendo en el Harlem barcelonés a la espalda del mercado de la Boquería. Los negros salían al anochecer y se reunían en bares monocolor de las callejas que unían el laberinto de la Boquería con las calles del Carmen y del Hospital, nacidos los negros para caminar bien y predicar la exactitud del cuerpo. Pero a estas horas de la mañana, la plaza de la Gardunya era el culo de la Boquería. Muelle de camionetas, escaparate de contenedores de basura que iniciaban la putrefacción nada más salir del templo, gatos ariscos consentidos por su lucha a muerte con los ratones que esperaban el menor descuido para apoderarse del mercado, del viejo barrio, de la ciudad entera. Aquellos gatos municipales rendían una primera batalla decisiva contra los subterráneos enemigos del hombre y en sus pieles quedaban los costurones, cicatrices de sórdidos encuentros con la horda roedora, misteriosos encuentros a espaldas de los hombres, como si guardaespaldas y asesinos fueran dueños de un espacio, un tiempo, una convención vida muerte que sólo a ellos les pertenecía. Sinfonía de bocinas en la cola de coches que esperaban entrar en el parking de la Gardunya y el optimismo inocente del estómago bien lleno de buena mañana convencen a Carvalho del uso de las piernas, cruza el pasillo central del mercado lleno de pesados cuerpos compradores agredidos por el tráfico de los carretones manuales que van reponiendo las mercancías. Por el pasillo de frutas con toda la geografía del mundo, pero sin la historia tradicional de las frutas, sin conciencia de verano ni invierno, el melocotón chileno o la cereza de invernadero, desemboca Carvalho en el esplendor de las Ramblas de las Flores y retiene el descenso hacia su despacho. Repasa las notas que ha tomado sobre el caso de la botella de champán. Detiene su andar. Arranca la hoja. Hace una bola con ella y busca una papelera entre quiosco y quiosco floral, pero finalmente se la guarda en un bolsillo del pantalón y alarga las zancadas para llegar cuanto antes. Sorprende a Biscuter "haciendo cristales", "porque están hechos una roña, jefe", te buscaré una señora que te los limpie, "lo que pueda limpiar una señora, lo limpio yo, jefe", "¿qué le parece?", "¿a que se ve mejor la calle?" Se ve mejor la calle. "No me cuesta nada." "Un día los cristales, otro el polvo. ¿Se queda a comer? He preparado una carne guisada con berenjenas y "rovellons". Carvalho se desentiende de las explicaciones de Biscuter sobre lo cabrones que son los vendedores de setas. En medio kilo hay más gusanos que en los quesos esos que le gustan a usted, jefe. Carvalho busca en la guía telefónica a partir de los nombres que descifra de la bola de papel, rescatada del bolsillo del pantalón, aplanada con la palma de la mano, las letras escondidas en el fondo de sus arrugas. "El Periódico" no cita el segundo apellido de Dalmases y tampoco el de Rosa Donato o Marta Miguel, ni siquiera el del marido separado de Celia Mataix. Por lo tanto opta por llamar al apellido Mataix registrado en la casa del crimen, Taquígrafo Serra, 66, y al teléfono se pone una voz de mujer lenta e insegura. Yo sólo soy la señora de la limpieza, se identifica. Si es un asunto de seguros… Finalmente sale el teléfono del marido, pero recela, no comprende la razón por la que necesite el de Dalmases o el de la Donato o el de Marta Miguel.
– Fueron testigos presenciales, comprenda.
– La policía lo tiene todo. Aquí no hay libreta, no está la libreta que había con los teléfonos.
Algo es algo, se dijo Carvalho al colgar el teléfono y quedarse solo ante el nombre de Alfonso Alfarrás y su teléfono. Bien poco era porque nadie le contestó a su llamada y Carvalho llegó a la conclusión de que un marido separado de aquella hermosura no puede haber cometido el error de volverse a unir a alguien que pueda contestar la llamada del teléfono a cualquier hora del día. De nuevo al habla con la señora de la limpieza. No me contestan y he de hacerle llegar un sobre urgentemente, ¿sabe usted la dirección?, y la respuesta tiene la virtud de abrir una puerta a una habitación hasta entonces cerrada en la conciencia de Carvalho. Vive en la casa que compartía con la señora. Por Mayor de Sarriá. Y entonces ve a Celia Mataix, la ve en una cola, en un supermercado, delante de él, el último supermercado de Barcelona antes de iniciar el ascenso hacia Vallvidrera, y Celia Mataix avanza al compás de la cola, alta, elástica, con la melena de miel y un ojo rasgado que se vuelve y examina a Carvalho, y al hombre le llega un olor profundo a mujer y a penumbra en una habitación para dos. ¿Qué lleva en la cesta de plástico del supermercado Celia Mataix? Pasta, un pequeño paquete de la charcutería, detergente de lavaplatos, una caja de langostinos congelados, fruta elegida sin amor, hasta la rebeca que lleva Celia Mataix parece ser su piel. Como aquellas mujeres que en la adolescencia coleccionaba en su memoria de fugacidades, mujeres sombra en autobuses que se iban o devoradas para siempre por los portales cuando Carvalho empezaba a inventarles una historia pasada y futura.
– Guarda la comida, Biscuter. La tomaré para cenar.
– Jefe, la berenjena se ablanda de recalentarla.
Pero Carvalho no atendió a un reclamo que en otra circunstancia le hubiera hecho entrar en razón.
– Ni sé nada ni me interesa.
Alfarrás había conseguido una lacia melena que le colgaba de la calva coronilla pepinoide y una barba negra que le prolongaba el rostro de penitente hasta el esternón. "La arruga es hermosa", proclamaba la publicidad comercial de la nueva moda masculina, pero el arrugado atuendo de Alfarrás tenía otra historia, era una secuela del pasado ascético de la raza marxista catalana, de cuando los chicos de casa bien mortificaban a su clase social disfrazándose de temporeros de la recolección del algodón en el profundo sur de los Estados Unidos, sin que ningún sociólogo se haya preocupado jamás del porqué de tan lejano modelo estético. A sus cuarenta años y algo más, el ya no tan joven arquitecto Alfonso Alfarrás estaba a la espera de que se fallara a su favor o no un proyecto de remodelación de una bóvila con voluntad de convertirse en parque lúdico para un barrio de inmigrantes, en la duda la joven democracia municipal de que el poco espíritu lúdico de la inmigración fuera consecuencia de todo un programa de vida o de que en su programa de vida faltara un parque lúdico donde redescubrir el árbol y el juego del escondite. Carvalho escuchaba las explicaciones de Alfarrás a otra gente casi tan disfrazada como él, en el marco de un pequeño despacho de arquitectura. Faltaba terminar la memoria explicativa y Alfarrás reclamaba a uno de sus ayudantes más lirismo.