Los P?jaros De Bangkok
– Menos cotas e infraestructura y más filosofía.
Desdeñaba la presencia de Carvalho, como si aquel escueto ni sé nada ni me interesa hubiera sido todo. Pero Carvalho le había regalado tiempo con un ademán para que atendiera la consulta y desde su sillón, premio de diseño mil novecientos sesenta y nueve, del que sólo quedaba intacta la estructura de hierro, Carvalho parecía disfrutar ante el espectáculo de cómo se plantea la estrategia para ganar un concurso de proyectos. Alfarrás llevaba la voz cantante.
– Ya no se trata de venderle el proyecto a un constructor choricero, al abuelito de un amigo o a una cooperativa de jóvenes matrimonios ilustrados, coño. Ahora hay que vendérselo a un colectivo municipal gobernado por socialistas y comunistas pero con la vigilancia de los otros.
– Por eso decía de poner el móvil aquel de los caracoles. A los de Convergencia les gustará.
– ¿Por qué han de gustarles los caracoles a los de Convergencia?
– Es muy del país. Buscar caracoles y "rovellons".
– Ni que los caracoles llevaran barretina.
– Se la ponemos.
– Que no, coño, que no. ¿Qué pinta un móvil de caracoles en un parque junto a San Magín?
La consulta terminó y Alfarrás se sacó una colilla de faria gallego del bolsillo de su cazadora texana.
– No le ofrezco porque sólo me queda esta colilla. Pero de hecho no hemos de hablar nada más. Igual le he dicho a la policía. Celia y yo ni nos veíamos. A veces coincidíamos en el momento de intercambiar a la niña. Y eso es todo. Llevábamos más de cuatro años separados. ¿Qué más puedo decirle? ¿Que he sentido su muerte? Claro. Sobre todo por la niña. Yo no puedo tenerla. Pero ella casi tampoco podía tenerla. Una catástrofe. También Celia era una niña y a los cuarenta años había descubierto que el mundo no era como lo esperaba. No tengo por qué compadecerla. Vivió como supo. Igual que yo. O que usted.
– ¿Van bien los negocios?
Alfarrás se quedó desconcertado un instante, luego siguió la dirección del gesto indicativo de Carvalho y fue a parar a la carpeta del proyecto de parque lúdico.
– ¿Se refiere a esto? No. Hace siete meses que no tenemos una obra y lo último que hicimos fue un remiendo de un chalet. O sale este concurso municipal o vamos a cerrar el taller. Todos están igual. La ciudad está llena de pisos vacíos. No hay un duro para comprarlos y menos para seguir construyendo. Mejor. Así no corro el riesgo de hacerme rico.
– ¿Ayudaba económicamente a su mujer?
Una risa resbaladiza y juguetona se le escapó a Alfonso Alfarrás a través de los labios que intentaba cerrar.
– ¿Ayudar yo? Está usted de broma. ¿Por qué? ¿En virtud del concepto pequeñoburgués de reparación por la pérdida del virgo o del no menos pequeñoburgués concepto de su fragilidad femenina? Ridículo. A la niña la han mantenido siempre sus padres, los de Celia, claro. Los míos de vez en cuando le enviaban un melón.
La cara comodín de Carvalho la interpreta Alfarrás como cara de sorpresa.
– Mis padres son payeses, de Lérida, ricos, supongo. Pero para lo que les sirve. ¿Y a usted qué se le ha perdido en este asunto?
– He leído el caso en el periódico. Soy detective privado. Me gustaría hacerme cargo del asunto.
– O sea que usted es un… un parado, como yo, y quiere investigar la muerte de Celia y viene a mi taller, al taller de un parado, como usted, a pedir trabajo. Compréndalo. La situación es grotesca. A mí no me interesa saber quién ha sido el asesino. No devolvería la vida a Celia e igual es un amigo. Luego está el motivo. Siempre es un motivo sórdido. O grotesco. Yo no conozco la fauna con la que se relacionaba Celia últimamente. Era una mujer pasiva. Cuando vivió conmigo mis amigos fueron sus amigos, y cuando nos separamos cambió de órbita.
– Sabe usted si le iba bien la tienda de antigüedades.
– Fatal. Supongo. Se la pusieron sus padres para que se entretuviera y no tuviera ataques depresivos. Siento decirlo porque está muerta, pero era un saldo, una niña bien que no estaba preparada ni para ser como su madre ni para ser una mujer emancipada.
– Ni para convivir con usted.
– Era como una subnormal.
– Licenciada en Historia del Arte.
– ¿Ha sido usted universitario?
– Hace demasiado tiempo. A veces creo que lo he soñado. Pero sí. Lo fui.
– ¿A cuántos subnormales conoció usted en la universidad?
– No fue un cupo alarmante.
– Pero sorprendente, sí, sea sincero.
– Sorprendente, sí.
– La burguesía tiene un gran talento camuflando a sus subnormales. Antes le bastaba con que tuvieran memoria y hasta podían llegar a médicos o abogados porque se sabían todos los huesos y todas las leyes. Ahora se estudia de otra manera y el alumno ha de demostrar mínimamente que entiende las cosas, pero le basta entenderlas como el profesor para prosperar sin dejar de ser un subnormal. Es decir, y para no perder el tiempo, ni usted ni yo, era milagroso que Celia hubiera acabado el bachillerato y que estuviera en condiciones de distinguir la Venus de Willendorf del "Déjeuner sur l.herbe" de Wateau. Tampoco tenía intuición artística. Es decir. No tenía sensibilidad. Tenía sensiblería. Lloraba si fumigabas las moscas con DDT, quizá exagero. Pero bueno, era así. Incapaz de incorporar experiencias. Durante el primer mes de casados estropeó cuatro veces la lavadora.
– ¿Ha comprobado si es un récord?
Alfarrás cerró los ojos con la sonrisa parapetada tras el bigote y la barba.
– Usted ha tomado partido. Celia le cae simpática. Lo presiento. Yo no. ¿Es usted necrofílico? ¿Ama a los muertos? ¿Ama la muerte?
– No me interprete mal. Soy una víctima de los manuales de urbanidad. Le llevo unos cuantos años, los suficientes como para haber sido educado según principios convencionales absurdos.
– ¿Por ejemplo?
– El respeto a los muertos.
– Yo respeto a los muertos que han hecho algo meritorio para serlo. Por ejemplo, Franco. Yo he luchado contra el franquismo, señor…
– Carvalho.
– Señor Carvalho. Pero respeto a ese muerto que nos estuvo jodiendo hasta el último segundo, entubado, acribillado, y él aguantando para no darnos la satisfacción de morirse. ¿Comprende? Pero ¿por qué he de respetar a una mujer que muere sin querer, tropezando con la cabeza contra una botella de champán?
– Tal vez un recuerdo o un fragmento de recuerdo. La primera noche en la que se acostaron. La primera sonrisa de la niña. Algo solidario.
Alfarrás se estremece y abre los ojos para ver mejor a Carvalho o para que Carvalho le vea mejor a él.
– Tardé ocho años en comprender que la odiaba y cuatro en volver a ser yo mismo. No tengo ganas de recordarla. No quiero perder ni un segundo más por culpa de Celia Mataix. Quizá hasta la piedra más pequeña tiene sentido en el equilibrio del universo, pero hay personas que no tienen ningún sentido, y Celia era una de ellas.
El último sol del verano parecía haberlo consumido la piel de Pepón Dalmases, moreno brillante de piel enriquecida con las mejores leches hidratantes o deshidratantes según la ocasión. Algo de aprendiz de ballet en sus gestos de director de "mise en scéne" de los estudios de grabación Laser, con niños en el estudio y músicos locos con avidez de cello, contemplándose el propio cello como si se lo fueran a masturbar, y los papás de los niños, en la desenvoltura exigida por su condición de padres de niños cantores a fines del sigloXx, es decir, nada que ver con padres emocionados, competitivos o aniñados según la vieja usanza. A través del cristal, Carvalho sólo veía sus gestos de tocador de cello cuando hablaba con los del cello, de niño cantor cuando hablaba con los niños cantores y de padre de niño cantor cuando hablaba con los padres de los niños cantores. Niños cantores rubios y con zapatos caros, hijos de perito químico para arriba y aun de perito químico establecido por su cuenta hace diez o quince años, cuando los peritos químicos estaban en condiciones de establecerse por su cuenta. Madre de niño cantor y esposa de perito químico, viejas jóvenes, jóvenes viejas con la cabeza rubia teñida a destiempo, las varices siempre a medio secar o a medio extirpar, las cremas usadas sólo cuatro de las ocho veces imprescindibles para que se notara el tratamiento y el libro recomendado por el marido a medio leer desde que tuvieron que preparar la última "soirée" con invitados en Aiguafreda, Lloret, Salou, Llansá. "Los gozos y las sombras" de Torrente Ballester.
– La de la novela no es tan mona como la de la tele.
– No siempre es igual.
– Y Cayetano era más sinvergüenza en la tele.
– Bueno, en la novela "Déu n’hí do" [¡No veas!].
– Pero no es lo mismo, ¿eh?
– No. No es lo mismo. Claro que no es lo mismo.
– Mira. Te diré que me gusta más en la tele que leyéndolo.
– Es que en la novela hay mucha paja.
– No, a mi la paja ya me gusta. Pero como primero lo vi en la tele, pues es aquello de que todo te lo dan, ¿no? Ya sabes cómo son, y cuando lo lees pues no encaja siempre.
– Me perdonará. Es una grabación para un colegio.
La explicación de Pepón Dalmases buscaba la complicidad de Carvalho con lo moroso del proceso o con la intención, benéfica desde luego, insistían los padres en su rincón, de la grabación de una versión libre de Mary Poppins hecha por el maestro Sureda Palols.
– Es un hombre de mucho talento, pero, lo que son las cosas, tiene que ganarse la vida dando clases de música a estos salvajes. Yo siempre se lo digo a mi mujer. Admiro a estos hombres y a estas mujeres que tienen que aguantar a tus hijos. Fíjate si no durante las vacaciones. Los ves más que nunca y no sabes qué hacer con ellos.
– ¿De qué se trata exactamente?
– Creo que usted está metido en lo del crimen de la botella de champán.
– Bueno, metido, metido… yo era amigo de la víctima.
Pero Pepón Dalmases no mira a Carvalho. Está pendiente de los músicos, de los niños, de los padres de los niños.
– A veces es conveniente tener información propia. No digo yo que usted busque al asesino, pero sí tener sus propios datos. Soy detective privado y me ofrezco a iniciar una investigación paralela a la de la policía.
– ¿Por qué?
– Soy un profesional.
– Yo creí que los detectives privados esperaban en sus despachos a que llegasen los clientes.
– Eso es en las novelas y en las películas.