O C?sar o nada
Ante los cardenales reunidos en consistorio, termina Alejandro Vi su intervención.
– Creo que Dios me ha castigado por mis pecados y asumo buena parte de la crítica que rectas conciencias cristianas han dirigido a la forma de llevar los asuntos de Dios. Es hora de reconciliación en el seno de la Iglesia y la carta que os he leído del cardenal Della Rovere no sólo está llena de compasión por el padre herido, sino también de solidaridad con la reforma de nuestras costumbres.
Daría siete papados, siete, a cambio de la vida del duque de Gandía…
Un sollozo quiebra el discurso, sólo un instante, porque reaparece la voz firme para anunciar:
– Proclamo una reforma completa de los comportamientos del Vaticano, una escrupulosa diligencia en los oficios sagrados, una severa vigilancia para que las cosas mundanas no penetren en este recinto sagrado y se acabará cualquier tráfico de prebendas. Desde ahora sólo serán concedidos beneficios a quienes los merezcan y en primera línea de mis reformas estará el rechazo de cualquier forma de nepotismo o simonía.
Bendice el papa a los reunidos arrodillados y sale por la puerta lateral para aligerar el peso de las ropas con la ayuda de Burcardo. Su paso se ha hecho más pesado y el tiempo y la pasividad han acentuado la orografía de su rostro. En la sacristía le espera Remulins, que nada dice mientras Burcardo cumple su cometido de devolverle a la vestimenta privada.
Cuando el jefe de protocolo ha concluido y los deja a solas, entre Remulins y el papa se retoma una conversación aplazada.
– Así que doña María Enríquez me ha excomulgado.
– No es la palabra.
– Ha maldecido Roma. Ha jurado inculcar a mis nietos odio eterno a los Borja. Reclama el cadáver de mi hijo porque en Roma es como si estuviera en el infierno o depositado provisionalmente en un prostíbulo. En un momento en que mis más notorios enemigos me envían su pésame, esa castellana es puro nudo de encina. Mira, Remulins, hasta Savonarola me ha enviado una carta llena de cariño en la que me da un pésame que me parece sincero.
Tiende la carta de Savonarola a Remulins. La lee y aprecia lo que ha leído.
– Está sinceramente conmovido.
– Tan sinceramente conmovido que me conmueve.
Parece sincera la emoción del papa y a sus ojos llegan lágrimas de refresco.
– Si lo considera conveniente, cambiamos de estrategia hacia Savonarola. Retiramos la presión que ejercíamos sobre él. Empezaba a dar buenos resultados y el obispo Caraffa le ha retirado su apoyo.
Las lágrimas surcan las mejillas de Alejandro, pero su gesto se endurece y su voz sale brusca.
– No seas tonto, Remulins.
Hay que ir a por Savonarola. Una cosa es la compasión y otra la geometría.
Acepta Remulins el veredicto y deja a solas al papa. Camina el pontífice en su soledad y tristeza hasta llegar a la sala donde le espera la maqueta de los castillos que esperaba conquistara su hijo Joan. No está sola la miniatura de una guerra que pudo haber sido y no fue. César la estudia como un experto, calcula distancias, toma notas y aunque se retira prudentemente ante la llegada de su padre, no abandona la presa. Nada dice.
Poco a poco se aficiona Rodrigo a repasar el viejo sueño y en su afán se arrodilla y vuelve a contemplar el horizonte de conquista a ras del terreno construido en yeso verdeante. La voz de César suena a su espalda y le sorprende la frialdad certera de sus argumentaciones.
Hay que cambiar de aliado o equilibrar la alianza con España. El rey de Francia ha de ser nuestro valedor y luchar junto a él para que nos ayude a crear un espacio pontificio. He hablado con el embajador francés. Recuerda lo conmovido que estaba el día en que encontraron el cuerpo de Joan.
Me ha insinuado que podemos contar con la comprensión del nuevo rey Luis Xii y ha encargado a Miguel Ángel una escultura conmemorativa de la muerte de Joan. Le molesta que la voz de César sea tan neutra cuando habla de su hermano.
– ¿No has llorado a tu hermano, César?
– ¿Viene a cuento eso ahora?
– No. No has llorado suficientemente a tu hermano. A mis oídos ha llegado la presunción terrible de que tú…
– ¿Qué podía ganar yo con la muerte de mi hermano?
– Mis sueños se han derrumbado.
Primero murió vuestro hermanastro Pere Lluís, que tenía un gran talento militar, curtido en las luchas de la Reconquista en España. Lo preparé todo para que Joan ocupara ese vacío. Otra vez el vacío. Muerto en el agua, horrible, los ojos de Joan sumergidos en los lodos eternos.
La voz de César ha bajado de tono. Trata de ser persuasiva.
– "Recorda lo que et vaig dir: no guanyarás aquest joc si jo no jugue amb tu" (7).
– Es la peor muerte posible.
La muerte en el agua. Las tinieblas del agua. ¡Sálvame, oh Dios, pues las aguas han entrado en mi alma, me hundo en el lodo…!
– "Encara está tot per fer, pare" (8).
Por fin parece haber vuelto Alejandro a la realidad y a la propuesta de su hijo.
– "Qué vols, César?" (9).
– "Ocupar el lloc del meu germá" (10).
Se arrodilla junto a su padre y sus ojos se suman a los suyos en la contemplación a ras de suelo de las perspectivas de conquista.
– Ahora seré yo el cazador de Dios.
– Quiero que quede memoria eterna de lo que significó Joan de Gandía en el proyecto de los Borja.
En una dependencia del Vaticano un joven escultor contempla la obra de la "Piedad" en la que la Virgen sostiene el cuerpo de su hijo desclavado de la cruz. Acompaña al escultor el embajador francés, emocionado por el dúo escultórico, y a medida que retroceden para adquirir perspectiva recuperan a Vannozza, apoyada en la pared, como pidiéndole soporte para su zozobra.
– La madre y el hijo, señora Vannozza. Tal como los vi el día triste de la aparición del cadáver.
Para siempre esta escultura de Miguel Ángel recogerá vuestra historia, la de Vannozza y Joan de Gandía, una de las historias más tristes que he presenciado.
Quiero que la acepte como una prueba de buena voluntad del rey de Francia Luis Xii y de este humilde embajador, Jean Villers de la Grolaye.
[8] Vannozza avanza hacia la pareja de mármol. Un rayo de orgullo ilumina el rostro de Miguel ángel mientras Vannozza acaricia las facciones, el cuerpo del Cristo yaciente.
– El odio te ha matado. Ese odio que rodea a los Borja y que ha convertido en castigo de Dios el maldito Savonarola.
Los ojos de Vannozza, enrojecidos, han conseguido la terribilidad.
– ¡Maldito! ¡Maldito sea Savonarola si él ha sido el instigador de Dios!