O C?sar o nada
– "Habemus papam." Inclina la cabeza Della Rovere y va a por Ascanio Sforza mientras estalla un júbilo general en la sala en torno al nuevo papa.
Colérico, Giuliano increpa:
– ¿Qué has hecho, Ascanio, insensato? Has vendido tu derecho a la primogenitura por un plato de lentejas.
– No te pongas bíblico, Giuliano. Era más fuerte que los demás y más rico.
Pretende irse Ascanio a felicitar al vencedor, pero le retiene por un brazo Della Rovere.
– Cuando te haga rico ya no le necesitarás. Empieza a pensar en ello.
Sforza le sonríe enigmáticamente y va hacia Borja, pero es el nuevo papa quien se les acerca, prescinde de Ascanio, como si ya estuviera comprado y no debiera tenerle en cuenta y provoca el besamanos y luego el abrazo de Della Rovere. Y cuando el abrazo se consuma, se cruzan susurros de boca a oreja. Dice Giuliano:
– Quiero que sepas que he votado por ti.
Rodrigo Borja contesta en voz queda:
– Lo esperaba, y para ti he reservado la fortaleza de Ostia, la legación de Aviñón y un canonicato en Florencia.
– Gracias, santidad.
Suenan las campanas y a contrarritmo de su lentitud majestuosa los pies de Della Rovere recorren los espacios que le separan de grupos y personas que aguardan sus voces conjurantes.
– Ha llegado la hora. Roma no puede consentir que se consume la hegemonía de esos bastardos que en
mala hora llegaron hace casi cincuenta años.
Es el mismo Della Rovere el que sigue hablando a otros rostros atentos:
– En cincuenta años han acumulado riquezas a costa de las de nuestras familias y se han valido de sicarios valencianos y catalanes que se han llenado las manos de sangre y los bolsillos de oro.
Y es horror morboso el que provoca cuando dice:
– Rodrigo se acuesta con su hija Lucrecia, bajo la protección de esa alcahueta catalana, Adriana del Milá, casada con un Orsini cornudo y contento. También se acuesta con Giulia Farnesio, casada con el tuerto y cornudo Orsini, bajo la protección de su suegra. Y la amante de Rodrigo, la madre de sus hijos, la gran ramera, Vannozza, mete en su cama a sus hijos, unas noches Joan y otras César, un hijo de papa que fornica cuarenta veces, cuarenta al día, y no le importa hacerlo con hombre o mujer.
– Pero ¿tú lo has visto, Giuliano?
– No se recatan. Han perdido el temor de Dios y no les importa el temor a los hombres. Lucrecia es la amante de su hermano Joan.
César tiene el mal francés, César es un sifilítico.
– Pero si es un muchacho.
Y en sus andares llegó Della Rovere a la presencia de Burcardo, sorprendido en plena calle, en un afanado buscar que no quiere desvelar.
– Se ha confirmado la gran estafa. Rodrigo será proclamado papa.
– La Providencia.
– Burcardo, no me vengas ahora con la Providencia. Soy cardenal.
Concédeme el derecho a saber cuándo interviene y cuándo no interviene la Providencia. ¿Sabes cuánto dinero se ha gastado Borja en ser papa?
– La Providencia le había enriquecido.
– Burcardo, me consta que tú eres un católico, apostólico y romano de firmes convicciones. Sé que eres seguidor del teólogo Institoris, el gran inquisidor de Maguncia, Colonia, Tréveris, Salzburgo, Bremen. Tú conoces el "Malleus maleficarum" lo suficiente para haber comprendido que en la corte de los Borja hay diversas formas de brujería. Vannozza, Lucrecia, Adriana del Milá son brujas y sus maleficios caerán como una maldición sobre la obra de Dios. ¡Si tú quisieras hablar!
Me consta que te escandaliza la vida que lleva esa familia. Se dice que Rodrigo y su hija copulan, y que también copulan Vannozza y César.
– Tal vez sean demasiadas copulaciones.
– Hay que impedir esa coronación. Si tú hablaras. Si tú contaras lo que sabes…
Pero Burcardo tiene prisa y deja en el aire la promesa.
– Un día se abrirá el libro donde todo está escrito, y lo que fue mezquino aparecerá como mezquino y lo que fue grande como grande.
Le persigue la voz progresivamente alejada de Giuliano della Rovere:
– ¿Ese libro lo escribirás tú?
Tienen dirección los pasos de un progresivamente asustado Burcardo, que cree ver siluetas amenazantes por doquier y mira a los cielos de Roma en busca de señales reveladoras. Burcardo sigue su ruta y se introduce entre unas ruinas, y allí entre las columnas caídas y las malezas desafiantes se entrena gente de armas en luchas corporales. Elige Burcardo a uno de ellos, barbado y fornido, que acepta el aparte y escucha el mensaje.
– César se ha marchado, Corella, y sería de mal ver que alguien interpretara esta ausencia como un desacato a su padre, el nuevo papa.
– ¿Papa?
Corella se vuelve hacia los luchadores.
– Rodrigo ya es papa. Hugo.
Juanito. Ya tenemos papa.
Jalean el nombramiento de Rodrigo los luchadores y rodean a Burcardo, el mensajero, para levantarlo en hombros contra su voluntad y su sentido del equilibrio.
Corella selecciona a uno de los combatientes.
– Mientras entretienen a ese pájaro de mal agüero, Juanito, busquemos a Llorca y nos vamos a por César. Imagino dónde puede estar.
– Mirad este dibujo e imaginaos el cuadro del que procede. Os quiero imitando esta consagración de la primavera.
Las manos de César conducen a tres muchachas desnudas a la composición de "Las tres gracias" de Botticelli, no siempre con amabilidad porque los dedos se engarfian en las carnes jóvenes cuando son torpes y a manotazos fuerza los
cuellos en búsqueda del gesto que reproduce un dibujo al carbón sobre un caballete. Se retira el artista para comprobar si la realidad imita cumplidamente al arte y no es de su gusto lo que ve porque deshace la composición a empujones y fuerza a las muchachas a caer sobre la cama.
Allí se sienten liberadas y ya en un terreno conocido desde el que tratan de atraer al adusto hombre oscuro que se ha sentado en el borde del lecho y las observa críticamente.
– Enseñadme el culo.
Y se ponen los tres culos hacia el techo entre risitas y campanilleos de ricitos de falsas damas florentinas. Es cuando César pasa revista a las nalgas.
– Sólo tú tienes un culo lunar.
El tuyo es tan tópico que parece una manzana.
– Siempre me han dicho que tengo el culo bonito.
– ¿Queréis participar en una gran concentración de culos? Yo
puedo distinguir hasta treinta variantes de culos.
– ¿No prefiere usted ver la cara de las personas?
– Los culos son menos comprometidos. Las caras tienen muchos más elementos para el fracaso. A un culo le basta con emitir tres o cuatro buenas señales.
– ¿Pero usted nos ha elegido por nuestra cara o por nuestro culo?
– Si no me gustaran vuestros culos no estaríais aquí conmigo.
– ¿Usted no se desnuda?
No contesta César ni se desnuda, pero se arroja sobre los tres cuerpos y manosea las carnes que se ponen a su alcance, mientras la muchacha del culo lunar trata de desnudarlo. Se resiste él con energía, casi con violencia, y las tres mujeres se rinden a sus deseos, que no son otros que mantenerles la cara contra el colchón y los culos hacia los cielos, mientras los acaricia como a un diapa són. En éstas se abre la puerta parsimoniosamente, con tiempo para que César recupere la tensión y la vigilancia sobre el arma que lleva al cinto. En el dintel, Corella, Llorca y Juanito Grasica miran alternativamente los culos de las mujeres de rostros escondidos y la actitud de César, que ha abandonado la sorpresa y les opone una fría indignación.
– ¿Os he mandado venir?
– César, pasan cosas en Roma.
– Siempre pasan cosas en Roma.
– Tu padre es el nuevo papa.
Se ríe una de las muchachas y le lanza César un manotazo al culo al tiempo que también él ríe. La posibilidad de que el extraño hombre oscuro sea hijo del papa va sumando hilaridades incontenibles y contagiosas, hasta que César deja de reír y empuja a las mujeres para que abandonen el lecho y luego la estancia.
– No podemos salir en cueros.
La desnudez es pecado, santidad.
– No tenéis otra forma de salir. El hijo del papa os autoriza a salir en cueros.
Pero cuando ya han abandonado la estancia entre lamentos y risas histéricas, el mismo César va lanzándoles las prendas a través del rectángulo de la puerta abierta.
Como si se le acabara la conducta, César recupera la situación y contempla la dedicada espera de los tres hombres.
– Mi padre es el papa.
– Burcardo nos ha encargado que vengamos a buscarte. Tan malo es que te dejes ver junto a tu padre como que te vayas de Roma.
Della Rovere ya anda diciendo que estás enfrentado a Rodrigo, y va excitando las jaurías para que se opongan al nombramiento de tu padre.
– Es mi hermano Joan quien ha de defender a mi padre. Él es el hombre de armas. Yo seré un eclesiástico y sólo puedo rezar por él.
Ramiro de Llorca es incapaz para la sonrisa y es agresión cuanto dice.
– Tu hermano no tiene temple para afrontar esta situación. No tiene agallas.
– Mi padre sabrá defenderse solo.
Da por terminada César la audiencia y a pesar de los gestos de Ramiro, predispuesto a marcharse, Miquel no se resigna. Se enfrenta a él, le habla con las caras casi juntas y soporta los progresivos empujones que César le va dando para sacárselo de encima.
– Escucha bien. Yo iba para notario o para profesor de una de esas malditas universidades y desde que nos encontramos en la Universidad de Pisa me he convertido en tu escudero. Me debes todo lo que no he sido y no te debo nada de lo que soy. Te voy a hablar claro.
Sabes que tu padre no podrá seguir maniobrando como hasta ahora. Ya no se trata de ganar la batalla en los despachos o en los sótanos.
Ahora tu padre es un jefe de Estado casi sin ejército y tú sabes que tu hermano no va a dárselo. Tú nos lo has contado miles de veces.
Ha llegado el momento. ¿Crees que es hora de desertar?
– Yo no deserto. Me limito a empezar a presionar. Ha bastado que me marchara para que todo el mundo se pusiera nervioso. ¿Hubiera conseguido el mismo efecto Joan? Me habéis venido a buscar.
Doy más miedo lejos de Roma que en Roma.
Corella empieza a comprender y a sentirse ridículo.
– Entonces, ¿todo ha sido una comedia?
– Elévalo a la condición de farsa.
Corella señala a César y comenta a los otros dos compañeros: