O C?sar o nada
Sólo faltaba que un Borja se metiera en la cama con una Colonna.
Se abre paso entre los reunidos un airado arquero que se enfrenta a Orsini.
– Las mujeres de mi casa no se meten en la cama con esos catalanes.
– Era sólo una metáfora, príncipe Colonna. Pero es cierto que Calixto Iii planeó la boda de Pere Lluís con una Colonna y de esta circunstancia se aprovechó ese mal nacido para quitarle las propiedades a mi padre. Este papa es un ignorante que ha frenado en Roma el esplendor del humanismo que florece en Florencia, Ferrara, Venecia.
Un recién llegado cabecea como campaneando la duda.
– No estoy tan de acuerdo en eso. Calixto Iii no es un humanista "in sensu stricto", pero ha impulsado el catálogo de la Biblioteca Vaticana y es el principal letrado en la Ciencia de las Leyes. Fue protector de Valla a pesar de la persecución de la Inquisición y Valla es uno de los espíritus más críticos de este siglo, recordad que llegó a cuestionar que llamáramos cristianismo a lo que llamamos cristianismo. Era un peligroso modernista que condenaba el ascetismo medieval y exigía la reforma de la relación entre poder temporal y espiritual. Pues bien, también fue Calixto Iii quien ordenó que se le enterrara en Letrán.
– Valla ya era el filólogo más influyente en tiempos de Nicolás V. ¿Qué iba a hacer un advenedizo como Calixto Iii? A Valla todos lo admiraban, pero muy pocos secundaban en la práctica sus proyectos reformistas. ¿En qué se ha notado en el pontificado del "catalán" la influencia de la tesis de Valla contra la legitimidad del poder temporal de los papas? En cuanto a la biblioteca, se la organizó un catalán, y ha traído a Roma pintores valencianos. ¿No hay bibliotecarios en Roma, ni pintores en Italia? ¡Salid a las calles de Roma y todo personaje principal o es catalán o valenciano o aragonés! ¿En cuántos lugares es más determinante la lengua de esos invasores que la hermosa lengua de Petrarca, heredera directa de la de Horacio?
– Desconocía en ti esas aficiones literarias. Te suponía sólo un buen arquero.
El recién llegado insiste en su objeción, pero no provoca la indignación de Orsini, que le contempla con respeto.
– Nada va contigo, Eneas Piccolomini.
– He llegado a tiempo de escuchar lo que has dicho. Me consideras demasiado sabio, demasiado humanista. Puede ser cierto. Soy un aprendiz de humanista en un siglo en el que Italia produce centenares, todos espléndidos, mientras vosotros los patricios os dedicáis a perder el tiempo en maledicencias y batallas tribales. ¿Sabéis por qué los Borja están donde están?
¿Acaso se hicieron con el poder por la fuerza? No. Se hicieron con el poder por vuestra debilidad.
Os creéis el meollo del mundo y sólo sois conspiradores vitalicios de aldea.
– ¡Tú estás al servicio de los catalanes!
– Estoy al servicio de la evidencia. Orsini, tú que llevas la voz cantante, ¿dispones siquiera de un plan, de una línea de acción para frenar a los Borja?
No contesta Orsini y finalmente da la espalda airado al recién llegado. Repite la gestualidad del arquero y sale la saeta, pero esta vez no da en el blanco. Cuando el joven Orsini se vuelve, percibe en las miradas que le rodean la satisfacción por su derrota.
Tocan a muerto las campanas de Roma y por las ventanas los ciudadanos se preguntan por la condición del muerto. El rey de Nápoles, se extiende el eco por los patios, sobre los tejados, en las plazas, y llega al salón del trono, donde Calixto Iii departe con Pere Lluís sobre unos planos.
– A los Orsini hay que pararlos en Roma y a los turcos en Belgrado, ésos son los dos frentes de la cristiandad.
– Los Orsini y todos los demás están en cintura. Lo de los turcos es otro cantar, pero ningún país se ha apuntado a la Cruzada. Proclaman el peligro del Islam, pero no quieren pegar ni una lanzada.
Por la puerta abierta entra el secretario y supera el enojo del papa anunciando la noticia.
– El rey de Nápoles ha muerto.
No se conturba Calixto Iii, pero se persigna mecánicamente.
– Ya lo sabía y he ordenado quince días de luto y mañana oficiaré un gran responso por el alma del rey Alfonso. Ahora empiezan los problemas, Pere Lluís. Nos interesa que el reino de Nápoles siga en manos de la Corona de Aragón y no se convierta en zona de influencia francesa, pero me he negado a reconocer a un bastardo
como heredero. No tiene fácil solución.
– Yo tengo una solución. ¿Por qué no damos la vuelta al asunto y me proclamo rey de Nápoles?
Descansa Calixto Iii sobre el respaldo de la silla y estudia a su sobrino a distancia mientras repite varias veces: dar la vuelta al asunto. Se impacienta Pere Lluís.
– De hecho no sería la primera legitimidad conseguida por una decisión diplomática o de fuerza.
¿Qué poder hoy día procede del linaje directo?
Sigue sin responderle su tío y la impaciencia se convierte en desaliento.
– Si parece propósito tan descabellado, no he dicho nada.
– Déjame estudiarlo. Conviene sondear a las grandes familias, porque podrían considerarlo un golpe de tuerca excesivo. Rodrigo ya es vicecanciller; vuestro primo Lluís Joan del Milá, cardenal; tú, capitán general. No hay que tentar la suerte. Pero tampoco te digo que no.
Con un ademán da el papa por concluida la sesión de trabajo y sale Pere Lluís de la estancia comedidamente, pero nada más rebasada la puerta se entrega a una carrera que va rebasando sorprendidos subalternos. Irrumpe en, rompe, atraviesa la audiencia de quienes esperan ver al Santo Padre.
Asciende una escalera de tres en tres mientras grita el nombre de su hermano y a sus gritos se abren puertas y orejas, incluso las de Rodrigo, entregado al estudio de un códice y alertado por la resonancia del reclamo. Lo que era reclamo sonoro se convierte en la presencia viva de un Pere Lluís desaforado que recupera el aliento, pero no la contención del gesto.
– Ha muerto el rey de Nápoles.
– Me he enterado. Desconocía que le tuvieras tanto apego.
– Por mí podía haber reventado el mismo día en que le parieron.
Pero he tenido una idea, Rodrigo, que ayudaría a culminar el sentido de la lucha de nuestra familia, el carácter profético con el que la señaló san Vicente Ferrer. ¿Cómo verías que yo fuera proclamado rey de Nápoles? El rey Alfonso no ha dejado descendencia legítima, y pocas probabilidades tiene el bastardo Ferrante.
– Déjame estudiarlo.
– ¡No me contestes lo mismo que el "oncle", Rodrigo! ¿Qué hay que estudiar? Por todas partes se extienden los nuevos jefes de Estado promocionados por las armas o por el dinero, son señores de fortuna, cuando no jefes creados por acuerdos diplomáticos. ¿Por qué nuestro tío no puede promocionarme al trono de Nápoles?
– "Quanto altior est ascensus tanto durior descensus".
– Ése es el aforismo de un fraile capón.
– Y santo. San Jerónimo.
– No es tu estilo citar a los Padres de la Iglesia. Tenemos en el escudo un toro, un animal fuerte y poderoso, sagrado en un montón de religiones. Yo soy un buey Borja y no un fraile castrado pensando sandeces sobre el exceso de ambición.
– Todavía no somos lo suficientemente ricos, ni lo suficientemente fuertes. Lo que tú quieres cuesta dinero y fuerza. Todo llegará.
– Yo tengo la fuerza. Todos los capitanes son de mi confianza y mantengo a raya a las demás familias, incluido ese payaso de Orsini al que le voy a arrastrar por los cojones el día menos pensado.
– Es preferible que le cortes la cabeza a que le arrastres por los cojones. Si le cortas la cabeza no lesionas su orgullo. Si le arrastras por los cojones no te perdonará.
Lanza un puño al aire, luego el otro, Pere Lluís y se planta finalmente ante su hermano, crispado, desafiante.
– ¡No te rías de mí! ¿Estás conmigo o contra mí?
Rodrigo cierra los ojos y cuando los abre vuelve a tener ante sí el trabajo interrumpido por la irrupción de Pere Lluís. De reojo contempla cómo la tensión del hermano se va diluyendo en angustia a la espera de la sanción. Exhala Rodrigo un suspiro que le hace daño en el pecho y sin dar la cara exclama:
– Estoy contigo, Pere Lluís.
Pase lo que pase.
Abandona el capitán general la estancia y ya en soledad arroja Rodrigo la pluma, se levanta, contempla un reclinatorio y va hacia él, se arrodilla y reza tres avemarías en catalán dedicadas a la Mare de Déu de Lleida. Cuando termina de rezar permanece en concentración y se decide a abandonar el palacio, rechazando la escolta, aunque no puede evitar que le sigan dos soldados a distancia. No ceja el cardenal canciller y de memoria su cuerpo se zambulle en la oscuridad del portal de un palacete.
También de memoria sus pies suben la escalinata y desembocan en un claustro donde pasea una vieja conseguidora con sus pupilas, inclinadas las cuatro mujeres ante la aparición del cardenal que, sin detenerse, le hace una señal a la vieja para que le secunde. Ya en el interior de una sala alcoba, Rodrigo insta a la mujer a que cierre la puerta.
– Su eminencia, ¿se ha fijado?
Ha vuelto la veneciana, Paola.
¿La recuerda? Sus padres me pusieron mil reparos, pero yo me permití utilizar…
– ¿Mi nombre?
– Eso no lo haría nunca. Utilicé sus deseos y mi dinero.
– No quiero chicas hoy. Toma esta lista y consígueme una reunión con esta gente aquí, en media hora.
Estudia la vieja la lista.
– No será fácil, pero media hora es mucho tiempo. ¿No quiere su eminencia reverendísima buena compañía durante tanto tiempo?
Niega Rodrigo con la cabeza y da la espalda, señal que basta a la celestina para salir de la habitación. Cuando se queda solo, el abatimiento le lleva a dejarse caer en un sillón y levanta las manos abiertas al cielo como tratando de contener el peso del mundo. Está a disgusto sentado y también de pie, cree advertir una presencia en la estancia y se revuelve hacia la puerta. Apoyada en el quicio, una muchacha morena con el escote de la blusa desbordado por los senos, la sonrisa cómplice.
– ¿Me recuerda? Soy Paola.
– Te recuerdo, Paola.
Le tiende una mano la veneciana y Rodrigo la acepta, como acepta el recorrido hasta un dormitorio donde Paola se desnuda y queda a la espera de la reacción del hombre. Se deja querer Rodrigo desde una pasividad ensimismada hasta que la muchacha interrumpe sus dedicaciones y se desparrama a su lado.
– ¿Ya no le gusto a su eminencia?