Una muerte inmortal
– Gracias por la información. ¿Qué es esto? -Perple?jo, Roarke volvió al teclado. El ordenador seguía parpa?deando el mismo mensaje:
Sustancia desconocida. Probable regenerador celular. Identificación inaccesible.
– ¿Cómo es posible? -musitó-. Esta unidad tiene actualizador automático. No hay nada que no pueda iden?tificar.
– Sustancia desconocida. Vaya, vaya. Sería un buen motivo para asesinar a alguien. ¿Qué podemos hacer? -Identificar con datos conocidos -ordenó Roarke.
FÓRMULA IGUAL A ESTIMULANTE CON PROPIEDADES ALUCINÓGENAS. BASE ORGÁNICA. PENETRA RÁPIDAMENTE EN LA SANGRE AFECTANDO AL SISTEMA NERVIOSO.
– ¿Resultados?
DATOS INCOMPLETOS.
– Mierda. Resultados probables con datos conocidos.
CAUSA SENSACIONES DE EUFORIA, PARANOIA, APETITO SEXUAL, ILUSIONES DE PODER FÍSICO Y MENTAL. DOSIS DE 55 MG EN UN HUMANO DE 60 KILOS PERSISTE DE CUATRO A SEIS HORAS. DOSIS DE MÁS DE 100 MG CAUSA LA MUERTE EN EL 87,3 POR CIENTO DE LOS USUARIOS. SUSTANCIA SIMILAR AL THR-50, CONOCIDO COMO ZEUS, CON ADICIÓN DE ESTIMULANTE PARA INTENSIFICAR LA CAPACIDAD SEXUAL Y LA REGENERACIÓN DE CÉLULAS.
– No hay tanta diferencia -murmuró Eve-. No es tan importante. Ya sabemos de gente que ha mezclado Zeus con Erótica. Es una fea combinación, la responsable de la mayoría de violaciones en esta ciudad, pero no es un secreto ni es particularmente rentable. Menos cuando cual?quier yonqui puede mezclarlo en un laboratorio portátil.
– Sin contar el elemento desconocido. Regeneración de células. -Roarke levantó una ceja-. La legendaria fuente de la juventud.
– Cualquiera que tenga créditos suficientes puede pagarse un tratamiento.
– Pero son cosas temporales -señaló Roarke-. Tienes que volver a intervalos regulares. El biopeeling y los in?yectables antiedad son caros, requieren tiempo, y a me?nudo son incómodos. Los tratamientos corrientes no tienen el incentivo extra de esta mezcla.
– Sea cual sea la sustancia desconocida, hace que todo sea más importante, o más letal. O, como dices, más rentable.
– Tú tienes el polvo -señaló Roarke.
– Sí, y esto podría hacer que los del laboratorio mo?vieran un poco el culo. Voy a necesitar más tiempo del que dispongo.
– ¿Puedes conseguirme una muestra? -Roarke giró en su silla y le sonrió-. No quiero hablar mal de vuestros laboratorios, teniente, pero el mío podría ser más sofis?ticado.
– Son pruebas.
Él enarcó la ceja.
– ¿Sabes hasta qué punto he transgredido ya las nor?mas metiéndote en esto, Roarke? -bufó Eve, recordando la cara de Boomer, su brazo-. Al cuerno. Lo intentaré.
– Está bien. Desconectar. -El ordenador se apagó si?lenciosamente-. Y ahora qué, ¿vas a dormir?
– Un par de horas. -Eve dejó que la fatiga recuperara terreno y le rodeó el cuello con los brazos-. ¿Me arropa?rás otra vez?
– De acuerdo. -Le levantó las caderas de forma que rodearan su cintura-. Pero esta vez te quedas en la cama.
– Sabes, Roarke, mi corazón palpita cuando te pones autoritario.
– Espera a que te acueste. Te va a palpitar de verdad.
Ella rió, acunó la cabeza en su hombro y se quedó dormida antes de que el ascensor terminara de bajar.
Capitulo Cuatro
Era noche cerrada cuando el teleenlace que Eve tenía junto a la cabeza pitó. Su yo policía reaccionó enseguida y se incorporó de golpe.
– Aquí Dallas.
– Dallas, menos mal, Dallas. Necesito ayuda.
Su yo femenino se puso rápidamente a la altura del yo policía y contempló la imagen de Mavis en el mo?nitor.
«Luces», ordenó, y la habitación se iluminó lo bas?tante como para ver con claridad. La cara pálida, un mo?retón debajo del ojo, arañazos sanguinolentos en la me?jilla, el pelo desordenado.
– Mavis. ¿ Qué pasa? ¿ Dónde estás?
– Tienes que venir. -Respiraba con dificultad. Sus ojos estaban vidriosos del susto-. Date prisa, por favor. Creo que está muerta y no sé qué hacer.
Eve no volvió a pedir coordenadas sino que ordenó rastrear la transmisión. Al reconocer la dirección de Leonardo cuando parpadeó al pie del monitor, procuró ha?blar con serenidad y firmeza.
– Quédate donde estás, Mavis. No toques nada. ¿Me entiendes? No toques nada, y no dejes entrar a nadie. ¿Me oyes?
– Sí, sí. Haré lo que dices. Date prisa. Es horrible.
– Voy para allá. -Cuando se dio la vuelta, Roarke se había levantado y estaba poniéndose los pantalones. -Te acompañaré.
Ella no discutió. Cinco minutos después estaban en la calle y atravesando la noche a toda velocidad. Las ca?lles vacías dieron paso primero al constante ir y venir de turistas, al centelleo de las videocarteleras que ofrecían todos los placeres habidos y por haber, luego a los marchosos insomnes del Village que holgazaneaban toman?do sus minúsculas tazas de café condimentado y discu?tiendo de cosas sublimes en cafeterías al aire libre, y por último a los soñolientos hábitats de los artistas.
Aparte de preguntar adonde iban, Roarke no hizo más preguntas, y ella se lo agradeció. Podía ver mental?mente la cara de Mavis, pálida y aterrorizada. Y su mano temblorosa, y lo que la manchaba era sangre..
Un viento fuerte que presagiaba tormenta sacudía las calles. Eve notó su azote al saltar del coche de Roarke antes de que él hubiera aparcado del todo junto al bor?dillo. Recorrió a toda prisa los treinta metros de acera y aporreó la cámara de seguridad.
– Mavis. Soy Dallas. Mavis, por Dios. -Era tal su es?tado de agitación que le llevó diez frustrantes segundos comprender que la unidad estaba rota.
Roarke entró detrás de ella en el ascensor.
Al abrirse la puerta, Eve supo que la cosa era tan fea como había temido. En su anterior visita, el apartamen?to de Leonardo era un espacio alegremente abarrotado, un barullo de colores. Ahora estaba cruelmente desarre?glado. Materiales rotos, mesas volcadas con su conteni?do esparcido por el suelo y roto.
Había sangre en abundancia, manchando las paredes y las sedas como si un niño irascible hubiera pintado en ellas con los dedos.
– No toques nada -le espetó a Roarke-. ¿Mavis? -Dio dos pasos al frente y luego se detuvo al ver que uno de los cortinajes de tela reluciente se movía. Mavis apa?reció detrás y se quedó parada, temblando.
– Dallas, Dallas. Gracias a Dios.
– Bueno, bueno. Tranquila. -Tan pronto se le acercó, Eve se sintió aliviada. La sangre no era de Mavis, aunque su ropa y sus manos estaban salpicadas de ella-. Estás herida.
– La cabeza me da vueltas. Estoy mareada.
– Hazla sentar, Eve. -Cogiendo a Mavis del brazo, Roarke la llevó hasta una silla-. Vamos, querida, siénta?te. Así, muy bien. Tiene un shock, Eve. Trae una manta. Echa la cabeza atrás, Mavis. Bien. Cierra los ojos y res?pira un poco.
– Hace frío.
– Lo sé. -Roarke cogió un trozo de raso roto y la cu?brió-. Respira hondo, Mavis. Despacio, profundamente. -Miró a Eve-. Necesita cuidados médicos.
– No puedo llamar a una ambulancia sin saber antes cuál es la situación. Haz lo que puedas. -Demasiado consciente de lo que seguramente iba a encontrar, Eve pasó al otro lado de la cortina.
Había muerto violentamente. Fue el pelo lo que le confirmó quién había sido la mujer. Aquella gloriosa lla?marada de pelo rojo. Su cara, con su pasmosa y casi eté?rea perfección, había prácticamente desaparecido, aplas?tada y magullada a base de crueles y repetidos golpes.
El arma seguía allí, olvidada. Eve supuso que era una especie de bastón de fantasía, una extravagancia a la moda. Bajo la sangre y las vísceras había algo de plata re?luciente, como de dos centímetros de grosor, con una empuñadura ornamentada en forma de lobo sonriente.