Una muerte inmortal
– Los suyos sí, señor.
– ¿Por qué?
– Porque usted es la mejor, señor.
– ¿Me está haciendo la pelota, Peabody, o es que quiere quitarme el puesto?
– Habrá sitio para mí cuando la asciendan a capitán, señor.
– ¿Qué le hace suponer que quiero una capitanía?
– Sería estúpido no desearlo, y usted no lo es, señor.
– Está bien, dejémoslo. ¿Suele examinar otros infor?mes?
– De vez en cuando.
– ¿Tiene idea de quién puede ser el preparador de Boomer en Ilegales?
– No, señor. Nunca he visto su nombre vinculado a ningún policía. Los soplones suelen tener un solo prepa?rador.
– A Boomer le gustaba variar. Salgamos a la calle. Vi?sitaremos algunos de sus locales preferidos, a ver qué sa?camos. Solo disponemos de un par de días, Peabody. Si alguien le espera en casa, dígale que estará muy atareada.
– No tengo compromisos de esa clase, señor. Dis?pongo de todo el tiempo del mundo.
– Bien. -Se puso en pie-. Entonces en marcha. Ah, Peabody, hemos estado desnudas una al lado de la otra. Déjese de «señor», ¿quiere? Llámeme Dallas.
– Sí, señor, teniente.
Eran más de las tres de la madrugada cuando entró por la puerta, tropezó con el gato que había decidido montar guardia en el vestíbulo, soltó un juramento y giró a cie?gas en busca de la escalera.
En su mente había docenas de impresiones: bares a media luz, locales de striptease, las calles brumosas don?de desahuciadas acompañantes con licencia se buscaban la vida. Todo eso y más se cocía en la poco apetitosa existencia de Boomer Johannsen.
Nadie sabía nada, como es lógico. Nadie había vis?to nada. La única afirmación que había obtenido en cla?ro de su incursión a la parte más miserable de la ciudad era que nadie había sabido de Boomer en más de una semana.
Pero evidentemente alguien había hecho algo más que verle. Eve estaba agotando el tiempo de que dispo?nía para averiguar quién- y por qué.
Las luces de la alcoba estaban a medias. Se había des?pojado ya de la blusa cuando advirtió que la cama estaba vacía. Tuvo una punzada de desilusión, un débil e incó?modo tirón de miedo.
Habrá tenido que ausentarse, pensó. Ahora se diri?gía a un punto cualquiera del universo colonizado. Po?día estar fuera varios días.
Mirando tristemente la cama, se despojó de los za?patos y el pantalón. Tanteando en un cajón, sacó una ca?miseta y se la puso.
Qué patética soy, se dijo, mira que quejarme porque Roarke ha tenido que salir por trabajo. Por no estar allí para que ella se le arrimara. Por no estar allí para espantar las pesadillas que parecían acosarla con mayor intensi?dad y frecuencia a medida que sus recuerdos empezaban a atosigarla.
Estaba demasiado cansada para soñar, se dijo. De?masiado cansada para meditar. Pero era lo bastante fuer?te para recordar todo lo que no quería recordar.
De pronto la puerta se abrió.
– Creía que habías tenido que irte -dijo Eve con alivio.
– Estaba trabajando. -Roarke se acercó. En la pe?numbra de la habitación su camisa negra contrastaba con el blanco de ella. Le levantó la barbilla y la miró a los ojos-. Teniente Dallas, ¿por qué trabajas siempre hasta caer rendida?
– Este caso tiene una fecha límite. -Tal vez estaba ex?hausta, o tal vez el amor empezaba a ser más sencillo, el caso es que acarició con sus manos el rostro de Roarke-. Me alegro de tenerte aquí. -Al cogerla él en vilo y llevarla hacia la cama, sonrió-. No me refería a eso.
– Voy a arroparte para que duermas.
Era difícil discutir cuando los ojos ya se le estaban cerrando.
– ¿Recibiste mi mensaje?
– ¿Ese tan preciso que decía «Llegaré tarde»? Sí. -Roarke la besó en la frente-. Date la vuelta.
– Enseguida. -Eve forcejeó con el sueño-. Sólo he te?nido un momento para contactar con Mavis. Quiere quedarse en el viejo apartamento un par de días. Dice que no piensa ir al Blue Squirrel. Telefoneó allí y averi?guó que Leonardo ha pasado por el local una docena de veces buscándola.
– La maldición del amor verdadero.
– Mmm. Mañana intentaré tomarme una hora de tiempo personal para ir a verla, pero puede que no lo consiga hasta pasado mañana.
– No te apures por ella. Ya iré yo a verla, si quieres.
– Gracias, pero no creo que ella quiera hablar conti?go. Me ocuparé de eso tan pronto averigüe en qué estaba metido Boomer. Sé muy bien que él no podía leer ese disco.
– Claro que no -la tranquilizó él, confiando en que se durmiera.
– Tampoco sabía mucho de números. Pero de fór?mulas científicas… -Repentinamente se incorporó, cho?cando casi con la nariz de Roarke-. Tu unidad servirá.
– ¿Cómo dices?
– Los del laboratorio me han dado largas. Llevan mucho retraso y esto es de baja prioridad. Vaya. -Eve bajó de la cama-. Necesito llevar la delantera. Esa uni?dad tuya tiene capacidad para hacer análisis científicos, ¿verdad?
– Por supuesto. -Él suspiró y se puso en pie-. Su?pongo que ahora…
– Podemos acceder a los datos desde mi unidad. -Le cogió de la mano y se lo llevó hacia el falso panel que ocultaba el ascensor-. No tardaremos mucho.
Eve le explicó el problema a grandes rasgos mientras subían. Para cuando Roarke introdujo el código para entrar en la sala privada, ella estaba totalmente despierta.
El equipo era complejo, carecía de licencia y era, por supuesto, ilegal. Como Roarke, Eve usó el código dacti?lar para el acceso y luego se colocó detrás de la consola en forma de U.
– Tú puedes sacar los datos más rápido que yo -le dijo a él-. Está en Código Dos, Amarillo, Johannsen. Mi contraseña es…
– Por favor. -Si iba a tener que jugar a policías de ma?drugada, no quería ser insultado. Roarke se sentó a los controles y manipuló algunos discos-. Ya estamos en la Central -dijo y sonrió al ver que ella fruncía el entre?cejo.
– Y para eso tanto sistema de seguridad.
– ¿Necesitas algo más antes de que empiece, con tu unidad?
– No -dijo ella poniéndose detrás de él. Manejando un teclado con una sola mano, Roarke cogió una de las de ella y se la llevó a los labios para mordisquearle los nudillos-. No te hagas el chulo.
– No tendría ninguna gracia que me conectaras a mí con tu código. Ya estamos en tu unidad -murmuró él, y puso el control automático-. Código Dos, Amarillo, Johannsen.
Una de las pantallas murales parpadeó.
Esperando
– Número de prueba 34-J, ver y copiar -solicitó Eve. Cuando la fórmula apareció en pantalla, meneó la cabe?za-. ¿Ves eso? Si parece un jeroglífico…
– Es una fórmula química -dijo él.
– ¿Cómo lo sabes?
– Yo fabrico unas cuantas… pero legales. Esto es una especie de analgésico. Tiene propiedades alucinógenas… -Chasqueó la lengua y meneó la cabeza-. Nunca había visto nada igual. No es una cosa corriente. Ordenador: analizar e identificar.
– ¿Dices que es una droga? -empezó Eve, y el orde?nador se puso a trabajar.
– Casi seguro.
– Eso encaja en mi teoría. Pero ¿qué hacía Boomer con esa fórmula y por qué lo mataron?
– Yo diría que eso depende del provecho que pueda sacarse de la sustancia. De lo rentable que sea. -Miró ce?ñudo al monitor mientras salía el análisis. La reproduc?ción molecular apareció en pantalla con sus puntos y espirales de color-. Muy bien, tienes un estimulante or?gánico, un alucinógeno químico corriente, ambas cosas en cantidades bastante bajas y casi legales. Ahí están las propiedades del THR-50.
– Nombre vulgar, Zeus. Esto no me gusta.
– Mmm. De todos modos, no es de mucho calibre. Claro que la mezcla sí es interesante. Lleva menta, para hacerlo más agradable al paladar. Seguramente puede fa?bricarse también en forma líquida con algunas alteracio?nes. Mezclado con Brinock, un estimulante sexual. En la dosis adecuada, puede utilizarse para curar la impotencia.
– Sí, lo sé. Tuvimos un tipo que murió de una sobre-dosis. Se mató después de batir lo que parecía el récord mundial de masturbación. Se tiró de una ventana de pura frustración sexual. Tenía el cipote como una salchicha de cerdo, casi del mismo color, y todavía duro como el hierro.