Una muerte inmortal
El calor era sofocante. El control de temperatura en la pensión consistía en cerrar la ventana o abrirla. Boomer había optado por cerrar, reteniendo todo el bochor?no estival.
La habitación olía a comida mala, ropa sucia y whisky derramado. Dejando que Peabody hiciera un primer registro, Eve fue hasta el centro del exiguo espa?cio y meneó la cabeza.
Las sábanas del catre tenían manchas de sustancias que no le apetecía analizar. Cajas de comida para llevar estaban apiladas a un lado de la misma. De la pequeña montaña de ropa sucia que había en los rincones, dedujo que lavar no era uno de los quehaceres prioritarios en la vida de Boomer. El suelo estaba pegajoso.
Su única defensa fue forzar la ventana hasta que con?siguió abrirla. Fue una inundación de aire y ruido de trá?fico.
– Dios, menudo sitio. Como soplón se ganaba bien la vida. No tenía por qué vivir en un cuchitril como éste.
– Tal vez le gustaba.
– Ya. -Arrugando la nariz, Eve abrió una puerta y examinó el cuarto de baño. Había un lavabo de acero inoxidable, y una ducha a la medida de los menos aven?tajados en estatura. El hedor le dio náuseas.
– Peor que un fiambre de tres días. -Respiró por la boca y se dio la vuelta-. En esto invertía su dinero.
Sobre un mostrador macizo había un costoso centro de datos y comunicaciones. Sujeta a la pared, más arriba, había una pantalla y un estante repleto de discos. Eve eligió uno al azar y leyó la etiqueta.
– Boomer era un hombre culto, por lo que veo: Tre?mendas tetas de tías tórridas.
– Ganó un Oscar el año pasado.
Eve rió y devolvió el disco a su lugar.
– Buena, Peabody, será mejor que conserve el buen humor, porque tendremos que revisar toda esta basura. Saque los discos y anote los números y etiquetas. Lo in?vestigaremos cuando volvamos a Central.
Eve puso en marcha el enlace y buscó posibles lla?madas que Boomer hubiera guardado. Repasó los pedi?dos de comida, y una sesión con una videoprostituta que le había costado cinco mil. Había dos llamadas de un presunto traficante de ilegales, pero sólo habían hablado de deportes, sobre todo béisbol y lucha grecorromana. Eve reparó en que el número de su despacho aparecía dos veces en las últimas treinta horas, pero Boomer no le había dejado mensaje.
– Quería ponerse en contacto conmigo -murmu?ró-. Desconectó sin dejar ningún mensaje. Ése no era su estilo. -Sacó el disco y se lo entregó a Peabody como prueba.
– Nada indica que estuviera preocupado, teniente.
– No, él era un chivato de verdad. De haber pensa?do que alguien quería liquidarle, se habría plantado a la puerta de mi casa. Bueno, Peabody, espero que esté al día en inmunizaciones. Empecemos a revisar todo esto.
Cuando terminaron estaban sudando, asqueadas y su?cias. Peabody se había aflojado el cuello de su uniforme y subido las mangas. Con todo, el sudor le chorreaba y le había ensortijado el pelo de mala manera.
– Y yo que pensaba que mis hermanos eran unos cerdos.
Eve apartó con el pie unos calzoncillos sucios.
– ¿Cuántos tiene?
– Dos. Y una hermana.
– ¿Son cuatro?
– Es que mis padres son free-agers, señor -explicó Peabody con un deje de disculpa y engorro-. Forofos de la vida rural y la propagación.
– No deja usted de sorprenderme, Peabody. Una urbanita pura y dura como usted, descendiente de free-agers. ¿Cómo es que no está cultivando alfalfa, tejiendo esteras o cuidando crios?
– Me gusta la acción, señor.
– Es un buen motivo. -Eve había dejado lo peor para el final. Con repugnancia examinó la cama de Boomer. La idea de unos parásitos corporales correteó por su ca?beza-. Habrá que mirar el colchón.
Peabody tragó saliva.
– Sí, señor.
– Yo no sé usted, Peabody, pero en cuanto acabemos aquí me voy directa a una cámara de descontaminación.
– Y yo detrás de usted, teniente.
– Muy bien. Manos a la obra.
Primero fueron las sábanas. Sólo había olores y manchas, nada más. Eve dejaría que trabajaran los del gabinete de identificación, pero ya había descartado que Boomer hubiera sido asesinado en su propia cama.
Con todo, registró a conciencia la almohada y luego levantaron el colchón, que pesaba como una roca, y lo?graron darle la vuelta.
– Puede que Dios exista -dijo Eve.
Prendidos a la parte inferior del colchón había dos pequeños paquetes. Uno estaba lleno de un polvo azul, el otro era un disco sellado. Eve los arrancó. Examinó primero el disco. No llevaba rótulo pero, a diferencia de los otros, había sido cuidadosamente empaquetado.
En circunstancias normales lo habría puesto de in?mediato en la unidad de Boomer. Podía soportar la pes?tilencia, el sudor, incluso la mugre. Pero no creyó poder estar un minuto más preguntándose qué parásitos mi?crocósmicos se le estaban encaramando a la piel.
– Larguémonos de aquí.
Esperó a que Peabody hubiera sacado la caja de pruebas al pasillo. Con una última mirada al estilo de vida de su ex informante, Eve cerró la puerta, la selló y puso la luz roja de seguridad de la policía.
Descontaminarse no era doloroso, pero tampoco espe?cialmente agradable. Tenía la única virtud de ser un pro?ceso bastante corto. Eve se sentó con Peabody, las dos desnudas hasta la cintura, en una sala de dos plazas con blancas paredes convexas que reflejaban la blanca luz.
– Al menos es calor seco -afirmó Peabody, haciendo reír a Eve.
– Siempre he pensado que el infierno debe de ser como esto. -Cerró los ojos para relajarse. No creía tener fobias, pero los espacios cerrados le producían come?zón-. Sabe, Peabody, Boomer trabajaba para mí desde hacía cinco años. No era lo que se dice un dandy, pero jamás habría creído que vivía de esa manera. -Aún nota?ba el hedor en la nariz-. Era bastante limpio. Dígame qué vio en el baño.
– Suciedad, moho, verdín, toallas sin lavar. Dos pas?tillas de jabón, una de ellas cerrada, medio tubo de champú, gel dentífrico, un cepillo y afeitador de ultraso?nidos. Un peine roto.
– Utensilios para acicalarse. Boomer se cuidaba, Pea?body. Incluso gustaba de considerarse un hombre de sa?lón. Imagino que los del gabinete me dirán que la comi?da, la ropa y lo demás tienen dos o tres semanas. ¿Usted qué opina?
– Que se estaba ocultando; lo suficientemente preo?cupado, asustado o involucrado para dejar pasar unos días.
– Exacto. No lo bastante desesperado como para acudir a mí, pero sí preocupado como para ocultar un par de cosas debajo del colchón.
– Donde a nadie se le ocurriría buscarlas -ironizó Pea?body.
– Sí, en algunas cosas no era muy listo. ¿Qué cree que será esa sustancia?
– Algo ilegal.
– Nunca he visto una ilegal de ese color. Es nueva -reflexionó Eve. La luz decreció a gris y sonó un piti?do-. Creo que ya estamos limpias. Pongámonos ropa nueva y vamos a ver qué hay en ese disco.
– ¿Qué diablos es esto? -dijo Eve mirando ceñuda su pantalla.
– Parece una fórmula.
– Eso ya lo veo, Peabody.
– Sí, señor. -Retrocedió un poco.
– Mierda. Odio la ciencia. -Confiando en la suerte, Eve miró a su ayudante-. ¿A usted qué tal se le da?
– En eso ni siquiera soy competente.
Eve estudió la mezcla de números, cifras y símbolos y cerró los ojos.
– Mi unidad no está programada para esto.-Tendré que llevar la fórmula al laboratorio. -Tamborileó sobre la mesa con impaciencia-. Me huelo que es de esos pol?vos que encontramos, pero ¿cómo es posible que un tipo de segunda como Boomer le echara el guante a algo así? ¿Y quién era su otro preparador? Usted sabía que Boomer era mío, ¿cómo se enteró?
Bregando con la vergüenza, Peabody miró las cifras que había en la pantalla.
– Aparecía en varias listas confeccionadas por usted de informes interdepartamentales sobre casos cerrados.
– ¿Tiene por costumbre leer informes interdeparta?mentales, agente?