Una muerte inmortal
– Tome asiento.
– No, gracias. Seré breve. Acabo de identificar a un ahogado en el depósito. Era Carter Johannsen, uno de mis soplones.
Whitney, hombre de aspecto imponente, rasgos du?ros y ojos cansados, se retrepó en su silla.
– ¿Boomer? Preparaba explosivos para ladrones ca?llejeros. Se quedó sin el índice de la mano derecha.
– La izquierda -corrigió Eve-. Señor.
– La izquierda. -Whitney cruzó las manos sobre la mesa y la miró con detenimiento. Había cometido un error con Eve, un error en un caso que le había afectado a él personalmente. Sabía que ella aún no le había perdo?nado. Contaba con su respeto y con su obediencia, pero la nebulosa amistad que pudo haber existido entre ellos había pasado a la historia.
– Supongo que se trata de un homicidio.
– No tengo el resultado de la autopsia, pero parece que la víctima fue golpeada y estrangulada antes de en?trar en el río. Me gustaría ocuparme del asunto.
– ¿Trabajaba actualmente con él en alguna investiga?ción?
– No, señor. De vez en cuando proporcionaba datos a los de Ilegales. Necesito averiguar con quién trabajaba en ese departamento.
Whitney asintió con la cabeza.
– ¿Cuántos casos tiene ahora, teniente?
– Me las arreglo bien.
– Es decir, no tiene un minuto libre. Dallas, la gente como Johannsen siempre se busca líos, hasta que los en?cuentra. Usted y yo sabemos que el índice de asesinatos crece en época de tanto calor. No puedo dejar que uno de mis mejores investigadores pierda el tiempo en un caso como éste.
Eve sé quedó boquiabierta.
– Boomer era mío. Fuera lo que fuese, comandante, era mío.
La lealtad, pensó el comandante, hacía de la teniente Dallas uno de sus mejores elementos.
– Le doy veinticuatro horas -dijo-. Téngalo abierto en sus archivos hasta setenta y dos. Después tendré que transferir el caso a otro investigador.
Era lo que ella esperaba.
– Me gustaría contar con la agente Peabody.
Él la miró incrédulo.
– ¿Quiere que apruebe un ayudante en un caso así?
– Necesito a Peabody -dijo Eve sin pestañear-. Ha demostrado ser excelente en su trabajo. Va para detecti?ve. Creo que lo conseguirá pronto con un poco de expe?riencia.
– Se la dejo tres días. Si surge algo más importante, las retiro a las dos.
– Sí, señor.
– Dallas -empezó Whitney cuando ella se disponía a marchar. Se tragó su orgullo-. Eve… Aún no he tenido ocasión de desearle lo mejor, personalmente, para su boda.
La sorpresa asomó a los ojos de Eve antes de que pu?diera controlarse.
– Gracias.
– Espero que sea feliz.
– Yo también.
Un poco inquieta, se dirigió por el laberinto de la Central hasta su despacho. Tenía que pedir otro favor.
Antes de coger el teleenlace cerró la puerta para mayor intimidad.
– Feeney, capitán Ryan. División Electrónica de De?tectives.
Sintió alivio cuando la arrugada cara asomó a su pantalla.
– Hoy ha llegado pronto, Feeney.
– Jo, ni siquiera he podido desayunar -repuso Feeney con tono quejumbroso y la boca llena-. Uno de los ter?minales falla un poco y solamente yo puedo arreglarlo.
– Ser indispensable es duro. ¿Podría arreglarme una búsqueda… de forma oficiosa?
– Es mi especialidad. Adelante.
– Alguien se ha cargado a Boomer.
– Vaya. -Dio otro mordisco-. Era un mierda, pero le salían bien las cosas. ¿Cuándo ha sido?
– No estoy segura; lo pescaron del East River esta mañana. Sé que a veces informaba a alguien de Ilegales. ¿Podría averiguarlo?
– Relacionar a un soplón con su preparador es un poco peliagudo, Dallas. En esas cosas hay que extremar las medidas de seguridad.
– ¿Sí o no, Feeney?
– Puedo hacerlo, sí -refunfuñó él-. Pero no quiero que mi nombre salga a relucir. A ningún poli le gusta que miren en sus archivos.
– Dígamelo a mí. Se lo agradezco. Quien lo hizo se empleó a fondo. Si Boomer sabía algo que justificara quitarlo de en medio, no era de mi terreno.
– Entonces será de otro. Ya la llamaré.
Eve se apartó de la pantalla y trató de poner en or?den sus ideas. Evocó la cara hinchada de Boomer. Un tubo o quizá un bate, pensó. Pero puños también. Sabía lo que unos nudillos fuertes podían hacerle a una cara. Lo había experimentado en carne propia. Su difunto pa?dre tenía las manos grandes. Era de las cosas que intentaba fingir que no recordaba. Pero sabía de qué iba: el impacto del golpe antes de que el cerebro registrara el dolor. ¿Qué había sido peor?, ¿las palizas o las viola?ciones? Ambas cosas estaban íntimamente ligadas en su mente, en sus temores.
Y el brazo de Boomer, curiosamente doblado. Roto, se dijo, y dislocado. Tenía un vago recuerdo del espan?toso ruido de un hueso al romperse, la nausea que se su?maba al dolor, el agudo gemido que sustituía al grito cuando alguien te tapaba la boca con una mano.
El sudor frío y el terror de saber que esos puños vol?verían a golpear y golpear hasta matarte. Hasta que uno rezaba al Todopoderoso para morir cuanto antes.
La llamada a la puerta le hizo dar un respingo. Vio a Peabody fuera, con el uniforme recién planchado y la es?palda recta.
Eve se pasó una mano por la boca para tranquilizar?se. Era hora de ponerse a trabajar.
Capitulo Tres
La pensión de Boomer era mejor que otras. El edificio había sido en tiempos un motel de alquiler bajo utilizado por prostitutas antes de que la prostitución fuera aprobada y legalizada. Tenía cuatro pisos y nadie se había molestado en instalar un ascensor ni un deslizador, aunque sí ostenta?ba un mugriento vestíbulo y la dudosa seguridad de una androide de aspecto hosco.
A juzgar por el olor, el departamento de sanidad ha?bía ordenado una reciente exterminación de roedores e insectos.
La androide tenía un tic en el ojo derecho debido a un chip en mal estado, pero enfocó el ojo bueno hacia la placa que le mostraba Eve.
– Todo en regla -proclamó la androide tras el empa?ñado cristal de seguridad-. Aquí no queremos líos.
– Johannsen. -Eve se guardó la placa-. ¿Le ha visita?do alguien últimamente?
El ojo saltón de la androide dio una sacudida.
– No estoy programada para controlar las visitas, sólo para cobrar alquileres y mantener el orden.
– Puedo confiscar sus bancos de memoria y averi?guarlo por mí misma.
La androide no respondió, pero un tenue zumbido indicó que estaba haciendo funcionar su disco duro.
– Johannsen, habitación 3C, no ha regresado desde hace ocho horas y veintiocho minutos. Salió solo. Nadie ha venido a verle en las últimas dos semanas.
– ¿Comunicaciones?
– No utiliza el sistema del edificio. Tiene uno propio.
– Tendré que echar un vistazo a su habitación.
– Tercer piso, segunda puerta a la izquierda. No alarme a los otros inquilinos. Aquí no tenemos pro?blemas.
– Sí, esto es el paraíso. -Eve se encaminó a la escalera, reparando en la madera carcomida por los roedores-. Grabando, Peabody.
– Sí, señor. -Peabody se prendió el magnetófono a la camisa-. Si Boomer estuvo aquí hace ocho horas, no duró gran cosa. Un par de horas a lo sumo.
– Suficiente para liquidarlo. -Eve escrutó las paredes, con sus invitaciones ilegales y sus sugerencias anatómi?camente dudosas. Uno de los autores tenía problemas de ortografía. Pero los mensajes eran clarísimos.
– Un sitio muy acogedor, ¿verdad?
– Me recuerda la casa de mi abuela.
Al llegar a la puerta de la 3C, Eve miró hacia atrás.
– Caramba, Peabody, creo que ha dicho algo gra?cioso.
Mientras Eve se reía disimuladamente y extraía su código maestro, Peabody se ruborizó. Se recompuso para cuando la cerradura cedió.
– Parece que se cerraba por dentro -murmuró Eve mientras abría el último Keligh-500-. Y no con cual?quier cosa. Estos cerrojos cuestan cada uno una semana de mi paga. Y no le han servido de nada. -Suspiró-. Dallas, teniente Eve, entrando en la residencia de la víc?tima. -Abrió la puerta-. Caray, Boomer, qué cerdo eras.