Una muerte inmortal
Roarke la hizo poner encima suyo.
– Llevas una vida muy interesante, sabes.
– Al final, Pandora amenazó a Leonardo: o abando?naba a Mavis o ella echaba por tierra el desfile de modas que él está preparando. Aparentemente Leonardo ha in?vertido en eso todo lo.que tiene, incluido un préstamo sustancioso. Si ella boicotea la presentación, él va a la quiebra.
– Muy típico de ella.
– Cuando Pandora se marchó, Mavis…
– ¿Todavía estabas desnuda?
– Me estaba vistiendo. Mavis optó por un sacrificio supremo. Todo fue muy dramático. Leonardo le declaró su amor, ella se echó a llorar y luego salió corriendo. Jo, me sentía como un mirón con gafas especiales. Hice que Mavis se instalara en mi viejo apartamento, al menos por una noche. No tiene que ir al club hasta mañana.
Roarke sonrió.
– Ah, los viejos dramas. Siempre acaban al borde de un precipicio. ¿Qué piensa hacer tu héroe?
– Menudo héroe -murmuró ella-. Mierda, me cae bien, aunque sea un gallina. Lo que le gustaría hacer es aplastarle la cabeza a Pandora, pero probablemente ce?derá. Es por eso que había pensado decirle a Mavis que se venga a vivir aquí unos días.
– Por supuesto.
– ¿De veras?
– Como tú has dicho a menudo, esta casa es muy grande. Y a mí me cae bien Mavis.
– Ya lo sé. -Eve le dedicó una de sus rápidas y ex?trañas sonrisas-. Gracias. Bueno, ¿y a ti cómo te ha ido?
– He comprado un pequeño planeta. Es broma -dijo al ver que ella se quedaba boquiabierta-. Lo que sí he hecho es negociar la compra de una comuna agrícola en Taurus Five.
– ¿Agrícola, dices?
– La gente tiene que comer. Reestructurándola un poco, la comuna podría proporcionar grano a las colo?nias manufactureras de Marte, donde tengo un negocio importante. Así, una cosa va por la otra.
– Si tú lo dices. Y siguiendo con Pandora…
Roarke la hizo rodar y le quitó la camisa que ya le había desabrochado.
– No creas que me has despistado -le dijo ella-. ¿Cuánto es «breve» para ti?
Él hizo una especie de encogimiento de hombros y empezó a mordisquearle el cuello.
– Una noche, una semana… -Su cuerpo subió de temperatura cuando él puso los labios sobre un pecho-. Un mes… Oye, ahora sí me estás distrayendo.
– Puedo hacerlo mejor -prometió él. Y lo cumplió.
Visitar el depósito de cadáveres era una mala forma de empezar el día. Eve recorrió los silenciosos pasillos em?baldosados de blanco procurando no sentirse molesta porque la hubieran llamado para ver un cadáver a las seis de la mañana.
Y, encima, era un ahogado.
Se detuvo ante una puerta, mostró su placa a la cámara de seguridad y esperó a que le dieran acceso elec?trónico.
Una vez dentro, vio a un técnico frente a un muro de contenedores refrigerados. Estarían casi todos ocupa?dos, pensó. En verano moría mucha gente. -¿Teniente Dallas? -La misma. Tiene algo para mí, creo. -Acaba de entrar. -Con la despreocupada alegría de su profesión, el hombre se aproximó a un cajón y marcó el código para visionar. La cerradura y la refrigeración quedaron desconectadas, y el cajón (con su ocupante) se deslizó hacia fuera entre una neblina helada-. La agente en cuestión creyó reconocerlo como uno de sus colabo?radores.
– Ya. -A la defensiva, Eve tomó aire y exhaló varias veces. Contemplar la muerte violenta no era nuevo para ella. Ignoraba si habría podido explicar que resultaba más fácil, cuando no menos personal, examinar un cuer?po allí donde había fenecido. En el prístino y casi virgi?nal entorno del depósito, la cosa resultaba mucho más obscena.
– Johannsen, Carter. Alias Boomer. Última direc?ción conocida, una pensión en Beacon. Ladrón de poca monta, soplón profesional, traficante ocasional de ilega?les, una excusa lamentable para un humanoide. -Eve suspiró mientras examinaba lo que quedaba del muer?to-. Caray, Boomer, ¿pero qué te han hecho?
– Instrumento romo -dijo el técnico, tomándose en serio la pregunta-. Posiblemente un tubo o un bate del?gado. Habrá que hacer más pruebas. Mucho forcejeo. Sólo estuvo un par de horas en el río; las contusiones y laceraciones están a la vista.
Eve desconectó, dejando que el otro se diera impor?tancia. No necesitaba a nadie para entender lo que había pasado.
Boomer nunca había sido guapo, pero le habían desfigurado la cara. Había sido golpeado brutalmente; la nariz aplastada, la boca casi borrada a golpes y tumefac?ta. Los cardenales en el cuello indicaban estrangula-miento, así como los vasos sanguíneos rotos que salpica?ban de lunares el resto de la cara.
Su torso estaba morado, y por el modo en que des?cansaba su cuerpo Eve adivinó que le habían partido el brazo. El dedo que faltaba en la mano izquierda era una vieja herida de guerra; recordó que él solía presumir de dio.
Alguien fuerte, furioso y decidido se había cargado al pobre y patético Boomer.
– La agente verificó las huellas parciales que la vícti?ma había dejado como identificación.
– Bien. Mándeme una copia de la autopsia. -Eve se dio la vuelta para marchar-. ¿Quién es la agente que ha hablado conmigo?
El técnico sacó su libreta y pulsó unas teclas:
– Peabody, Delia.
– Peabody. -Por primera vez, Eve sonrió levemen?te-. Es una chica activa. Si alguien pregunta por el muer?to, quiero saberlo enseguida.
Camino de la Central, Eve contactó con Peabody. La cara seria y serena de la agente apareció en pantalla.
– Dallas.
– Sí, teniente.
– Usted encontró a Johannsen.
– Señor. Estoy terminando mi informe. Puedo en?viarle una copia.
– Se lo agradeceré. ¿Cómo le identificó?
– Llevaba un porta-ident en mi equipo, señor. Le tomé las huellas. Sus dedos estaban muy magullados, así que sólo conseguí un parcial, pero todo apuntaba a Jo?hannsen. He sabido que hace tiempo fue uno de sus in?formadores…
– Así es. Buen trabajo, Peabody.
– Gracias, señor.
– Peabody, ¿le interesaría ser mi ayudante en el caso?
El control falló un instante, lo suficiente para mos?trar un brillo en los ojos de la agente.
– Sí, señor. ¿Es usted el primer investigador?
– Boomer era mío -dijo Eve sin más-. Este caso lo soluciono yo. Dentro de una hora en mi despacho, Pea?body.
– Sí, señor. Gracias, señor,
– Sólo Dallas -murmuró Eve-. ¿Está claro?
Pero Peabody ya había interrumpido la transmisión.
Eve miró la hora, bufó ante la lentitud del tráfico y dio un rodeo de tres manzanas hasta una cafetería para vehícu?los. El local era ligeramente menos feo que el de la Cen?tral de Policía. Animada por ello y por lo que supuesta?mente era un bollo dulce, dejó su vehículo y se dispuso a informar a su jefe.
Mientras subía en el ascensor, notó que la espalda se le ponía rígida. Decirse que la cosa no tenía importancia, que ya era agua pasada, no pareció surtir efecto. El re?sentimiento y el daño que había generado un caso pre?vio no desaparecerían jamás del todo.
Entró en el vestíbulo de administración, con sus aje?treadas consolas, sus paredes oscuras y sus moquetas raí?das. Se anunció ante la recepción del comandante Whitney, y la aburrida voz de un portero electrónico le pidió que esperase.
Eve prefirió quedarse donde estaba que ir a mirar por la ventana o matar el rato con una de las vetustas máquinas de discos. La pantalla que tenía detrás vomitaba noticias sin volumen. De todos modos, no le habrían interesado.
Semanas atrás había tenido oportunidad de hartarse de los media. Pensó que, al menos, alguien tan bajo en la escala alimenticia como Boomer no generaría mucha publicidad. La muerte de un soplón no elevaba el índice de audiencia.
– El comandante Whitney la verá ahora, Dallas, te?niente Eve.
La puerta de seguridad se abrió automáticamente y Eve torció hacia el despacho de Whitney.
– Teniente.
– Comandante. Gracias por recibirme.