Una muerte inmortal
Cuando llegaran a su hotel, comprobarían que les faltaban unos cuantos créditos. Si Eve hubiera tenido tiempo y sitio para aparcar, habría perseguido al ladrón. Pero éste se perdió entre la multitud con su monopatín de aire en un abrir y cerrar de ojos.
Así era Nueva York, pensó Eve con una sonrisa. Ha?bía que tomarlo tal como era. Le encantaba el barullo de gente, el ruido, el frenesí constante de la metrópoli. Si la soledad era rara, la intimidad era imposible. Por eso se había mudado aquí hacía años. Tampoco es que fuera un ser muy sociable, pero demasiado espacio y demasiado aislamiento la ponían nerviosa.
Había venido a Nueva York para ser policía, por?que creía en el orden y lo necesitaba para sobrevivir. Su desdichada infancia llena de ultrajes, con sus espa?cios en blanco y sus esquinas lúgubres, no se podía cambiar. Pero ella sí había cambiado. Ahora controlaba la situación, había conseguido, ser la persona que un anónimo asistente social había bautizado como Eve Dallas.
Ahora estaba cambiando otra vez. Dentro de unas semanas dejaría de ser Eve Dallas, teniente de homici?dios, para convertirse en la esposa de Roarke. Cómo ha?ría para compaginar ambas cosas era algo más misterio?so que cualquiera de los casos que habían caído sobre su mesa de despacho.
Ninguno de los dos sabía qué era ser familia, tener familia, crear una familia. Conocían la crueldad, los abu?sos, el abandono. Se preguntaba si por eso estaban jun?tos. Ambos comprendían qué significaba no tener nada, no ser nada, conocían el miedo y la desesperación; y am?bos habían salido adelante.
¿Era sólo la mutua necesidad lo que los unía? Nece?sidad de sexo, de amor, y la mezcla de ambas cosas que ella nunca había creído factible antes de conocer a Roar?ke? Una buena pregunta para la doctora Mira, se dijo, pensando en la psiquiatra a la que acudía de vez en cuando.
Pero decidió que, de momento, no iba a pensar en el futuro ni en el pasado. Para complicaciones ya estaba el presente.
A tres manzanas de Green Street encontró un sitio donde aparcar. Tras buscar en sus bolsillos, reunió las fi?chas dé crédito que el avejentado parquímetro le exigía con su estúpido sonsonete lleno de interferencias e in?trodujo lo suficiente para dos horas. Si tardaba más, sería que estaba lista para la sala de tranquilización, y una multa no le importaría.
Respiró hondo y escrutó la zona. No solía ir por tra?bajo a esta zona de la ciudad. Había asesinatos en todas partes, pero Soho era un elegante bastión de gente joven y esforzada que prefería dirimir sus diferencias ante una copa de vino barato o una taza de café solo.
Ahora mismo, Soho estaba en pleno verano. Las flo?risterías rebosaban de rosas, las clásicas rivalizando con las híbridas. El tráfico se arrastraba lentamente por la ca?lle, zumbaba en lo alto, resoplaba un poco en los des?vencijados pasos elevados. Los peatones iban en su ma?yoría por las aceras turísticas, aunque los deslizadores estaban atestados. Saltaban a la vista las holgadas pren?das recién llegadas de Europa, con elegantes sandalias y tocados y brillantes cuerdas colgando de los 'lóbulos hasta los omóplatos.
Artistas del óleo, la acuarela y la cibernética prego?naban sus artículos en las esquinas y frente a los escapa?rates, compitiendo con los vendedores que prometían fruta híbrida, yogures helados o purés de hortalizas li?bres de conservantes.
Miembros de la Secta Pura, típico producto del Soho, se deslizaban en sus larguísimas túnicas blancas con los ojos llameantes y las cabezas afeitadas. Eve dio unos cuantos discos a un suplicante muy entusiasta y fue recompensada con una piedra reluciente.
– Amor puro -le ofreció el hombre-. Pura alegría.
– Sí, vale -murmuró ella, y pasó de largo.
Hubo de volver sobre sus pasos para encontrar la casa de Leonardo's. El próspero diseñador tenía un apar?tamento grande en un tercer piso. La ventana que daba a la calle estaba atiborrada de manchas de color que le hicieron tragar saliva de puro nerviosismo. Los gustos de Eve iban más por lo sencillo: lo hortera, según Mavis.
Mientras tomaba el deslizador para acercarse, no le pareció que Leonardo se inclinara por una cosa ni por la otra. El nudo en el estómago hizo una nueva aparición cuando Eve contempló el despliegue de plumas y cuen?tas y trajes unisex de caucho teñido. Por más gusto que pudiera proporcionarle provocar en Roarke un respin?go, ella no pensaba casarse de caucho fluorescente. Ha?bía muchas más cosas. Daba la impresión de que Leonar?do creía firmemente en la publicidad. Su obra maestra, un fantasmagórico maniquí sin rostro, estaba envuelto en un surtido de pañuelos transparentes que rielaban con tal dramatismo que hasta la tela parecía tener vida.
Eve casi puso sentirla sobre la piel. Uf, pensó. Ni loca me pondría eso. Dio media vuelta pensando en es?capar, pero se topó con Mavis.
– Sus diseños son realmente glaciales. -Mavis pasó un brazo amistoso por la cintura de Eve para frenarla y contempló la ventana.
– Mira, Mavis…
– Y no sabes lo creativo que es. Le he visto trabajar en la pantalla. Es increíble.
– Increíble, sí. Estoy pensando que…
– Leonardo comprende el alma interior -se apresuró a decir Mavis. Ella comprendía el alma de Eve, y sabía que su amiga estaba a punto de salir pitando.
Mavis Freestone, delgada como un hada en su jubón blanco y dorado y sus plataformas de aire de siete centí?metros, echó hacia atrás la rizada melena negra con fran?jas blancas, evaluó a su oponente y sonrió:
– Hará de ti la novia más excitante de todo Nueva York.
– Mavis. -Eve achicó los ojos para impedir una nue?va interrupción-. Yo solo quiero algo que no me haga sentir como una idiota.
Mavis la miró radiante, y el nuevo corazón alado que llevaba tatuado en el bíceps palpitó al llevarse ella la mano al pecho.
– Dallas, confía en mí.
– No -dijo Eve mientras ella la empujaba de vuelta al deslizador-. En serio, Mavis. Prefiero pedir algo en pan?talla.
– Será sobre mi cadáver -musitó Mavis, yendo hacia la entrada principal mientras tiraba de su amiga-. Lo menos que puedes hacer es echar un vistazo, hablar con él. Dale una oportunidad. -Adelantó el labio inferior, un arma formidable cuando se lo pintaba de magenta-. No seas boba, Dallas.
– Está bien. Ya que he venido…
Animada por esta respuesta, Mavis se llegó ante la cámara de seguridad:
– Mavis Freestone y Eve Dallas, para Leonardo.
La puerta exterior se abrió con un rechinar metálico. Mavis salió disparada hacia el vetusto ascensor de rejilla metálica.
– Este sitio es realmente retro. Creo que Leonardo lo conservará aun después de que haya triunfado. Ya sabes, la excentricidad del artista y todo eso.
– Ya. -Eve cerró los ojos y rezó mientras el ascensor empezaba a subir dando brincos. De bajada utilizaría las escaleras, eso seguro.
– Tú procura ser abierta -le aconsejó Mavis- y deja que Leonardo se ocupe de ti. ¡Cariño! -Salió literalmente flotando del ascensor para entrar a una sala abarrotada y llena de colorido. Eve no pudo por menos de admirarla.
– Mavis, paloma mía.
Entonces Eve se quedó de piedra. El hombre con nombre de artista medía al menos un metro noventa y dos y tenía la complexión de un maxibús. Enormes bí?ceps sobresalían de una túnica sin mangas con el colori?do arrasador de un atardecer marciano. Su cara era an?cha como la luna y su tez cobriza cubría como un parche de tambor unos pómulos más que prominentes. Llevaba junto a su deslumbrante sonrisa una pequeña piedra que guiñaba, y sus ojos eran como dos monedas de oro.
Levantó a Mavis en vilo y dio una rápida y graciosa vuelta con ella. Y luego la besó largamente, con fuerza, de una forma que convenció a Eve de que entre ambos había mucho más que un mero amor por el arte y la moda.
– Oh, Leonardo… -Dichosa como una tonta, Mavis pasó sus dedos de doradas uñas por los largos y prietos rizos de él.