Una muerte inmortal
– Muñeca.
Eve consiguió refrenar las náuseas mientras ellos se arrullaban, pero puso los ojos en blanco. Mavis se había vuelto a enamorar.
– Tu pelo es fantástico. -Leonardo pasó unos dedos como salchichas por la pelambrera a franjas de Mavis.
– Sabía que te iba a gustar. Ésta es… -Hubo una pau?sa teatral, como si Mavis fuera a presentar a su schnauzer- mi amiga Dallas.
– Ah, sí, la novia. Encantado de conocerla, teniente Dallas. -Sin soltar a Mavis, alargó el otro brazo para es?trechar la mano de Eve-. Mavis me ha hablado mucho de usted.
– Sí, claro. -Eve miró de reojo a su amiga-. En cam?bio, de usted no me ha contado gran cosa.
Él soltó una carcajada que vibró en los oídos de Eve.
– Mi palomita es muy reservada a veces. Voy por los refrescos -dijo él, y se dio la vuelta en una nube de color e inesperado garbo.
– Es maravilloso, ¿verdad? -susurró Mavis, la mirada perdida de amor.
– ¿Te acuestas con él?
– No sabes lo ingenioso que es. Y lo… -Mavis exhaló el aire, se palmeó el pecho-. Es un artista del sexo.
– No te molestes en contármelo. Paso de saber nada. -Juntando las cejas, Eve examinó la sala.
Era un espacio grande, de techo alto, repleto de mues?tras de telas y materiales. Arco iris fucsia, cascadas de éba?no, charcas color chartreuse goteaban del techo, por las paredes, sobre las mesas y los brazos de las butacas.
– Dios mío -acertó a decir.
Por todas partes se amontonaban fuentes y bandejas con cintas y botones de todas clases. Corpiños, cinturones, sombreros y velos se sumaban a conjuntos a medio terminar hechos de materiales brillantes. El sitio olía como un campo de incienso dentro de una floristería.
Eve estaba aterrada. Un poco pálida, se dio la vuelta.
– Mavis, yo te quiero. Tal vez no te lo había dicho antes, pero así es. Y ahora, me voy.
– Dallas. -Sofocando una carcajada, su amiga la retu?vo por el brazo. Para ser menuda, era asombrosamente fuerte-. Tranquila. Tómate un respiro. Te garantizo que Leonardo te va a arreglar de maravilla.
– Eso es lo que me temo, Mavis. ¡Y cómo!
– Té con hielo y limón -anunció Leonardo con voz cantarina al entrar por el cortinaje de seda de imitación portando una bandeja y vasos-. Por favor, siéntese. Pri?mero nos relajaremos un poco, para conocernos el uno al otro.
Con la mirada puesta en la puerta, Eve se acercó a una silla.
– Mire, Leonardo, puede que Mavis no se haya expli?cado bien. Verá, yo…
– Usted es inspectora de homicidios. He leído cosas de usted -musitó Leonardo, aposentándose en un sofá de lados curvos con Mavis casi en su regazo-. Su último caso tuvo un gran eco en los media. Debo confesar que quedé fascinado. Usted trabaja con rompecabezas, te?niente, igual que yo.
Eve probó el té y casi parpadeó al descubrir que es?taba buenísimo.
– No me diga.
– Pues claro. Veo a una mujer e imagino cómo me gustaría que vistiese. Después descubro quién es, a qué se dedica, cómo vive. Sus esperanzas, sus fantasías, la vi?sión que tiene de sí misma. Luego he de reunir todas las piezas del rompecabezas para conseguir el look adecua?do: la imagen. Al principio es como un misterio que es?toy obligado a resolver.
Mavis suspiró lascivamente:
– ¿Verdad que es magnífico, Dallas?
Leonardo rió entre dientes y pellizcó la oreja de su amada.
– Tu amiga está preocupada, cariño. Cree que la voy a vestir de rosa eléctrico y lentejuelas.
– No estaría mal.
– Para ti sí. -Él volvió a mirar a Eve-. Así que va a ca?sarse con el poderoso y escurridizo Roarke.
– Eso parece -masculló Eve.
– Le conoció por el caso DeBlass, ¿correcto? Y con?siguió intrigarle con sus ojos de ámbar y su sonrisa seria.
– Yo no diría que…
– Usted no -prosiguió él-, porque usted no se ve como él la ve a usted. O como yo. Fuerte, valiente, preo?cupada, formal.
– ¿Usted es modisto o analista? -inquirió Eve.
– No se puede ser lo uno sin ser lo otro. Dígame, te?niente, ¿cómo la consiguió Roarke?
– Yo no soy un premio -espetó Eve, apartando el vaso.
– Estupendo. -Él juntó las manos y casi se echó a llo?rar-. Ardor e independencia, un poquito de miedo. Será una espléndida novia. Y ahora, a trabajar. -Se puso en pie-. Venga conmigo.
– Oiga -dijo ella, levantándose-, no vale la pena que perdamos el tiempo. Sólo voy a…
– Acompáñeme -insistió él cogiéndole de la mano.
– Dale una oportunidad, Eve.
Por Mavis, dejó que Leonardo la condujera entre cascadas de telas y materiales a una sala de trabajo igual?mente atestada en un rincón del apartamento.
£1 ordenador la hizo sentirse más a gusto. Esas cosas las entendía bien. Pero los dibujos que había generado, y que estaban prendidos hasta en el último espacio libre, la desanimaron de golpe.
El fucsia y las lentejuelas habrían sido un consuelo.
Los maniquíes, con sus largos y exagerados cuerpos, parecían mutantes. Algunos lucían plumas, otros pie?dras. Había varios que llevaban algo parecido a ropa, pero de estilos tan monstruosos -cuellos puntiagudos, faldas del tamaño de una manopla, trajes ceñidos como una segunda piel- que parecían participantes de un des?file de Halloween.
– Ejemplos para mi primer show. La alta costura es un rasgo de la realidad, comprende. Lo osado, lo único, lo imposible.
– Me encantan.
Eve frunció el labio mirando a Mavis y cruzó los brazos.
– Será una ceremonia sencilla, en casa.
– Hum. -Leonardo se había sentado a su ordenador y utilizaba el teclado con pericia-. Ahora esto… -Sacó una imagen que le heló la sangre a Eve.
El vestido era de color orina, con volantes de un ma?rrón fango desde el cuello festoneado hasta los bajos como punta de cuchillo de los que pendían piedras co?mo puños de niño. Las mangas eran tan apretadas que Eve estaba segura de que quien las llevara perdería toda sensibilidad en los dedos. Finalmente, pudo ver en la pantalla la parte posterior del vestido, con un corte más abajo de la cintura y ribetes de plumas flotantes.
– …esto no es para usted -concluyó Leonardo, y se permitió una carcajada al ver la cara que ponía Eve-. Le pido disculpas. No he podido evitarlo. Para usted… sólo un bosquejo, ya me entiende. Fino, largo y sencillo. Como una columna. Y no demasiado frágil.
Siguió hablando mientras trabajaba. La pantalla em?pezó a mostrar líneas y formas. Eve observaba con las manos hundidas en los bolsillos.
Parecía tan fácil, pensó. Líneas largas, el más sutil de los acentos en el corpiño, mangas que cayeran con sua?vidad, redondeadas a la altura de la mano. Todavía in?quieta, esperó a que él empezara a añadir todo lo superfluo.
– Primero jugaremos un poco -dijo él, ausente, sa?cando en la pantalla una espalda tan elegante y pulcra como la parte delantera, con un corte hasta las rodillas-. ¿Qué hacemos con el pelo…? -añadió parándose a mi?rarla un momento.
Habituada a comentarios despectivos, Eve se mesó el cabello.
– Puedo tapármelo si hace falta.
– Oh, no, no. Le queda bien.
Ella bajó la mano, sorprendida:
– ¿De veras?
– Claro. Necesitará un poco de moldeado. Conozco un tipo que… -Desechó la idea-. Pero el color, esos to?nos castaños y dorados; y el estilo corto, no del todo do?mesticado, le queda muy bien. Un par de tijeretazos bastarán. -La estudió con ojos entrecerrados-. No, ni toca ni velo. Basta con su cara. Bien, color y material: ha de ser seda, y que pese. -Hizo una pequeña mueca-. Me ha dicho Mavis que Roarke no paga el vestido.
Eve se irguió:
– El vestido es mío.
– No hay quien le saque esa idea de la cabeza -terció Mavis-. Como si a Roarke le importaran unos millares de créditos.
– No se trata de eso…
– Claro que no. -Él sonrió de nuevo-. Bien, ya lo arreglaremos. ¿Color? Blanco creo que no, demasiado severo para su tono de piel.
Apretando los labios, usó su tecla de paleta y experi?mentó. Fascinada a su pesar, Eve vio cómo el boceto pa?saba de blanco nieve a crema, a azul claro, a verde inten?so con un arco iris en medio. Aunque Mavis no paraba de exclamar «oh» y «ah», él sólo meneaba la cabeza.