Una muerte inmortal
– Entonces es que no consumía -musitó Eve-. Boomer se dedicaba a mezclar, pero tenía una bolsa enorme de mierda y no se le ocurrió probarla. ¿Qué opina de eso, Peabody?
– Por el estado de su pensión y la declaración del androide, sabemos que tuvo tiempo y oportunidad de probar el polvo. En su expediente consta adicción crónica aunque de menor grado. Yo deduzco que sa?bía o sospechaba algo de esa sustancia que le disua?dió.
– Eso mismo creo yo. ¿Qué ha sacado de Casto?
– Asegura que está a dos velas. Se ha mostrado coo?perador, pero no comunicativo, proporcionando infor?mación y teorías varias.
Eve no pudo por menos de menear la cabeza.
– ¿Es que se le ha insinuado, Peabody?
La agente siguió mirando al frente, entrecerrados le?vemente los ojos bajo el flequillo curvo.
– No ha exhibido un comportamiento impropio.
– Olvide esa jerga, no le he preguntado eso.
El rubor encendió el cuello del uniforme azul de Pe?abody.
– Ha mostrado cierto interés personal.
– Hija mía, parece usted policía. Ese interés personal, ¿es recíproco?
– Podría decirse que sí, si no fuera porque sospecho que el sujeto tiene un interés mucho más personal en mi inmediato superior. -Peabody la miró-. Lo tiene usted en el bote.
– Pues ahí se va a quedar. -Eve no consiguió, sin em?bargo, sentirse del todo disgustada-. Mi interés personal está en otra parte. Es un guapísimo hijo de la gran puta, ¿verdad?
– Se me hincha la lengua en la boca cada vez que me mira.
– Mmmm. -Eve pasó la suya por sus dientes a título experimental-. Pues láncese.
– No estoy preparada para una relación sentimental en estos momentos.
– ¿Pero quién diantre ha dicho nada de una relación? Fólleselo un par de veces, mujer.
– Prefiero el afecto y la camaradería en los encuen?tros sexuales -repuso secamente Peabody-. Señor.
– Ya. Es otro sistema. -Suspiró. Le costaba un es?fuerzo supremo impedir que su mente pensara en Mavis, pero intentó concentrarse-. Sólo estaba tomándole el pelo, Peabody. Sé lo que es estar haciendo tu trabajo y que un tío te mire de esa manera. Lamento que se en?cuentre a disgusto trabajando con él, pero la necesito.
– No hay problema. -Relajándose un poco, Peabody sonrió-. Y no es precisamente un sacrificio mirarle. -Alzó la vista mientras Eve entraba en el aparcamiento subterráneo de una torre blanca en la Quinta Avenida-. ¿Este edificio no es de Roarke?
– La mayoría lo son. -El portero electrónico exami?nó el vehículo y le dio acceso-. Aquí tiene su despacho principal. Y es también la sede de Redford Productions en Nueva York. Tengo una entrevista con él acerca de Pandora. -Eve entró en la plaza para personalidades que Roarke le había buscado y cerró el coche-. Oficialmente no está ligada a este caso, Peabody, pero sí a mí. Feeney está hasta el cuello de datos y yo necesito otro par de oí?dos. ¿Alguna objeción?
– No se me ocurre ninguna, teniente.
– Dallas -le recordó al salir del coche.
La barrera de seguridad se cerró en torno al vehículo para protegerlo de arañazos y robos. Como si el coche, pensó amargamente Eve, no tuviera ya tantos arañazos que hasta un ladrón se insultaría a sí mismo por mirarlo dos veces. Fue con paso decidido hacia el ascensor pri?vado, introdujo su código e intentó no parecer turbada.
– Así ahorramos tiempo.
Peabody se quedó boquiabierta cuando entraron a un espacio generosamente enmoquetado. El ascensor era de seis personas y exhibía un lujurioso despliegue de fra?gantes hibiscus.
– A mí me encanta ahorrar tiempo -dijo Peabody.
– Planta treinta y cinco -solicitó Eve-. Redford Productions, oficinas de dirección.
– Planta tres-cinco -registró el ordenador-. Cua?drante este, nivel de dirección.
– Pandora celebró una pequeña fiesta la noche de su muerte -empezó Eve-. Redford pudo ser la última per?sona que la vio con vida. Jerry Fitzgerald y Justin Young estuvieron también, pero partieron poco después de la pelea entre Mavis Freestone y Pandora. Tienen una coar?tada mutua para el resto de la noche. Redford se quedó un rato en la casa. Si Fitzgerald y Young no mienten, son inocentes. Yo sé que Mavis dice la verdad. -Esperó un segundo, pero Peabody no hizo comentario alguno-. Así que vamos a ver qué sacamos del productor.
El ascensor se puso suavemente en horizontal, desli?zándose hacia el este. Al abrirse las puertas, el ruido inundó el espacio interior.
Era evidente que a los empleados de Redford les gustaba trabajar con música rock. Salía de los altavoces camuflados llenando el aire de energía. Dos hombres y una mujer trabajaban ante una consola circular, charlan?do animadamente por enlaces y mirando sus respectivos monitores.
En la zona de espera de la derecha parecía haber una especie de fiesta. Varias personas estaban allí reunidas, bebiendo de pequeños vasos o mordisqueando minús?culas pastas. El sonido de las carcajadas y las conversa?ciones subrayaba la música animada.
– Parece una escena de una de sus películas -dijo Peabody.
– Viva Hollywood. -Eve se acercó a la consola y ex?trajo su placa. Escogió al recepcionista que parecía me?nos obsesivamente absorto de los tres -. Teniente Da?llas. Tengo una cita con el señor Redford.
– Sí, teniente. -El hombre (aunque podría haber sido un dios de cara cincelada) sonrió con ganas-. Le diré que está aquí. Sírvanse lo que gusten, por favor.
– ¿Le apetece un bocado, Peabody?
– Esas pastas tienen buena pinta. Podríamos coger algunas cuando salgamos.
– A eso le llamo yo telepatía.
– El señor Redford estará encantado de recibirla ahora, teniente. -El moderno Apolo levantó una parte de la consola y se metió dentro-. Permítame que las acompañe.
Cruzaron una puerta de cristales ahumados tras la cual el ruido cambió a disputa verbal. A cada lado del pasillo había puertas abiertas, con hombres y mujeres sentados, yendo de un lado al otro o tumbados en sofás, charlando.
– ¿Cuántas veces he oído ese argumento, JT? Suena a primer milenio.
– Necesitamos una cara nueva, tipo la Garbo con un poco de candor infantil.
– La gente no quiere nada profundo, cariño. Dales a escoger entre el océano y un charco, y se lanzan al char?co. Somos como niños.
Llegaron a unas puertas de plata centelleante. El guía las abrió con gesto dramático.
– Sus invitados, señor Redford.
– Gracias, César.
– César -murmuró Eve-. No iba muy equivocada.
– Teniente Dallas. -Paul Redford se levantó de una workstation en forma de U y tan plateada como las puertas. El suelo, liso como el cristal, estaba decorado con espirales de color. Al fondo había la esperada vista espectacular de la ciudad. Su mano estrechó la de Eve con fácil y ensayada calidez-. Muchas gracias por acce?der a venir aquí. Estoy todo el día metido en reuniones y me resultaba mucho más cómodo que desplazarme yo.
– No pasa nada. Mi ayudante, la agente Peabody.
La sonrisa, tan serena y practicada como el apretón de manos, las abarcó a ambas.
– Siéntense, por favor. ¿Puedo ofrecerles algo?
– Sólo información. -Eve echó un vistazo a los asien?tos y pestañeó. Todo eran animales: sillas, sofás y tabu?retes, en forma de tigres, perros, jirafas.
– Mi primera esposa era decoradora -explicó Red?ford-. Tras el divorcio, decidí quedarme con todo esto. Es el mejor recuerdo de esa época de mi vida. -Escogió un basset y apoyó los pies en un cojín con forma de gato ovillado-. ¿Quiere que hablemos de Pandora?
– Así es. -Si habían sido amantes, como se rumorea?ba, no daba la impresión de estar muy apenado. Tampo?co parecía afectarle que le interrogara la policía. Redford era el perfecto anfitrión embutido en cinco mil dólares de traje de lino y unos mocasines italianos color mantequilla derretida.
Era, pensó Eve para sus adentros, tan amante de la pantalla como cualquiera de los actores que contrataba.