Una muerte inmortal
– Ha respondido la primera parte correctamente. ¿Quiere intentar la segunda y doblar su premio? ¿Cómo murieron los dos?
Peabody esbozó la más liviana de las sonrisas:
– A palos.
– Y ahora el gran premio: tercera parte de la pregun?ta. ¿Qué relación hay entre estos dos asesinatos aparen?temente sin conexión?
Peabody miró al monitor:
– El elemento X.
– Premio. Transmite ese informe a mi oficina, Dic?kie. A la mía -repitió cuando él la miró inquisitivamen?te-. Si llaman de Ilegales, tú no sabes nada nuevo.
– Oye, no puedo esconder datos…
– Muy bien. -Eve dio media vuelta-. Haré que te traigan esas localidades a las cinco.
– Usted lo sabía -dijo Peabody mientras tomaban el des?lizador aéreo para ir al sector de Homicidios-. Cuando estábamos en el apartamento de Pandora. No encontró la caja, pero sabía lo que había dentro.
– Sospechaba -dijo Eve- que era una mezcla nueva, que intensificaba la potencia sexual y la fuerza física. -Consultó su reloj-. He tenido la suerte de trabajar en los dos casos a la vez, de estar pendiente de los dos. Te?mía estar complicando las cosas, pero entonces empecé a hacerme preguntas. Vi los dos cuerpos, Peabody. Era el mismo tipo de exceso, la misma crueldad.
– Yo no creo que fuera cuestión de suerte. También estuve en las dos escenas, y he estado a dos velas todo el rato.
– Pero aprende muy rápido. -Eve saltó del desliza?dor para tomar el ascensor hasta su nivel-. No le dé mu?chas vueltas, Peabody. Yo llevo en esta profesión el do?ble de tiempo que usted.
Peabody entró en el tubo de cristal y miró desintere?sadamente la ciudad a sus pies.
– ¿Por qué me ha hecho intervenir en el caso?
– Usted tiene cerebro y sangre fría. Es lo mismo que me dijo Feeney cuando me puso a sus órdenes. En Homi?cidios. Dos adolescentes acuchillados y lanzados a la ram?pa de la Segunda con la Veinticinco. Yo también estuve unos días a dos velas. Pero encontré un resquicio de luz.
– ¿Cómo supo que quería servir en Homicidios?
Eve salió del tubo y torció por el pasillo en dirección a su despacho.
– Porque la muerte es insultante. Y cuando encima te meten prisas, es el peor insulto de todos. Vamos a tomar un par de cafés. Quiero poner todo esto por escrito an?tes de llevárselo al comandante.
– Supongo que no podríamos comer nada.
Eve le sonrió volviendo la cabeza.
– No sé qué habrá en mi AutoChef, pero… -Calló al entrar en el despacho y encontrarse a Casto sentado con sus largas piernas embutidas en los consabidos téjanos encima de la mesa y cruzadas por los tobillos-. Vaya, Casto, Jake T., como en casa, ¿eh?
– La estaba esperando, muñeca. -Guiñó un ojo a Eve y sonrió arrebatadoramente a Peabody-. Qué tal, DeeDee.
– ¿DeeDee? -murmuró Eve, y se dispuso a encargar café.
– Teniente. -La voz de Peabody sonó dura como el hierro, pero sus mejillas se habían sonrosado.
– Al que le toca trabajar con un par de polis que ade?más de listas están de buen ver es un tío con suerte. ¿Puedo tomar yo una taza, Eve? Cargado, solo y dulce.
– Puede tomar café, Casto, pero no tengo tiempo para consultas. He de revisar papeleo, y tengo una cita dentro de un par de horas.
– Seré breve. -Pero no se movió de sitio cuando ella le pasó el café-. He estado intentando meterle prisa a Dickie. Ese tío es más lento que una tortuga coja. Como usted es primer investigador, pensaba que podría requi?sar una muestra para mí. Tengo un laboratorio privado para estas ocasiones. Son muy rápidos.
– Creo que no será buena idea sacar este caso del de?partamento, Casto.
– Ese laboratorio está aprobado por Ilegales.
– Me refiero a Homicidios. Vamos a darle un poco más de tiempo a Dickie. Boomer ya no puede moverse.
– Vale, usted está al mando. Es que me gustaría ter?minar pronto este caso. Deja muy mal sabor de boca. No como este café. -Cerró los ojos y suspiró-. Santo Dios, ¿de dónde lo saca? Es verdadero oro.
– Relaciones que tiene una.
– Ah, ese novio rico, claro. -Saboreó otro sorbo-. Cualquier hombre se sentiría tentado de seducirla con una cerveza fría y una enchilada.
– Lo mío es el café, Casto.
– No le culpo. -Desvió la mirada hacia Peabody-. ¿Qué dice usted, DeeDee? ¿Le apetece una cerveza he?lada?
– La agente Peabody está de servicio -dijo Eve vien?do que Peabody sólo tartamudeaba-. Tenemos trabajo, Casto.
– Les dejo trabajar, entonces. -Descruzó las piernas y se puso en pie-. ¿Por qué no me telefonea cuando esté libre, DeeDee? Sé un sitio donde hacen la mejor cocina mejicana a este lado de río Grande. Eve, si cambia de opinión sobre esa muestra, hágamelo saber.
– Cierre la puerta, Peabody -ordenó Eve al salir Cas?to-. Y séquese la baba del mentón, mujer.
Desconcertada, Peabody levantó una mano y al no?tar que tenía la barbilla seca, su humor no mejoró un ápice.
– Eso no tiene gracia. Señor.
– Basta ya de «señor». Cualquiera que responda al nombre de DeeDee pierde cinco puntos en la escala de dignidad. -Eve se dejó caer en la butaca recién abando?nada por Casto-. ¿Qué demonios quería?
– Creía que lo había dicho claro.
– No, la razón de que estuviera aquí no era sólo esa. -Se inclinó para conectar la máquina. Un rápido vistazo a seguridad no mostró resquicio alguno-. Si ha estado hurgando, no se nota.
– ¿Para qué iba a abrir sus archivos?
– Es muy ambicioso. Si pudiera cerrar el caso antes que yo, se pondría muy contento. Además, Ilegales nunca quiere compartir un triunfo.
– ¿Y Homicidios sí? -dijo secamente Peabody.
– Qué va. -Eve sonrió-. Hay que revisar este infor?me. Tendremos que solicitar un experto en toxicología planetaria. Será mejor que vayamos llenando el agujero que vamos a hacerle al presupuesto.
Media hora más tarde, eran convocadas al despacho del jefe de policía y seguridad.
A Eve le gustaba el jefe Tibble. Era un sujeto grande, con una mentalidad osada y un corazón más policía que político. Después del tufo que el anterior jefe había de?jado a su paso, la ciudad y el departamento habían sen?tido la necesidad de ese aire fresco que Tibble traía con?sigo.
Pero Eve no sabía para qué diablos las habían llama?do. Hasta que entró en el despacho y vio a Casto y al ca?pitán de éste.
– Teniente, agente. -Tibble les indicó las sillas.
Estratégicamente, Eve ocupó la que estaba junto al comandante Whitney.
– Tenemos un pequeño lío que solucionar -empezó Tibble-. Y lo vamos a hacer ahora y para siempre. Te?niente Dallas, usted es primer investigador en los homi?cidios de Johannsen y Pandora.
– Así es, señor. Me llamaron para confirmar la iden?tificación del cadáver de Johannsen pues era uno de mis informadores. En el caso Pandora, fui requerida en la es?cena del crimen por Mavis Freestone, que ha sido incul?pada en ese caso. Ambos expedientes siguen abiertos y en proceso de investigación.
– La agente Peabody es su ayudante.
– La solicité como ayudante y fui autorizada a asig?narla a mi caso por el comandante Whitney.
– Muy bien. Teniente Casto, Johannsen también era informador suyo.
– En efecto. Yo trabajaba en otro caso cuando en?contraron su cuerpo. No se me notificó hasta más tarde.
– Y en ese momento los departamentos de Ilegales y Homicidios acordaron cooperar en la investigación.
– Así es. Sin embargo, cierta información de última hora pone ambos casos bajo la jurisdicción de Ilegales.
– Pero son homicidios -protestó Eve.
– Con el vínculo de sustancias ilegales. -Casto lució su mejor sonrisa-. El último informe del laboratorio muestra que la sustancia hallada en el cuarto de Johannsen fue encontrada también en el organismo de Pandora. Esta sustancia contiene un elemento desconocido que no ha sido aún clasificado, y según el artículo seis, sec?ción nueve, código B, todo caso relacionado con ello debe asignarse al jefe de investigación de Ilegales.