Una muerte inmortal
– Sí, creo que justamente ésa. ¿Por qué le parece que con él ha conseguido intimidad?
– Roarke no lo habría aceptado de otra forma. Por?que él… -Sintió ganas de llorar y parpadeó-. Porque él abrió algo que había dentro de mí y que yo había cerra?do a cal y canto. De alguna manera, tomó el control de esa parte de mi ser, o yo le dejé que lo tomara. Esa parte de mí murió siendo yo pequeña cuando…
– Se sentirá mejor si lo dice, Eve.
– Cuando mi padre me violó. -Suspiró y las lágrimas ya no tuvieron importancia-. Me violó, me forzó y me hizo daño. Me utilizaba como si fuera una prostituta cuando yo era demasiado pequeña y débil para impedír?selo. Me sujetaba o me ataba. Me pegaba hasta que yo apenas podía ver, o me tapaba la boca para que no pu?diera gritar. Y me penetraba a la fuerza, y se metía hasta que el dolor era casi tan obsceno como el acto en sí. Y nadie podía ayudarme, yo no podía hacer otra cosa que esperar la próxima vez.
– ¿Comprende usted que no debía culparse por ello? -preguntó dulcemente Mira. Cuando finalmente se abría un acceso, pensó, uno tenía que extraer todo el ve?neno con cuidado, lentamente, a conciencia-. ¿Ni en?tonces ni ahora ni nunca?
Eve se enjugó las mejillas.
– Yo quería ser policía porque los policías tienen el control, detienen a los criminales. Me parecía muy senci?llo. Después, una vez en el cuerpo, empecé a ver que hay gente que siempre acecha a los débiles y los inocentes. No, no fue culpa mía. La culpa fue de él y de la gente que fingía no ver ni oír nada. Pero aún tengo que apechugar con ello, y era más fácil hacerlo cuando no recordaba.
– Pero hace mucho tiempo que lo recuerda, ¿verdad?
– A trozos. Todo lo que pasó antes de que me encon?traran en el callejón cuando tenía ocho años no eran más que retazos.
– ¿Y ahora?
– Más retazos, demasiados. Y todo está más claro, más próximo. -Se pasó la mano por la boca y delibera?damente la bajó de nuevo a su regazo-. Puedo ver su cara. Antes no era capaz de hacerlo. Durante el caso DeBlass, el pasado invierno, creo que se produjeron sufi?cientes coincidencias como para que eso ocurriera. Lue?go llegó Roarke, y todo empezó a surgir de forma más clara y más rápida. Ya no puedo pararlo.
– ¿Es eso lo que quiere?
– Si pudiera, barrería de un plumazo esos ocho años. -Lo dijo cruelmente, pues lo sentía así-. Ya no tienen que ver conmigo. No quiero que tengan nada que ver conmigo nunca más.
– Eve, por más horribles y obscenos que fueran esos ocho años, son parte de su vida. Le ayudaron a forjar su fortaleza, su compasión hacia los inocentes, su comple?jidad, su resistencia. Recordar y enfrentarse a esos re?cuerdos no cambiará lo que usted es ahora. A menudo le he recomendado que acceda a la autohipnosis. Ya no lo voy a hacer. Creo que su subconsciente está dejando aflorar esos recuerdos a su propio ritmo.
Si era así, Eve quería que el ritmo fuese lento, que la dejara respirar.
– Quizá hay cosas que no estoy preparada para re?cordar. Hay un sueño que no deja de repetirse última?mente. Una habitación, un cuarto nauseabundo con una luz roja que parpadea en la ventana. Se enciende y se apaga. Una cama. Está vacía, pero manchada. Sé que es sangre. Mucha sangre. Me veo a mí misma acurrucada en un rincón del suelo. Allí hay más sangre. Estoy cubierta de sangre. Estoy mirando a la pared y no me veo la cara. No puedo ver con claridad, pero seguro que soy yo.
– ¿Está sola?
– Eso creo. No lo sé. Sólo veo la cama, el rincón y la luz que se enciende y se apaga. A mi lado en el suelo hay un cuchillo.
– Usted no tenía heridas de cuchillo cuando la en?contraron.
Eve miró a la doctora con ojos hundidos y obsesio?nados.
– Ya lo sé.
Capitulo Diez
Eve esperaba encontrar la fría desaprobación de Summerset al entrar en la casa. Estaba habituada a ello. No pudo explicar a qué perversa racha de suerte se de?bió su decepción ante el hecho de que él no la recibiera con algún comentario despectivo.
Entró en el salón contiguo al vestíbulo y conectó el sensor mural.
– ¿Dónde está Roarke?
ROARKE ESTÁ EN EL GIMNASIO, TENIENTE. ¿DESEA PONERSE EN CONTACTO CON ÉL?
– No. Desconectar. -Iría a verlo por sí misma. Sudar un rato en los aparatos tal vez le ayudaría a despejar la mente.
Subió la escalera que quedaba oculta por el panel del pasillo, descendió un nivel y atajó por la zona de la pisci?na con su laguna de fondo negro y su vegetación tro?pical.
Aquí abajo hay otro de los mundos de Roarke, pen?só. La lujosa piscina con una pantalla cenital que podía simular el claro de luna, los rayos del sol o una noche es?trellada con sólo tocar un control; la sala de hologramas donde cientos de juegos permitían pasar una noche tranquila, el baño turco, el tanque de aislamiento, el área para prácticas de tiro, un pequeño teatro, y una sala de atención médica superior a muchos ostentosos centros de salud.
Juguetes para ricos, se dijo. O quizá Roarke los lla?maría herramientas de supervivencia; un medio necesa?rio para relajarse en un mundo que se movía cada vez más deprisa. Él sabía equilibrar el trabajo y la relajación mejor que ella, Eve lo reconocía. De algún modo había encontrado la clave para disfrutar de lo que tenía mien?tras hacía planes para acumular más cosas.
Eve había aprendido bastante de Roarke en los últi?mos meses. Una de las lecciones más importantes era que a veces era mejor dejar a un lado las preocupaciones, las responsabilidades, incluso la sed de respuestas, y ser sim?plemente uno mismo.
Eso fue lo que pensó Eve al entrar en el gimnasio y marcar el código para cerrar la puerta después.
Roarke no era hombre que escatimara en su equipo y tampoco era de los que toman el camino fácil y pagan para que le esculpan el cuerpo, le tonifiquen los múscu?los y le reanimen los órganos. El sudor y el esfuerzo eran para él tan importantes como el banco de gravedad, la pista acuática o el centro de resistencia. Se tenía por un hombre que valoraba la tradición, y su gimnasio perso?nal estaba también repleto de anticuadas pesas, bancos inclinados y un sistema de realidad virtual.
Ahora estaba utilizando las pesas, haciendo largos y lentos ejercicios mientras contemplaba un monitor encendido y hablaba con alguien por un enlace por?tátil.
– En esto la seguridad es prioritaria, Teasdale. Si hay un fallo, encuéntrelo. Y arréglelo. -Miró ceñudo la pan?talla y pasó a hacer flexiones-. Tendrá que espabilar un poco. Si va a haber exceso de costes, tendrá que justifi?carlos. No, Teasdale, no he dicho defender sino justificar. Transmita un informe a mi despacho para las nue?ve en punto, hora planetaria. Desconectar.
– Qué duro eres, Roarke.
Él desvió la vista mientras se apagaba el monitor y sonrió a Eve.
– El negocio es como la guerra, teniente.
– Tal como tú juegas, es letal. Si yo fuera Teasdale, me habría puesto a temblar en mis botas de gravedad.
– Ésa era la idea. -Dejó las pesas en el suelo para qui?tarse los cascos. Eve vio cómo iba al centro de resisten?cia, ponía un programa y empezaba con pesas de pier?nas. Distraídamente, Eve cogió una pesa y trabajó el tríceps sin dejar de mirarle.
La cinta de la cabeza le daba aspecto de guerrero, pensó Eve. Y la camiseta sin mangas y el calzón oscuros dejaban ver una atractiva musculatura y una piel perlada de honrado sudor. Viendo aquellos músculos y aquel sudor, Eve le quiso.
– Pareces satisfecha de ti misma, teniente.
– De hecho, quien me satisface eres tú. -Inclinó la ca?beza y paseó la mirada por el cuerpo de Roarke-. Tienes un cuerpo fabuloso.
Arrugó la frente cuando Eve se le subió a horcajadas y le tocó los bíceps:
– Estás macizo.
Él sonrió. Veía que Eve estaba de un humor especial, pero no sabía cuál.