La F?rmula Omega
Capítulo 8 LOS MOTIVOS DEL LOBO
Antonio Maroto había nacido en el edificio de ladrillo rojizo de una clínica en Modesto Lafuente, el mismo año en que ganó el título Tigran Petrossian, el "Rey de las tablas». No le importaba no recordar su infancia, porque cuando leía biografías, se saltaba el principio (a veces varios capítulos). Tenía el convencimiento de que el resto de la humanidad hacía lo mismo y nadie leía seguido hasta que no aparecían las primeras pajas.
Siempre creyó que los demás, en el fondo, pensaban por dentro igual que él, aunque dijeran en voz alta lo contrario. Su cabeza funcionaba así, como un aparato de traducción simultánea que lo pasaba todo a la primera persona singular.
Nunca vio a sus padres desnudos, ni siquiera en ropa interior; no intentó masticar sus propias heces y tampoco tuvo amigos imaginarios, así que se consideraba a salvo, porque también había incumplido los otros tres requisitos básicos:
1) No se hacía pis en la cama.
2) No sentía atracción por el fuego.
3) Nunca se comió la cal de las paredes ni la tierra de las macetas.
De la retransmisión del alunizaje, lo que más le asustó fue que aquellos hombres hubieran podido ver el planeta desde fuera y, cuando murió Franco, recordaba que pusieron en la tele Objetivo Birmania.
Sus padres le llevaron al colegio Santa Clara, en la calle Zurbano, con la esperanza de que hiciera amistades de toda la vida con otros muchachos de familia bien.
Vivían en el número 52 de la calle Viriato y, cuando él tenía once años, se mudaron al quinto piso de la casa que hacía esquina en las calles del Doctor Castelo y Menéndez Pelayo. En aquella época se creía que los niños experimentaban una gran necesidad de oxígeno y picaduras de mosquitos. A los chavales, mucho aire libre. Ésa era la consigna, así que los fines de semana su padre cargaba el 1 500 con sillas plegables, tarteras con filetes empanados, un termo de café con leche y el balón de reglamento, y se trasladaban a la parcela, para que los dos hermanos tuvieran una oportunidad de respirar ese estupendo aire puro de la sierra.
Nunca llegaron a construir el chalet, pero al volver en caravana, los niños se quedaban dormidos en el asiento de atrás.
– Míralos, están reventadas las criaturas -se decían sus padres con orgullo, puesto que entonces el cansancio se interpretaba como señal de buena salud.
Veinte años después, si Antonio oía la expresión volver de la parcela, se le saltaban las lágrimas con esa violencia gratuita, venga de donde venga, con la que estalla un plato de Duralex. Por muy lejos que estuviera, sentía la necesidad de volver a casa para mirar la foto que había en la mesa del salón. Papá y mamá de pie, en el campo; los dos hermanos tapándoles las piernas y, al fondo, los picos azules del Guadarrama.
Daban ganas de esconderse, como los enchufes, por detrás de las patas de algún mueble.
El primer acontecimiento de su infancia sucedió cuando tenía nueve años y su padre le enseñó a jugar. Tuvo que ser a los nueve, no sólo porque aún vivían en Viriato 52, sino porque la improvisada afición de su padre se debía a la misma razón que tenía en vilo al resto del mundo: en la capital de Islandia, Boris Spassky defendía el título contra Bobby Fischer.
Después, hasta que se produjo el segundo acontecimiento, nada de particular.
Que él recordara, coleccionó cromos (sin acabar ningún álbum), leyó Hazañas Bélicas y más tarde mortadelos y tintines, jugó a decir misas, a los submarinos (con Ortueta, en un árbol que hacía de periscopio) y a la guerra termonuclear final; no consiguió tener anginas ni apendicitis, registró los cajones de todos los miembros de su familia y, antes de cumplir once, ya le ganaba a su padre.
El segundo acontecimiento tuvo lugar en Doctor Castelo, frente al Retiro. A los doce años encontró a su paso un obstáculo inamovible al que sólo pasado el tiempo se atrevió a dar nombre.
Era el amor.
¡El mayor peligro al que nos hemos enfrentado jamás!
Amor del bueno, como el que salía en las películas.
Ella tenía diecisiete, se llamaba Maribel y era su única hermana.