La F?rmula Omega
Capítulo 7 La revolución permanente
– ¡Lindas palabras, mami!
– Que la generosidad de tu hermano Alejandro Antonio sirva de ejemplo al pueblo venezolandés -manifestó S. A. R. Zenaida.
Volvieron a leer el telegrama, orgullosas de la nobleza de espíritu que reflejaba su redacción.
Sano y salvo stop desolado muerte padre stop considero único deber permanencia copa andina 250 cc stop compito 1nmemóriam papá dorsal 127 stop ofrezco dotación premio pueblo venezoland1a stop sigue carta stop w.
– ¡Regio! ¡Qué lindo recado!
– Tu hermano es un valiente, María Virtudes de las Angustias. Intenta concebir siquiera lo que debe de estar sufriendo.
– ¡Horrores! -imaginó sin dificultad la soñadora Princesa-. ¡Auténticos horrores.,.! Lo que no entiendo es por qué firma W. ¿Es que habrá decidido hacerse llamar William?
– ¡Jamás! Eso sí que no puede ser. La cabeza de su padre saldría de su tartera para castigarle cara a la pared. Sin duda querrá decir «Viva Venezolandia».
Desde su complicada e interminable adolescencia, Alejandro Antonio había sentido el deseo de ser llamado William, en general, y Willy para los íntimos; pero su padre no se lo consintió nunca.
Había que saber ser firmes.
– ¡Claro! Uve más uve, uve doble: ¡Viva Venezolandia! ¡Qué tan astuto es mi hermanito! -palmoteo Chituca.
Eran las tres y media en punto, hora local a las afueras de París. En el acogedor estudio de ¡os La Vachepourrie, con el corazón en un puño, Reina Zenaida sintonizó el Canal 475.
– ¡Chacal! -se dejó decir al escuchar los primeros compases de aquel himno pachanguero.
– Eso, chacal -repitió Chituca-. ¡Coyote! -añadió-. ¡Corazón de lija! -agregó -. ¡Alma de piedra pómez! -redondeó complacida.
Don Pedrito había sustituido la sintonía de la teleserie (Saliva incandescente, en la interpretación de Antonio Luis Guzmán, el Ornitorrinco) por la Internacional, que cantaban a voz en cuello los soliviantados secundarios.
En riguroso orden alfabético aparecieron los apellidos de los participantes y, en lugar del capítulo 377 de Inverecunda Fernández, se anunció el primero de Aurora Roja.
Don Pedrito se dirigió a la cámara. Había reemplazado su librea y gorra de plato por una camiseta de tirantes y pañuelo negro anudado al cuello.
– ¡Salud, camaradas! -exclamó levantando el puño -: ¡Venezolandia ya es libre! Desde hoy vamos a conjugar la historia en la primera persona del plural. Nosotros, los descartados en las salas de montaje, vamos a rodar nuestro propio film. ¡La pantalla es de todos, del pueblo venezolandés y del mundo entero! ¡Se acabaron las superestrellas y los close-ups! ¡Basta ya de primeros planos y top-models! Hay que destruir hasta el último vestigio de la opresión. Acabo de ordenar el cierre de fronteras, para que ninguno escape con vida. ¡Que no quede un centímetro de celuloide burgués! No dejaremos piedra sobre piedra ni secuencia sobre secuencia, camaradas.
La masa de secundarios sin frase coreó con rugidos zoológicos las palabras de don Pedrito, que apareció de cuerpo entero al abrirse el plano.
Desafiando a su parecer numerosos convencionalismos burgueses, llevaba pantalón mil rayas abreviado por encima de los tobillos, zapatos de rejilla y calcetines blancos. A la altura de su barriga surgió un rótulo sobreimpresionado: «Camarada Pedro Fonseca. Presidente Soviet Supremo».
– ¡Cuánto odio nos tienen! ¡Y qué feo, cuan ordinario, qué tan bajo es el odio de las clases, ¿no es cierto, mami?!
– Resulta típico de los más ínfimos estratos -explicó Reina Zenaida-. Pero no sufras, mi vida: se envenenarán con su propio rencor, cual el escorpión -vaticinó-. ¡Siempre han de ser los mismos, los eternos resentidos! Escucha, corazón, ¿no oyes ladrar a los perros? Escucha cómo suena en la patria la hora triste del ajuste de cuentas, el gran momento que estaba esperando el segundón, el chupatintas, la gordita sin novio, el suspendido en septiembre…
– Camaradas -prosiguió el rencoroso ladrido de don Pedrito-, compañeros de reparto, hermanos… ¡Vamos a borrar del mapa a Venezolandia! Nosotros no somos un país, no somos esa patria con la que se llenan la boca los protagonistas: ¡somos la historia! Ciencia-ficción, telecomedia, de vaqueros, cine de autor, pantalla grande o pequeña, Hertzia o Catodia, Venezolandia, Francia, España…, ¿a nosotros qué más nos da? ¿Qué les importa a las chicas con celulitis, siempre desenfocadas detrás de la heroína, a los romanos con lanza, a los niños empujados en la persecución por las escaleras mecánicas? Somos hermanos de casting, camaradas: nuestra única patria es la letra pequeña después del «han intervenido…». Secundarios de todas las pantallas…, ¡unios!
Arengada por la soflama tabernaria, la infame turba se puso en movimiento hacia Villa Zenaida, la residencia de entretiempo de la Familia Real.
Cuando el lento travelling de la cámara pudo alcanzar el interior, ya habían armado una fogata con la sillería y estaban asando longanizas ensartadas en floretes de esgrima. Los hombres orinaban de pie contra aparadores Felipe VI y las mujeres en cuclillas sobre las alfombras de Persia. Unos lloraban con carcajadas, otros comían caviar a puñados; éstos preparaban sangrías en cristal de Bohemia, aquellos se limpiaban el culo con pergaminos e incunables. Hicieron añicos el vidrio emplomado; astillas, la caoba; jirones, la minúscula lencería de la Princesa. Cuando tropezaban con algo cuya utilidad desconocían (un libro de horas en un facistol, un metrónomo, un DIU, una esfera armilar), se ponían tan rabiosos que lo destruían por destruir, a puñetazo limpio.
– ¡Qué seres, mi Dios, pero hay que ver qué seres! -sollozaba S.A. R.
Al caer la tarde, las mujeres se retorcieron con sus lascivos contoneos, hasta que los hombres se abalanzaron, desencajadas las mandíbulas y los pantalones caídos, gimiendo y trastabillando respectivamente.
Sobre el parquet recién acuchillado se entregaron unos a otros como si fueran unas reses, sin mirarse las caras.
– ¡Destruid y disfrutad! ¡Ja, ja, ja! ¡Destruid y disfrutad! ¡Ja, ja, ja!… -les alentaba don Pedrito.
El «Lenin de Mondoñedo» respiró hondo, metió tripa, se subió aquellos milrayas que le estaban pesqueros, sacó pecho y anunció:
– Venezolandia ha dejado de existir. Declaro ante el mundo el nacimiento de la República Internacionalista Popular. ¡Abajo las patrias de las superestrellas!
– ¡Abaaaaaaaajo! -coreó la multitud con revanchismo.
– ¡Viva la RIP, patria común de los secundarios del mundo!
– ¡Vivaaaaaaaa!