El Laberinto
Pero Pelletier no respondió.
– ¿Los habrá interrumpido alguien? -sugirió ella, arriesgándose a preguntar un poco más.
– No creo.
– O quizá estaban buscando algo en concreto.
– Basta ya, Alaïs. Éste no es el momento, ni el lugar.
La joven abrió la boca, sin resignarse a renunciar al tema, pero volvió a cerrarla. Era evidente que la conversación había terminado. No iba a averiguar nada más. Era mucho mejor esperar a que su padre quisiera hablar. Recorrieron el resto del camino en silencio.
Cuando tuvieron a la vista la puerta del oeste, François se adelantó.
– Sería aconsejable no mencionar a nadie nuestra salida de esta mañana -se apresuró a decir el senescal.
– ¿Ni siquiera a Guilhelm?
– No creo que a tu marido le complazca saber que has ido al río sin compañía -replicó él secamente-. Los rumores circulan con rapidez. Deberías tratar de descansar y quitarte de la cabeza este desagradable incidente.
Alaïs lo miró a los ojos con expresión inocente
– Claro que si. Como mandéis. Os doy mi palabra, paire. No hablaré de esto con nadie, salvo con vos.
Pelletier titubeó, como si sospechara que la joven lo estaba engañando, pero después sonrió.
– Eres una hija obediente, Alaïs. Sé que puedo confiar en ti.
A su pesar, Alaïs se ruborizó.
CAPÍTULO 4
Desde su privilegiada posición en el tejado de la taberna, el chico de ojos color ámbar y cabello rubio oscuro se volvió para ver de dónde venía el alboroto.
Un mensajero subía galopando por las atestadas calles de la Cité desde la puerta de Narbona, con el más completo desprecio por quien se interpusiera en su camino. Los hombres le gritaban que desmontara. Las mujeres apartaban a sus hijos de debajo de los cascos del caballo. Un par de perros que andaban sueltos se abalanzaron sobre el corcel, ladrando, gruñendo e intentando morderle la grupa. El jinete no les prestó atención.
El caballo sudaba terriblemente. Incluso a tanta distancia, Sajhë podía ver líneas de espuma blanca en la cruz y en los belfos del animal. Con un brusco viraje, el jinete se encaminó hacia el puente que conducía al Château Comtal.
Sajhë se puso de pie para ver mejor, en precario equilibrio sobre el borde afilado de las tejas desiguales, a tiempo para ver al senescal Pelletier saliendo de entre las torres de la puerta, montado sobre un corpulento caballo gris, seguido de Alaïs, también a caballo. La joven le pareció preocupada, y se preguntó qué habría ocurrido y adonde irían. No iban vestidos para cazar.
A Sajhë le gustaba Alaïs. Solía hablar con él cuando iba a visitar a su abuela, Esclarmonda, a diferencia de otras muchas damas de la casa, que fingían no verlo, demasiado ansiosas por las pociones y medicinas que iban a pedirle a la menina, a la abuela, y que ésta les preparaba para bajar la fiebre, reducir una hinchazón o provocar un parto, o bien para resolver asuntos del corazón.
Pero en todos los años que llevaba adorando a Alaïs, Sajhë nunca la había visto tan trastornada como acababa de verla. El chico bajó arrastrándose por las tejas rojizas hasta el borde del techo, desde donde se dejó caer para ir a aterrizar, con un golpe seco, casi encima de una cabra que estaba atada a un carro volteado.
– ¡Eh! ¡Más cuidado con lo que haces! -le gritó una mujer.
– ¡Si ni siquiera la he tocado! -exclamó él, alejándose a toda prisa del radio de alcance de su escoba.
La Cité vibraba con los colores, los olores y los sonidos de un día de mercado. Los postigos de madera chocaban contra los muros de piedra en cada calle y calleja, mientras las señoras y criadas abrían las ventanas al aire, antes de que el calor se volviera demasiado agobiante. Los toneleros vigilaban a sus aprendices, que hacían rodar sus barriles por el empedrado, traqueteando, saltando y dando tumbos, en competencia para llegar a las tabernas antes que sus rivales. Los carros se sacudían torpemente por el terreno desigual, con las ruedas chirriando y atascándose de vez en cuando, en un estruendoso recorrido hacia la plaza Mayor.
Sajhë conocía todos los atajos de la Cité y se movía con soltura entre la maraña de brazos y piernas, escabullándose entre rebaños de ovejas y cabras, entre mulas y burros cargados de cestas y mercancías, y entre piaras de cerdos que circulaban a paso lento y perezoso. Un chico mayor de expresión colérica iba conduciendo un insumiso grupo de ocas, que trompeteaban, se picaban entre sí y lanzaban picotazos a las piernas de dos niñas que tenían cerca. Sajhë les hizo un guiño a las chicas e intentó hacerlas reír. Se situó detrás de la más fea de las aves y aleteó con los brazos.
– ¡Eh! ¿Qué estás haciendo? -le gritó el chico de las ocas-. ¡Fuera, fuera!
Las niñas soltaron una carcajada. Sajhë imitó el trompeteo de las aves, justo en el preciso instante en que la vieja oca gris se daba la vuelta, alargaba el cuello y resoplaba malignamente en la cara del chico.
– Te está bien empleado, pèc -dijo el muchacho-. ¡Idiota!
Sajhë dio un salto atrás, para sustraerse al amenazador pico anaranjado.
– Deberías controlarlas mejor.
– Sólo los bebés tienen miedo de las ocas -replicó el chico con sorna, haciendo frente a Sajhë-. ¿Te dan miedo las ocas, nenon?
– Yo no tengo miedo -se ufanó Sajhë-. Pero ellas sí -añadió, señalando a las dos niñas escondidas detrás de las faldas de su madre-. Deberías tener más cuidado.
– Y a ti qué te importa lo que yo haga, ¿eh?
– Sólo te digo que tengas más cuidado.
El otro chico se acercó un poco más, sacudiendo la vara delante de la cara de Sajhë.
– ¿Y quién va a obligarme? ¿Tú?
El chico le sacaba la cabeza a Sajhë y su piel era una masa de magulladuras y marcas rojizas. Sajhë dio un paso atrás y levantó las manos.
– He dicho que quién va a obligarme -repitió el chico, poniéndose en guardia para pelear.
Las palabras habrían cedido paso a los puños de no haber sido porque un viejo borracho que dormitaba contra una pared se despertó y empezó a vociferarles que se marcharan y lo dejaran en paz. Sajhë aprovechó la distracción para esfumarse.
El sol acababa de trepar a los tejados de las casas más altas, inundando de listones de luz algunos tramos de la calle y haciendo resplandecer la herradura que colgaba sobre la puerta del taller del herrero. Sajhë se detuvo y miró al interior, sintiendo en la cara el calor de la fragua, incluso desde la calle.
Había unos cuantos hombres esperando su turno alrededor de la forja, así como varios escuderos con los yelmos, los escudos y las cotas de sus amos, todo lo cual requería atención. El chico supuso que el herrero del castillo debía de estar desbordado de trabajo.
Sajhë no tenía la cuna ni la estirpe para servir de paje, pero eso no le impedía soñar con llegar a ser chevalièr algún día, con sus propios colores. Sonrió a un par de chicos de su edad, pero ellos hicieron como que no lo veían, como hacían siempre y seguirían haciendo.
El niño se dio la vuelta y se alejó.
La mayoría de los vendedores del mercado acudían todas las semanas y se instalaban siempre en el mismo sitio. El olor a grasa caliente llenó la nariz de Sajhë en el instante en que pisó la plaza. Se quedó remoloneando en un tenderete donde un hombre freía tortitas, dándoles vueltas sobre una reja caliente. El olor del espeso guiso de alubias y del tibio pan mitadenc , hecho con la misma cantidad de trigo que de cebada, le abrió el apetito. Pasó junto a puestos donde vendían hebillas y caperuzas, pieles, cueros y paños de lana, mercancías locales y otros artículos más exóticos, como cinturones y monederos de Córdoba o de lugares todavía más lejanos, pero no se paró a mirar. Se detuvo en cambio un momento delante de un puesto que ofrecía tijeras para esquilar y cuchillos, antes de continuar hasta el rincón de la plaza donde se concentraba la mayoría de los corrales para animales. Siempre había allí gran cantidad de pollos y capones en jaulas de madera, y a veces alondras y jilgueros, que silbaban y gorjeaban. Sus preferidos eran los conejos, amontonados unos junto a otros formando una pila de pelos blancos, negros y marrones.
Sajhë pasó delante de los tenderetes de grano y sal, carne en salazón, cerveza y vino, hasta llegar a un puesto de hierbas y especias exóticas. Delante de la mesa había un mercader. El chico nunca había visto a un hombre tan alto y negro como aquél. Vestía una túnica larga, de un azul iridiscente, un turbante de seda brillante, y puntiagudas babuchas rojas y doradas. Tenía la tez aún más oscura que la de los gitanos que llegaban de Navarra y Aragón, atravesando las montañas. Sajhë supuso que debía de ser sarraceno, aunque nunca había visto ninguno.
El mercader había desplegado su mercancía formando un círculo: verdes y amarillos, naranjas, castaños, rojos y ocres. Al frente había romero y perejil, ajo, caléndula y lavanda, pero al fondo estaban las especias más caras, cardamomo, nuez moscada y azafrán. Sajhë no reconoció ninguna de las otras, pero ardía en deseos de contarle lo visto a su abuela.
Estaba a punto de acercarse un poco más para ver mejor, cuando el sarraceno rugió con voz atronadora. Su mano oscura y pesada acababa de aferrar la muñeca de un ladronzuelo que había intentado sustraerle una moneda del saquillo bordado que llevaba colgado de la cintura, en el extremo de una cuerda roja trenzada. Le dio al pillastre un bofetón que le hizo volver la cara y lo lanzó contra una mujer que venía detrás y que a su vez soltó un alarido. En seguida empezó a congregarse una pequeña muchedumbre.
Sajhë se escabulló del lugar. No quería meterse en líos.
Dejó atrás la plaza y se encaminó hacia la taberna de Sant Joan dels Evangèlis. Como no llevaba dinero, había concebido el vago proyecto de ofrecerse para hacer algún recado a cambio de una taza de caldo. Entonces oyó que alguien lo llamaba por su nombre.
Sajhë se volvió y vio a na Martí, una amiga de su abuela, sentada en su tenderete con su marido, haciéndole señas para que se acercara. Ella era hilandera y su marido, cardador, y casi todas las semanas se instalaban en el mismo sitio, para peinar la lana, hilarla y preparar las madejas.
El chico le devolvió el saludo. Al igual que Esclarmonda, na Martí era seguidora de la nueva iglesia. Su marido, el sènher Martí, no era uno de los fieles, pero el día de Pentecostés había estado en casa de Esclarmonda con su esposa, escuchando la prédica de los bons homes.