El Laberinto
Na Martí le revolvió el pelo.
– ¿Qué tal estás, muchacho? ¡Cuánto has crecido! ¡Casi no te reconozco!
– Bien, gracias -le respondió él sonriendo. Después se volvió hacia el marido, que estaba peinando la lana en madejas listas para vender-. Bonjorn, sènher.
– ¿Y Esclarmonda? -prosiguió na Martí-. ¿También está bien? ¿Mirando por todos, como siempre?
El chico sonrió.
– Como siempre.
– Ben, ben.
Sajhë se sentó, con las piernas cruzadas, a los pies de la mujer, y se puso a contemplar la rueda de la rueca, dando vueltas y más vueltas.
– Na Martí -dijo al cabo de un rato-, ¿por qué ya no venís a orar con nosotros?
El sènher Martí detuvo lo que estaba haciendo y cruzó con su esposa una mirada inquieta.
– Oh, ya sabes cómo es esto -replicó na Martí rehuyendo sus ojos. – ¡Tenemos tanto trabajo últimamente! No es fácil hacer el viaje a Carcassona con tanta frecuencia como quisiéramos.
Ajustó el huso y siguió hilando, mientras el balanceo del pedal llenaba el silencio que había caído entre ellos.
– La menina os echa de menos.
– Yo también, pero las amigas no siempre pueden estar juntas.
Sajhë frunció el entrecejo.
– Pero entonces, ¿por qué…?
El sènher Martí le dio un golpecito seco en el hombro.
– No hables tan alto -dijo en voz baja-. Estas cosas no deben salir de entre nosotros.
– ¿Qué cosas no deben salir de entre nosotros? -preguntó el chico desconcertado-. Yo solamente…
– Ya te hemos oído, Sajhë -dijo el sènher Martí, mirando por encima del hombro-. Todo el mercado te ha oído. Ahora ya basta de hablar de prédicas, ¿me has entendido?
Sin comprender qué había podido decir que hiciera enfadar tanto al sènher Martí, Sajhë se puso en pie rápidamente y trastabillando. Na Martí se volvió hacia su marido. Parecían haber olvidado su presencia.
– Eres demasiado duro con él, Rogier -dijo ella en un susurro-. No es más que un chiquillo.
– Basta con que uno solo se vaya de la lengua para que nos encierren con los demás. No podemos correr ningún riesgo. Si la gente piensa que nos juntamos con herejes…
– ¡Vaya con el hereje! -le replicó ella-. ¡Si no es más que un niño!
– No me refiero al chico. Hablo de Esclarmonda. Todo el mundo sabe que es una de ellos. Y si se llega a saber que hemos ido a orar a su casa, nos acusarán de ser seguidores de los bons homes y nos juzgarán a nosotros también.
– Entonces, ¿qué? ¿Abandonamos a nuestros amigos? ¿Solamente porque has oído unas cuantas historias que te han metido miedo?
El sènher Martí bajó el tono de voz.
– Lo único que digo es que debemos tener cuidado. Ya sabes lo que andan diciendo. Que viene un ejército a expulsar a los herejes.
– Hace años que lo dicen. Le das demasiada importancia. En cuanto a los «hombres de Dios», los legados del papa, ya sabes que llevan años dando vueltas por estos parajes y de momento no han hecho más que matarse a beber. De ahí nunca saldrá nada. Deja que los obispos se peleen entre ellos, mientras los demás seguimos viviendo nuestra vida.
Se volvió, dándole la espalda a su marido.
– No le hagas caso -le dijo a Sajhë, mientras le apoyaba una mano en el hombro-. Tú no has hecho nada malo.
Sajhë bajó los ojos, para que no notara que estaba llorando.
Na Martí prosiguió la conversación, en un tono artificialmente animado.
– Bien, bien. ¿No me decías un día que querías comprarle un regalo a Alaïs? ¿Qué te parece si le buscamos algo?
Sajhë asintió con la cabeza. Sabía que sólo intentaba reconfortarlo, pero se sentía confundido y turbado.
– No tengo nada con qué pagar -dijo.
– Por eso no te preocupes. Estoy segura de que por esta vez podemos pasar por alto ese detalle. Ven, echa un vistazo -lo animó na Martí, recorriendo con los dedos las madejas multicolores-. ¿Qué te parece ésta? ¿Crees que le gustará? Es justo del color de sus ojos.
Sajhë palpó las delicadas hebras cobrizas.
– No sé, no estoy seguro.
– Pues yo creo que sí le gustará. ¿Te la envuelvo?
Se volvió en busca de un trozo cuadrado de paño para proteger la madeja. Como no quería parecer desagradecido, Sajhë trató de pensar en algo inocuo que decir.
– Hace un rato la he visto.
– ¿Ah, sí? ¿Has visto a Alaïs? ¿Cómo está? ¿Iba su hermana con ella?
El chico hizo una mueca.
– No. Pero aun así no parecía muy contenta.
– Bien -dijo na Martí-. Si la has visto decaída, es el mejor momento para hacerle un regalo. La animará. Alaïs suele venir al mercado por la mañana, ¿no es así? Si mantienes los ojos bien abiertos y prestas atención, seguro que te la encuentras.
Feliz de poder abandonar la tensa compañía, Sajhë se metió el paquete debajo de la camisa y se despidió. Después de un par de pasos, se volvió para saludar. El sènher Martí y su mujer estaban de pie, uno junto a otro, mirándolo sin decir nada.
El sol estaba alto en el cielo. Sajhë iba de aquí para allá, preguntando por Alaïs. Nadie la había visto.
Tenía hambre y ya había decidido volver a casa, cuando de pronto divisó a la chica, de pie delante de un puesto donde vendían queso de cabra. Corrió hacia ella y se le acercó sigilosamente por detrás, para echarle los brazos a la cintura.
– Bonjorn.
Alaïs se dio la vuelta y lo recompensó con una amplia sonrisa, al ver que era él.
– ¡Sajhë! -exclamó, dándole unas palmaditas en la cabeza-. ¡Me has sorprendido!
– Te he estado buscando por todas partes -sonrió él-. ¿Estás bien? Te he visto antes. Parecías preocupada.
– ¿Antes?
– Salías del castillo a caballo, con tu padre. Poco después de que entrara el mensajero.
– Ah, òc -dijo ella-. Tranquilo, estoy bien. Es sólo que he tenido una mañana agotadora. Pero me alegro de ver tu preciosa carita -añadió, dándole un beso en la coronilla que le encendió las mejillas y lo obligó a concentrar furiosamente la vista en los pies para que ella no lo notara-. Y ya que estás aquí, ayúdame a elegir un buen queso.
Los lisos y redondos quesos frescos de cabra estaban dispuestos siguiendo una pauta perfectamente regular, sobre un lecho de paja prensada, en unas bandejas de madera. Las piezas más secas, de corteza amarillenta, eran de sabor más fuerte y tenían tal vez unos quince días. Las otras, de fabricación más reciente, relucían húmedas y blandas. Alaïs preguntó los precios, señalando esta o aquella pieza y pidiendo consejo a Sajhë, hasta que por fin encontraron la que ella quería. La joven le dio una moneda para que se la entregara al vendedor, mientras ella sacaba una tabla de madera lustrada en la que colocar el queso.
Los ojos de Sajhë relampaguearon de sorpresa cuando vio el motivo grabado en el reverso de la tabla. ¿Por qué tenía aquello Alaïs? ¿Cómo? En su confusión, dejó caer al suelo la moneda. Turbado, se agachó bajo la mesa para ganar tiempo. Cuando volvió a incorporarse, notó aliviado que Alaïs no se había percatado de nada, por lo que apartó el asunto de su mente. En lugar de pensar en eso, una vez concluida la transacción, hizo acopio de valor para darle el regalo a Alaïs.
– Tengo una cosa para ti -le dijo con timidez, colocando bruscamente el paquete en sus manos.
– ¡Qué amable! -exclamó ella-. ¿Me lo envía Esclarmonda?
– No, yo.
– ¡Qué encantadora sorpresa! ¿Puedo abrirlo?
El chico asintió, con expresión seria pero con los ojos brillantes de expectación mientras Alaïs desenvolvía con cuidado el paquete.
– ¡Oh, Sajhë, es preciosa! -dijo la joven, levantando la madeja de reluciente lana castaña-. Es una preciosidad.
– No la he robado -se apresuró a decir el chico-. Na Martí me la ha dado. Creo que intentaba resarcirme.
En el instante en que las palabras abandonaron su boca, Sajhë lamentó haberlas pronunciado.
– ¿Resarcirte de qué? -replicó Alaïs prestamente.
Justo entonces se oyó un grito. No lejos de donde ellos estaban, un hombre señaló hacia arriba. Grandes pájaros negros surcaban a baja altura el cielo de la ciudad, de oeste a este, en una bandada que dibujaba la forma de una flecha. El sol arrancaba destellos de su oscuro y brillante plumaje, como chispas de un yunque. Alguien a su lado dijo que se trataba de un presagio, aunque nadie sabía si bueno o malo.
Sajhë no solía creer en ese tipo de supersticiones, pero esa vez se estremeció. Alaïs también pareció sentir algo, porque rodeó con un brazo los hombros del chico y lo atrajo hacia ella.
– ¿Qué ocurre? -preguntó él.
– Res -respondió ella con excesiva premura. Nada.
En lo alto, ajenas al mundo de los hombres, las aves prosiguieron su vuelo, hasta convertirse en una mera mancha borrosa en el cielo.
CAPÍTULO 5
Cuando Alaïs consiguió deshacerse de su sombra fiel y regresar al Château Comtal, ya sonaban en Sant Nazari las campanas del mediodía.
Exhausta, trastabilló varias veces al subir la escalera, que le pareció más empinada que de costumbre. Lo único que quería era acostarse en la intimidad de su alcoba y descansar.
Le sorprendió encontrar la puerta cerrada. Para entonces, los criados ya debían de haber pasado y terminado sus tareas. Abrió y vio que las cortinas seguían corridas alrededor de la cama. En la media luz, comprobó que François había puesto su capazo sobre la mesa baja, junto a la chimenea, tal como ella le había ordenado
Dejó sobre la mesilla de noche la tabla con el queso y se dirigió a la ventana para abrir los postigos. Hubiesen debido estar abiertos desde mucho antes, para ventilar la estancia. La luz del día entró a raudales, revelando una capa de polvo sobre el mobiliario y unas manchas en las cortinas del baldaquino, allí donde el material estaba más desgastado.
Alaïs fue hacia la cama y descorrió las cortinas.
Para su asombro, Guilhelm seguía acostado, durmiendo, tal como lo había dejado antes del alba. La joven dejó escapar una exclamación de sorpresa. Su marido parecía estar tan a gusto, y encontrarse muy bien. Incluso Oriane, que nunca tenía muchas cosas buenas que decir de nadie, reconocía que Guilhelm era uno de los chavalièrs más apuestos de todos los del vizconde Trencavel.
Alaïs se sentó en la cama, a su lado, y deslizó una mano por su piel dorada. Después, sintiéndose inexplicablemente atrevida, hundió un dedo en el blando y húmedo queso de cabra y extendió una pequeña cantidad sobre los labios de su marido. Guilhelm murmuró algo y cambió de postura bajo las mantas. No abrió los ojos, pero sonrió lánguidamente y sacó una mano.