El Laberinto
Alaïs contuvo el aliento. El aire a su alrededor pareció vibrar, cargado de expectación y ansias, cuando dejó que él la atrajera hacia sí.
La intimidad del momento quedó destrozada por el sonido de unas pesadas zancadas en el pasillo. Alguien llamaba a gritos a Guilhelm, una voz familiar, distorsionada por la ira. Alaïs se puso en pie de un salto, mortificada por la idea de que su padre pudiera presenciar una escena tan privada entre ambos. Los ojos de Guilhelm se abrieron de par en par, lo mismo que la puerta, cuando Pelletier irrumpió en la habitación, con François pisándole los talones.
– Es tarde, Du Mas -gritó, mientras arrancaba una capa de la silla más cercana y la arrojaba a la cabeza de su yerno-. ¡Levántate! Todos los demás ya están en la Gran Sala, esperando.
Guilhelm se puso en pie como pudo.
– ¿En la Sala?
– El vizconde Trencavel convoca a sus chavalièrs, y tú aquí, tumbado en la cama. ¿Te crees que solamente importas tú? -Su figura se cernía sobre Guilhelm-, ¿Y bien? ¿Qué tienes que decir a eso?
De pronto, Pelletier advirtió que su hija estaba de pie, al otro lado de la cama. Su expresión se suavizó.
– Discúlpame, filha. No te había visto. ¿Estás mejor?
– Gracias a vos, messer, estoy muy bien.
– ¿Mejor? -preguntó Guilhelm, confuso-. ¿Estás indispuesta? ¿Ha ocurrido algo?
– ¡Levántate! -gritó el senescal, concentrando otra vez su atención en la cama-. Dispones del tiempo que me llevará a mí bajar la escalera y atravesar la plaza, Du Mas. Si para entonces no estás en la Gran Sala, ¡atente a las consecuencias!
Sin añadir una palabra más, Pelletier giró sobre sus talones y salió en tromba de la habitación.
En el penoso silencio que siguió a su partida, Alaïs se quedó clavada en el suelo por la turbación, aunque no hubiese podido decir si se sentía incómoda por sí misma o por su marido.
Guilhelm estalló.
– ¿Cómo se atreve a irrumpir en mi alcoba como si yo le perteneciera? ¿Quién se cree que es?
Con una patada salvaje, arrojó las mantas al suelo y saltó de la cama.
– El deber me llama -dijo en tono sarcástico-. No vayamos a hacer esperar al gran senescal Pelletier.
Alaïs intuyó que cualquier cosa que dijera empeoraría el malhumor de Guilhelm. Hubiese querido contarle lo sucedido en el río, al menos para distraerlo de su propia ira, pero le había dado a su padre su palabra de no revelárselo a nadie.
Guilhelm ya había atravesado la estancia y se estaba vistiendo, de espaldas a ella. Tenía los hombros tensos, mientras se ponía una túnica corta y se ceñía el cinturón.
– Puede que haya noticias… -empezó a decir ella.
– No es excusa -replicó él con brusquedad-. Nadie me había avisado.
– Yo…
Alaïs dejó que sus palabras se apagaran. «¿Qué puedo decir?»
Recogió del suelo su capa y se la alcanzó.
– ¿Tardarás mucho? -dijo suavemente.
– ¿Cómo puedo saberlo, si ni siquiera sé para qué se me convoca al Consejo? -replicó, todavía colérico.
Repentinamente, su irritación pareció esfumarse. Con los hombros relajados, se volvió para mirarla a la cara, disipado ya el gesto de disgusto.
– Perdóname, Alaïs. Tú no eres responsable de los actos de tu padre. -Con un dedo siguió la línea de su mentón-. Ven. Ayúdame con la capa.
Guilhelm se inclinó hacia adelante para que Alaïs llegara más fácilmente a la hebilla. Aun así, la joven tuvo que ponerse de puntillas para cerrar el broche circular de plata y cobre.
– Mercé, mon còr -dijo él cuando ella hubo terminado-. Bien. Ahora vayamos a ver qué ocurre. Seguramente no será nada de importancia.
– Esta mañana, cuando salíamos a la Cité, llegó un mensajero -dijo ella sin pararse a pensar.
De inmediato, Alaïs deseó no haberlo dicho. Ahora sí que le preguntaría adonde había ido tan temprano, y además con su padre, pero toda la atención de su marido estaba concentrada en recuperar la espada que había caído debajo de la cama, y no reparó en las palabras de ella.
Alaïs se encogió al oír el áspero ruido metálico de la espada entrando en la vaina. Más que ningún otro, era el sonido que simbolizaba el paso de su marido del mundo de ella al mundo de los hombres.
Cuando Guilhelm se dio la vuelta, su capa arrastró la tabla con el queso, que seguía en precario equilibrio al borde de la mesa y que cayó con gran estruendo, dando tumbos sobre el suelo de piedra.
– No importa -dijo rápidamente Alaïs, que no quería arriesgarse a avivar aún más la cólera de su padre, demorando a Guilhelm-. Los criados se ocuparán de esto. Tú vete. Y vuelve cuanto antes.
Guilhelm sonrió y se marchó.
Cuando dejó de oír el ruido de sus pasos, Alaïs volvió a la alcoba y observó el desastre. Grumos de queso blanco, húmedos y viscosos, se habían pegado a las esteras de esparto que cubrían el suelo. Suspiró y se agachó para recoger la tabla.
Yacía de lado, apoyada contra el travesaño de madera de la cama. Cuando la levantó, sus dedos rozaron algo en la cara inferior. Le dio la vuelta para mirar.
Había un laberinto labrado en la pulida superficie de la madera oscura.
– Meravilhós. Precioso -murmuró.
Cautivada por las líneas perfectas de los círculos que se curvaban en torno a otros círculos de dimensiones decrecientes, Alaïs repasó el grabado con los dedos. El tacto suave y sin mella hablaba de una obra de amor, hecha con cuidado y precisión.
Sintió que un recuerdo se removía en el fondo de su mente. Levantó la tabla, segura de haber visto algo parecido en otra ocasión, pero el recuerdo era esquivo y se negaba a salir de la oscuridad. Ni siquiera recordaba de dónde había salido aquella tabla. Al final, renunció a perseguir y atrapar el huidizo pensamiento.
Llamó a su criada, Severine, para que limpiara la habitación. Después, para mantener la mente apartada de lo que estaría sucediendo en la Gran Sala, concentró la atención en las hierbas que había recogido en el río al alba.
Habían quedado descuidadas demasiado tiempo. Las tiras de paño se habían secado, las raíces se habían vuelto quebradizas y las hojas habían perdido la mayor parte de la humedad. Confiando en poder salvar aún alguna cosa, Alaïs roció con agua el capazo y se puso manos a la obra.
Pero durante todo el tiempo dedicado a moler las raíces y coser saquitos para guardar las flores y perfumar el ambiente, durante todo el rato dedicado a preparar el ungüento para la pierna de Jacques, sus ojos no dejaron de desviarse una y otra vez hacia la tabla, que yacía muda sobre la mesa, frente a ella, y rehusaba revelarle sus secretos.
Guilhelm atravesó la plaza corriendo, sintiendo que la capa le golpeaba molestamente las rodillas, y maldiciendo la mala suerte de que lo hubieran pillado justo ese día de entre todos los días.
No era corriente que los chavalièrs participaran en el Consejo, y el hecho de haber sido convocados en la Gran Sala, y no en el donjon, permitía suponer que se trataba de algo grave.
¿Habría dicho la verdad Pelletier cuando afirmó haber enviado antes un mensajero personal a la habitación de Guilhelm? No podía estar seguro. ¿Y si François había estado allí y había notado su ausencia? ¿Qué diría Pelletier al respecto?
En cualquier caso, el resultado era el mismo. Tenía problemas.
La pesada puerta que conducía a la Gran Sala estaba abierta. Guilhelm subió apresuradamente los peldaños, de dos en dos.
Cuando sus ojos se habituaron a la penumbra del pasillo, vio la inconfundible figura de su suegro, de pie junto a la entrada de la sala. Guilhelm hizo una profunda inspiración y siguió andando, cabizbajo. Pelletier extendió un brazo, impidiéndole el paso.
– ¿Dónde estabas? -preguntó.
– Disculpadme, messer. No recibí el aviso.
El rostro de Pelletier era de un rojo profundo y tormentoso.
– ¿Cómo te atreves a llegar tarde? -dijo en tono acerado-. ¿Crees que las órdenes no valen para ti? ¿Que un chavalièr de tanto renombre como tú puede ir y venir como le plazca y no como le ordene su señor?
– Os juro por mi honor, messer, que de haber sabido…
Pelletier soltó una amarga carcajada.
– ¡Tu honor! -dijo ferozmente, hundiendo un dedo acusador en el pecho de Guilhelm-. ¿Me tomas por tonto, Du Mas? Envié a mi propio criado a tus habitaciones para que te diera el mensaje. Tuviste tiempo más que suficiente para estar listo. Aun así, he tenido que ir yo personalmente a buscarte. ¡Y cuando lo he hecho, te he encontrado en la cama!
Guilhelm abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Podía ver gotitas de saliva en las comisuras de la boca de Pelletier y en las cerdas grises de su barba.
– ¡Ya no es tanto tu engreimiento, por lo que veo! ¿Qué? ¿No tienes nada que decir? Te lo advierto, Du Mas, el hecho de que estés casado con mi hija no me impedirá administrarte un castigo ejemplar.
– Señor, yo…
Sin previo aviso, el puño de Pelletier le golpeó el estómago. El puñetazo no fue muy fuerte, pero sí lo suficiente para hacerle perder el equilibrio, al no encontrarse en guardia.
Trastabillando hacia atrás, Guilhelm cayó contra la pared del fondo.
En seguida, la manaza del senescal lo cogió por el cuello y le empujó la cabeza contra la piedra. Por el rabillo del ojo, Guilhelm pudo ver al guarda apostado junto a la puerta, que se inclinaba hacia adelante para ver mejor lo que estaba ocurriendo.
– ¿Ha quedado suficientemente claro? -escupió Pelletier en la cara de su yerno, aumentando otra vez la presión. Guilhelm no podía hablar-. No te oigo, gojat -dijo el senescal-. ¿Ha quedado suficientemente claro?
Esta vez, el joven consiguió articular sofocadamente unas palabras.
– Òc, messer.
Sentía que se estaba poniendo de color morado. La sangre le martillaba en la cabeza.
– Te lo advierto, Du Mas. Estaré observando. Estaré esperando. Y si das un paso en falso, me ocuparé de que lo lamentes. ¿Me has entendido bien?
Guilhelm abrió la boca buscando aire. Había conseguido asentir con la cabeza, rasguñándose el cuello con la superficie rugosa de la pared, cuando Pelletier le propinó un último y malicioso empujón que le aplastó las costillas contra la dura piedra, antes de soltarlo.
En lugar de entrar en la Gran Sala, el senescal salió en tromba en dirección opuesta, hacia la plaza.
En cuanto se hubo marchado, Guilhelm se dejó caer, doblado por la cintura, tosiendo, frotándose el cuello e inhalando aire a grandes bocanadas, como alguien a punto de ahogarse. Se masajeó la garganta y se limpió la sangre del cuello.