El Laberinto
Poco a poco, su respiración volvió a la normalidad. Se arregló la ropa. Su cabeza ya bullía con las mil maneras en que haría pagar a Pelletier la humillación sufrida. Dos veces en el espacio de un día. El insulto era demasiado grande como para pasarlo por alto.
De pronto, consciente del murmullo ininterrumpido de voces que desbordaba del interior de la Gran Sala, Guilhelm advirtió que debía reunirse con sus compañeros antes de que regresara Pelletier y lo encontrara aún de pie en la puerta
El guardia no hizo el menor intento por ocultar lo mucho que se estaba divirtiendo
– ¿Y tú qué miras? -le espetó Guilhelm-. Mantén la boca cerrada, ¿me oyes?, o lo lamentarás
No era una amenaza vacía. De inmediato, el guardia bajó la vista y se apartó para dejar pasar a Guilhelm.
– Así está mejor.
Con las amenazas de Pelletier resonando aún en sus oídos, Guilhelm entró en la sala intentando pasar inadvertido. Sólo sus mejillas encendidas y el ritmo desbocado de su corazón delataban lo ocurrido.
CAPÍTULO 6
El vizconde Raymond-Roger Trencavel estaba de pie sobre una plataforma, en el extremo más alejado de la Gran Sala. Advirtió que Guilhelm du Mas, al fondo, entraba subrepticiamente y con retraso, pero a quien él esperaba era a Pelletier.
Trencavel iba vestido para la diplomacia, no para la guerra. La túnica roja de manga larga, con ribetes dorados en torno al cuello y los puños, le llegaba a las rodillas. Llevaba una capa azul sujeta al cuello por un broche de oro grande y redondo, refulgente a la luz del sol que se colaba a través de las alargadas ventanas alineadas en lo alto de la pared meridional de la estancia. Sobre su cabeza había un gran escudo con el emblema de los Trencavel y dos pesadas picas de metal cruzadas debajo, en forma de aspa. Era la misma enseña que lucía en los estandartes, los ropajes de ceremonia y las armaduras, y que colgaba sobre el rastrillo de la puerta de Narbona, detrás del foso, para dar la bienvenida a los amigos y recordarles el vínculo histórico entre la dinastía Trencavel y sus vasallos. A la izquierda del escudo había un tapiz con un unicornio danzante, que llevaba generaciones suspendido del mismo muro.
Del otro lado de la plataforma, hundida en la pared, una puerta pequeña daba paso a los aposentos privados del vizconde, en la torre Pinta, que era la torre del vigía y la parte más antigua del Château Comtal. La puerta estaba flanqueada por largas cortinas azules, con tres franjas bordadas con los armiños del escudo de los Trencavel. Las cortinas brindaban cierta protección contra las frías corrientes de aire que soplaban por la Gran Sala en invierno, pero ahora estaban sujetas con un único y pesado torzal dorado.
Raymond-Roger Trencavel había pasado los primeros años de su infancia en aquellas salas, y después había regresado para vivir entre aquellos antiguos muros con su esposa, Agnès de Montpelhièr, y su hijo y heredero de dos años de edad. Se arrodillaba en la misma capilla diminuta donde habían orado sus padres, y dormía en su cama, donde él mismo había venido al mundo. En días de verano como aquél, miraba el amanecer a través de las mismas ventanas y contemplaba el sol poniente, que pintaba de rojo el cielo sobre el Pays d’Òc.
Visto de lejos, Trencavel parecía sereno e impasible, con el pelo castaño que descansaba levemente sobre sus hombros y las manos entrelazadas a la espalda. Pero la expresión de su rostro era ansiosa y su mirada se clavaba una y otra vez en la puerta principal.
Pelletier sudaba profusamente. La rígida ropa le molestaba bajo los brazos y se le pegaba a la base de la espalda. Se sentía viejo e insuficiente para la tarea que le aguardaba.
Esperaba que el aire fresco le aclarara las ideas. No fue así. Todavía estaba enfadado consigo mismo por haber perdido los estribos y dejado que la animosidad contra su yerno lo desviara de la tarea que tenía entre manos. De momento no podía permitirse pensar en ello. Ya se ocuparía de Du Mas más adelante, llegado el caso. Ahora su lugar estaba al lado del vizconde.
Simeón tampoco estaba lejos de sus pensamientos. Aún podía sentir el miedo candente que le había aherrojado el corazón cuando volteó el cuerpo en el agua, y el alivio al ver el rostro abotargado de un desconocido que le devolvía la mirada con sus ojos muertos.
El calor en el interior de la Gran Sala era agobiante. Más de un centenar de hombres de iglesia y estado llenaban la estancia, tórrida y apenas ventilada, que apestaba a sudor, ansiedad y vino. Había un persistente goteo de conversación agitada e incómoda.
Los criados más cercanos a la puerta se inclinaron cuando Pelletier apareció y se apresuraron a servirle vino. Justo enfrente de él, en el lado opuesto de la estancia, había una fila de sitiales de respaldo alto y lustrosa madera oscura, semejantes a la sillería del coro de la catedral de Sant Nazari, ocupados por la nobleza del Mediodía, los señores de Mirepoix y Fanjeaux, Coursan y Termenès, Albí y Mazamet. Todos ellos habían sido invitados a Carcasona para celebrar la festividad de Sant Nazari, pero en lugar de eso se habían encontrado con la convocatoria al Consejo. Pelletier podía ver la tensión en sus caras.
Se abrió paso entre los grupos de hombres, los cónsules de Carcasona y los principales burgueses de los suburbios comerciales de Sant-Vicens y Sant Miquel, examinando el recinto con su experimentada mirada sin dejar traslucir que lo estaba haciendo. Varios clérigos y monjes disimulaban su presencia entre las sombras de la pared septentrional, con el rostro medio oculto por las capuchas y las manos escondidas en el interior de las amplias mangas de sus hábitos negros.
Los chavalièrs de Carcasona, entre ellos Guilhelm du Mas, aguardaban de pie delante de la colosal chimenea de piedra, que se extendía desde el suelo hasta el techo en el lado opuesto de la estancia. El escrivan Jehan Congost, escribano de Trencavel y marido de Oriane, la hija mayor de Pelletier, estaba sentado ante su mesa alta de escritorio, al frente de la sala.
Pelletier se detuvo delante del estrado e hizo una reverencia. Una expresión de alivio recorrió la cara del vizconde Trencavel.
– Disculpadme, messer.
– No hay nada que disculpar, Bertran -dijo, haciéndole un gesto para que se le acercara-, puesto que ya estás aquí.
Intercambiaron unas palabras, con las cabezas a muy escasa distancia para que nadie pudiera oír lo que decían, y después, a instancias de Trencavel, Pelletier dio un paso al frente.
– Caballeros -dijo alzando la voz-. Caballeros, os ruego silencio para oír a vuestro señor, Raymond-Roger Trencavel, vizconde de Carcassona, Besièrs y Albí.
Trencavel se adelantó, con las manos abiertas en un gesto de bienvenida. La Gran Sala guardó silencio. Nadie se movió. Nadie habló.
– Benvenguts, mis caballeros, mis leales amigos -dijo. Su voz, nítida y firme como el tañido de una campana, delataba su juventud-. Benvenguts a Carcassona. Gracias por vuestra paciencia y por vuestra presencia. Os estoy agradecido a todos.
Pelletier recorrió con la mirada el mar de rostros, intentando calibrar el estado de ánimo colectivo. Veía curiosidad, entusiasmo, ambición y nerviosismo, y comprendía cada una de esas emociones. Mientras no supieran para qué los habían convocado ni -más importante aún- lo que Trencavel quería de ellos, ninguno sabría cómo comportarse.
– Es mi ferviente deseo -prosiguió Trencavel- que el torneo y la fiesta se celebren a final de este mes, tal como estaba previsto. Sin embargo, hoy hemos recibido una información tan grave y de tan importantes consecuencias que creo oportuno compartirla con vosotros. Porque nos afecta a todos.
»En atención a quienes no estuvieron presentes en nuestro último Consejo, permitidme que os recuerde cómo está la situación. Hace un año, por Pascua, contrariado por el fracaso de sus legados y predicadores en su intento de persuadir a los hombres libres de estas tierras para que rindieran pleitesía a la Iglesia de Roma, el papa Inocencio III predicó una cruzada para liberar a la cristiandad de lo que él llamó «el cáncer de la herejía», que a su entender se extendía sin coto por el Pays d’Òc.
»Para él, los pretendidos herejes, los bons homes, eran peores que los mismísimos sarracenos. Sin embargo, su prédica apasionada y retórica cayó en oídos sordos. El rey de Francia no se inmutó. Los apoyos tardaron en llegar.
»El objeto de su veneno era mi tío, Raymond VI, conde de Tolosa. De hecho, las acciones intemperantes de los hombres de mi tío, implicados en la muerte de Pedro de Castelnau, el legado papal, fueron el motivo de que su santidad fijara su atención en el Pays d’Òc desde un principio. Mi tío fue acusado de tolerar la expansión de la herejía en sus dominios e, implícitamente, en los nuestros. -Trencavel dudó y en seguida se corrigió-. No, no de tolerar la herejía, sino de incitar a los bons homes a buscar refugio en sus dominios.
Un monje de aspecto ascético y combativo, que estaba de pie cerca del estrado, levantó la mano para pedir la palabra.
– Hermano -dijo rápidamente Trencavel-, te ruego que tengas un poco más de paciencia. Cuando haya concluido lo que tengo que decir, todos tendréis ocasión de hablar. Entonces llegará la hora del debate.
Con una mueca de disgusto, el monje dejó caer el brazo.
– La frontera entre la tolerancia y la incitación es muy tenue amigos míos -prosiguió en tono sereno. Pelletier hizo un gesto de silenciosa aprobación, aplaudiendo para sus adentros su astuto manejo de la situación-. Por mi parte, si bien estaba dispuesto a reconocer que mi tío no tiene precisamente fama de piadoso -Trencavel hizo una pausa, dejando que la implícita crítica calara en su audiencia-, y aunque aceptaba que su conducta no estaba más allá de todo reproche, consideré que no nos correspondía a nosotros juzgar sus yerros o sus aciertos. -Sonrió-. ¡Que discutieran los curas de teología y nos dejaran en paz a los demás!
Hizo una pausa. Su rostro se ensombreció. Su voz perdió toda la luz.
– No era la primera vez que la independencia y la soberanía de nuestras tierras se veían amenazadas por invasores del norte. No pensé que fuera a derivarse nada de ello. No podía creer que fuera a derramarse sangre cristiana, en suelo cristiano, con la bendición de la Iglesia católica.
»Mi tío, en Tolosa, no compartía mi optimismo. Desde el principio creyó que la amenaza de la invasión era real. Para proteger su tierra y su soberanía, nos ofreció una alianza. Mi respuesta, como recordaréis, fue que nosotros, los del Pays d’Òc, vivimos en paz con nuestros vecinos, ya sean bons homes, judíos o incluso sarracenos. Si acatan nuestras leyes, si respetan nuestras costumbres y tradiciones, entonces son de los nuestros. Fue mi respuesta entonces. -Hizo una pausa-. Y habría seguido siendo mi respuesta ahora.