El Laberinto
Apretando con fuerza la hebilla en una mano, como un talismán, hace una profunda inspiración y entra en el pasaje. De inmediato, el olor del aire subterráneo y escondido desde tiempos remotos la envuelve y le llena la boca, la garganta y los pulmones. El ambiente es frío y húmedo, sin indicios de los gases secos y tóxicos que según le han advertido envenenan la atmósfera en algunas cuevas sin ventilación, por lo que supone que por algún sitio entrará aire fresco. Por si acaso, rebusca en los bolsillos de sus pantalones cortos hasta encontrar un mechero. Enciende la llama y la adelanta en la oscuridad, para comprobar que hay oxígeno. Ésta oscila con un golpe de aire, pero no se apaga.
Nerviosa y con cierta sensación de culpa, Alice envuelve la hebilla en un pañuelo, se la guarda en el bolsillo y da unos cuantos pasos cautelosos. La luz de la llama es débil, pero ilumina la porción de túnel que tiene inmediatamente por delante, arrojando sombras sobre las abruptas paredes grises.
A medida que se adentra por el pasaje, siente el frío desapacible del aire enroscándose como un gato en sus piernas y sus brazos. Está bajando. Siente la pendiente del suelo bajo sus pies, pedregosa y desigual. El crujido de las piedras y la grava resuena con fuerza en el espacio cerrado y silencioso. La luz del día se vuelve cada vez más tenue a sus espaldas, cuanto más profundamente se adentra en el pasadizo.
De pronto, ya no quiere proseguir. No tiene el menor deseo de estar donde está. Pero la situación tiene algo de inevitable, algo que la impulsa a seguir descendiendo hacia el vientre de la montaña.
Al cabo de unos diez metros más, el túnel se acaba. Alice se encuentra a las puertas de una cámara cerrada y cavernosa, de pie sobre una plataforma rocosa natural. Justo frente a ella, un par de peldaños anchos y de escasa altura conducen al área principal, donde el suelo ha sido nivelado y parece liso y plano. La caverna mide unos diez metros de largo por cinco de ancho y, más que ser obra exclusiva de la naturaleza, ha sido claramente modelada por la mano del hombre. El techo es bajo y abovedado, como la cubierta de una cripta.
Alice se queda mirando, empuñando en alto la llamita vacilante, molesta por una curiosa y punzante sensación de familiaridad que no consigue explicarse. Está a punto de bajar los peldaños, cuando advierte que hay letras grabadas en la piedra del escalón más alto. Se agacha e intenta leer la inscripción. Sólo las tres primeras palabras y la última letra (N o quizá H) son legibles. Las otras se han borrado con la erosión o los golpes. Alice aparta el polvo con los dedos y dice las letras en voz alta. El eco de su voz resuena hostil y amenazador en el silencio.
– P-A-S A P-A-S… Pas a pas.
¿Paso a paso? ¿Paso a paso qué? Un tenue recuerdo encrespa la superficie de su subconsciente, como una canción hace tiempo olvidada. Después desaparece.
– Pas a pas -susurra esta vez, pero no significa nada. ¿Una plegaria? ¿Una advertencia? Sin saber lo que sigue, no tiene sentido.
Nerviosa, se incorpora y baja los peldaños, uno a uno. En su interior, la curiosidad combate con la premonición, y siente que en los delgados brazos desnudos se le pone la carne de gallina, no sabe muy bien si por la inquietud o por el frío de la cueva.
Alice sigue manteniendo la llama en alto para iluminarse el camino, con cuidado para no resbalar ni mover nada. Al llegar abajo se detiene. Hace una profunda inspiración y da un paso hacia la oscuridad de ébano. Apenas consigue distinguir la pared más alejada de la cámara.
A esa distancia, es difícil saber con certeza si se trata de una ilusión creada por la luz o una sombra proyectada por la llama, pero parece como si hubiera un gran motivo circular de líneas y semicírculos pintados o grabados en la roca. Delante, en el suelo, hay una mesa de piedra de poco más de un metro de altura, como un altar.
Manteniendo la vista fija en el símbolo de la pared para no perder la orientación, Alice avanza poco a poco. Ahora puede ver más claramente el dibujo. Parece algo así como un laberinto, aunque la memoria le dice que hay algo que no acaba de encajar. No se trata de un verdadero laberinto. Las líneas no conducen al centro, como debieran. El dibujo está equivocado. Alice no podría explicar por qué está tan segura, pero sabe que está en lo cierto.
Con los ojos puestos en el laberinto, se acerca cada vez más. Su pie topa con algo duro en el suelo. Se oye un golpe tenue y hueco, y el ruido de algo que sale rodando, como si un objeto hubiera cambiado de posición.
Alice baja la vista.
Le empiezan a temblar las piernas. La pálida llama parpadea en sus manos. El horror le quita el aliento. Está de pie al borde de una tumba poco profunda, una simple depresión en el suelo. En su interior hay dos esqueletos que una vez fueron humanos, con los huesos lavados por el tiempo. Las ciegas órbitas de una de las calaveras la miran fijamente desde abajo. El otro cráneo, que ella misma ha desplazado con el pie, yace sobre uno de sus lados, como apartando la vista para no verla.
Los cadáveres han sido colocados uno junto al otro, mirando al altar, como bajorrelieves en un sarcófago. La disposición es simétrica y están perfectamente alineados, pero no hay serenidad en ese sepulcro. No hay sensación de paz. Los pómulos de una de las calaveras están aplastados, hundidos como los de una máscara de cartón piedra. El otro esqueleto tiene varias costillas partidas y curvadas hacia fuera, sobresaliendo de una forma extraña, como las ramas quebradizas de un árbol muerto.
«No pueden hacerte daño.» Resuelta a no dejarse dominar por el miedo, Alice se obliga a agacharse, con cuidado para no tocar nada más. Recorre con la vista la tumba. Hay un puñal junto a uno de los esqueletos, con el filo embotado por el tiempo, y unos cuantos fragmentos de paño. A su lado, una bolsa cerrada con una cuerda corrediza, que por su tamaño podría contener una caja pequeña o un libro. Alice arruga el ceño. Está segura de que ha visto antes algo parecido, pero el recuerdo se niega a materializarse.
El objeto blanco y redondo alojado entre los dedos como garras del esqueleto más menudo es tan pequeño que Alice ha estado a punto de no verlo. Sin pararse a pensar si debe hacerlo o no, saca rápidamente unas pinzas del bolsillo, se tumba en el suelo y, con infinito cuidado, lo recoge. Después, lo levanta a la luz de la llama mientras sopla suavemente para apartar el polvo y verlo mejor.
Es un pequeño anillo de piedra, sin ningún rasgo particular, de superficie lisa y redondeada. También le resulta extrañamente familiar. Alice lo observa más de cerca. Tiene un motivo grabado por dentro. Al principio piensa que puede ser algún tipo de sello. Después, con un sobresalto, cae en la cuenta. Levanta la vista hacia el dibujo de la pared al fondo de la cámara y vuelve a mirar el anillo.
Los motivos son idénticos.
Alice no es religiosa. No cree en el cielo ni en el infierno, ni tampoco en Dios, ni en el diablo, ni en las criaturas que supuestamente merodean por esas montañas. Pero por primera vez en su vida, la abruma la sensación de estar en presencia de algo sobrenatural, algo inexplicable y fuera del alcance de su experiencia y su capacidad de comprensión. Siente que la maldad le repta por la piel, el cuero cabelludo y las plantas de los pies.
Su valor flaquea. De pronto la cueva se ha vuelto gélida. El miedo se adueña de su garganta y le congela el aire en los pulmones. Consigue ponerse en pie. No debería estar allí, en ese lugar antiquísimo. Ansia con desesperación salir de la cámara, lejos de los indicios de violencia y el olor a muerte, y volver a la luminosa y segura luz del día.
Pero es tarde.
Por encima o por detrás de donde está -no sabría decirlo-, se oyen pasos.
El sonido reverbera en el espacio cerrado, bota y rebota en las paredes rocosas. Alguien viene.
Alice se vuelve, alarmada, y deja caer el mechero. La cueva queda sumida en la oscuridad. Intenta correr, pero en la negrura está desorientada y no encuentra la salida. Tropieza. Le fallan las piernas.
Se cae. El anillo sale despedido hacia la pila de huesos, el lugar donde pertenece.
CAPÍTULO 2
Los Seres
Sudoeste de Francia
Unos cuantos kilómetros al este en línea recta, en un pueblo perdido de los montes Sabarthès, un hombre alto y delgado, de traje claro, está sentado solo ante una mesa de lustrosa madera oscura.
El techo de la habitación es bajo y el suelo, de grandes baldosas cuadradas del color de la tierra roja de las montañas, que mantienen fresco el ambiente pese al calor que hace fuera. El postigo de la única ventana está cerrado, de modo que reina la oscuridad, a excepción de la charca de luz amarilla que proyecta una pequeña lámpara de aceite colocada sobre la mesa. Junto a la lámpara hay un vaso alto, lleno casi hasta el borde de un líquido rojo.
Hay varias hojas de grueso papel color crema dispersas por la mesa, todas ellas cubiertas con líneas y líneas de pulcra escritura en tinta negra. La habitación está en silencio, a excepción del rasgueo de la pluma sobre el papel y el tintineo del hielo al chocar con los lados del vaso, cuando el hombre bebe. Se nota un tenue aroma a alcohol y cerezas. El tictac del reloj marca el paso del tiempo, mientras el hombre hace una pausa, reflexiona y vuelve a escribir.
Lo que dejamos en esta vida es el recuerdo de quienes hemos sido y de lo que hemos hecho. Una huella, nada más. He aprendido mucho. Me he vuelto sabio. Pero ¿he hecho algo digno de mención? No sabría decirlo. Pas a pas, se va luènh.
He visto el verde de la primavera transmutarse en el oro del verano, y el cobre del otoño tornarse en el blanco del invierno, mientras esperaba a que se desvaneciera la luz. Una y otra vez me he preguntado por qué. Si hubiese sabido cómo iba a ser vivir con tanta soledad, ser el único testigo del ciclo interminable del nacimiento, la vida y la muerte, ¿qué habría hecho? Alaïs, me pesa mi soledad, demasiado extrema para soportarla. He sobrevivido a esta larga vida con el corazón vacío, un vacío que con los años se ha ido extendiendo hasta volverse más grande que mi propio corazón.
Me he esforzado por mantener las promesas que te hice. Una de ellas está cumplida, la otra sigue pendiente. Hasta ahora, sigue pendiente. Desde hace algún tiempo, siento que estás cerca. Nuestra hora vuelve a estar próxima. Todo lo indica. Pronto se abrirá la cueva. Siento esta certidumbre a mi alrededor. Y el libro, a salvo durante tanto tiempo, también será hallado.
El hombre hace una pausa y coge el vaso. Los recuerdos le nublan los ojos, pero el guignolet es fuerte y dulce, y lo reanima.