El Laberinto
La he encontrado. Por fin. Y me pregunto, si pongo el libro en sus manos, ¿le resultará familiar? ¿Lleva su memoria escrita en la sangre y los huesos? ¿Recordará cómo resplandece la tapa y cambia de color? Si suelta los lazos y lo abre con cuidado para no dañar el pergamino seco y quebradizo, ¿recordará las palabras que reverberan a través de los siglos?
Rezo para que por fin, cuando mis largos días se acercan a su término, se me conceda la oportunidad de rectificar lo que una vez hice mal y de conocer por fin la verdad. La verdad me hará libre.
El hombre se reclina en su asiento y apoya delante de él, planas sobre la mesa, las manos manchadas por la edad. La oportunidad de saber, después de tantísimo tiempo, lo que sucedió al final.
Es todo lo que quiere.
CAPÍTULO 3
Chartres
Norte de Francia
Más tarde ese mismo día, casi mil kilómetros más al norte, otro hombre de pie en un pasadizo tenuemente iluminado, bajo las calles de Chartres, está aguardando a que dé comienzo una ceremonia.
Tiene las palmas sudorosas y la boca seca, y percibe cada nervio y cada músculo de su cuerpo, e incluso la pulsación de sus venas en las sienes. Se siente aturdido e incapaz de actuar con naturalidad, pero no sabe si atribuírselo al nerviosismo y la expectación o a los efectos del vino. La poco familiar túnica de algodón blanco le cuelga pesadamente de los hombros y los cordones de cáñamo retorcido sobre las huesudas caderas lo incomodan. Echa una mirada furtiva a los dos personajes que guardan silencio junto a él, uno a cada lado, pero tienen la cara cubierta por sendas capuchas. No puede saber si están tan nerviosos como él o si ya han pasado muchas veces por el ritual. Van vestidos como él, sólo que sus túnicas son doradas en lugar de blancas y van calzados. Él está descalzo y las losas del suelo están frías.
Muy por encima de la escondida red de galerías, empiezan a sonar las campanas de la grandiosa catedral gótica. Siente que los hombres a su lado enderezan la espalda. Es la señal que estaban esperando. De inmediato, baja la cabeza e intenta concentrarse en el presente.
– Je suis prêt -murmura, más para tranquilizarse que como aseveración. Ninguno de sus acompañantes reacciona en modo alguno.
Cuando el último eco de las campanas se desvanece en el silencio, el acólito a su izquierda da un paso al frente y, con una piedra parcialmente oculta en la palma de la mano, golpea cinco veces la pesada puerta. Del interior llega la respuesta.
– Dintratz. -Entren.
El hombre cree reconocer la voz de la mujer, pero no tiene tiempo de averiguar de dónde ni de cuándo, porque ya se está abriendo la puerta para revelar la estancia que durante tanto tiempo ha ansiado ver.
Con pasos sincronizados, los tres hombres avanzan lentamente. Lo ha ensayado y sabe lo que vendrá y lo que se espera de él, pero siente las piernas un poco inseguras. Después del frío del pasadizo, en la sala hace calor y está oscuro. La única luz viene de las velas, dispuestas en los nichos y sobre el altar, que proyectan sobre el suelo sombras danzantes.
La adrenalina le recorre el cuerpo, aunque se siente extrañamente ajeno a lo que está ocurriendo. Cuando la puerta se cierra tras él, se sobresalta.
Los cuatro asistentes principales están situados al norte, al sur, al este y al oeste de la estancia. Su mayor deseo sería levantar la vista y mirar mejor, pero se obliga a mantener bajos los ojos y oculto el rostro, tal como ha sido instruido. Puede ver las dos filas de iniciados, alineados a ambos lados de la cámara rectangular, seis en cada uno. Puede sentir el calor de sus cuerpos y oír el ritmo de sus respiraciones, aunque nadie se mueve ni habla.
Ha memorizado la disposición gracias a los papeles que le han dado, y cuando avanza hacia el sepulcro que está en mitad de la estancia, siente las miradas en su espalda. Se pregunta si conocerá a alguno de ellos. Colegas del trabajo, la esposa de algún conocido, cualquiera puede ser miembro. No puede evitar que una leve sonrisa se le insinúe en los labios cuando por un momento se permite fantasear acerca de cómo cambiarán las cosas a raíz de su admisión en la sociedad.
Pero bruscamente regresa al presente, cuando casi se cae al tropezar con la piedra que hace las veces de reclinatorio, en la base del sepulcro. La estancia es más pequeña de lo que había imaginado observando el plano, más confinada y claustrofóbica. Había esperado que la distancia entre la puerta y la piedra fuera mayor.
Cuando se arrodilla sobre la piedra, oye que alguien a escasa distancia inhala con fuerza el aire, y se pregunta por qué. El corazón se le acelera y cuando baja la vista ve que tiene blancos los nudillos. Turbado, entrelaza las manos, pero en seguida se da cuenta y deja caer los brazos a los lados del cuerpo, como le han dicho que tiene que llevarlos.
Hay un leve declive en el centro de la piedra, cuya superficie siente dura y fría en las rodillas, a través de la fina tela de la túnica. Se desplaza ligeramente, tratando de adoptar una postura menos incómoda. Pero la incomodidad le ofrece algo en que pensar y por eso la agradece. Todavía está aturdido y le resulta difícil concentrarse y recordar el orden que supuestamente deben seguir los acontecimientos, aunque lo ha repasado una y mil veces en su cabeza.
Dentro de la estancia empieza a sonar una campana, una nota aguda y cristalina; la acompaña un canto grave y salmodiado, suave al principio, que rápidamente se vuelve más potente a medida que se le unen más voces. Fragmentos de palabras y de frases reverberan en su mente: montanhas, montañas; noblesa, nobleza; libres, libros; graal, grial…
La Sacerdotisa baja del altar elevado y recorre la sala. El hombre apenas distingue el roce de sus pies sobre el suelo, pero imagina el resplandor y el balanceo de su túnica dorada, a la luz vacilante de las velas. Es el momento que ha estado esperando.
– Je suis prêt -repite entre dientes. Esta vez lo dice de verdad.
La Sacerdotisa se detiene ante él, que percibe su perfume sutil y ligero, entre el aroma embriagador del incienso. El hombre contiene el aliento cuando ella se inclina y lo coge de la mano. Sus dedos están fríos y sus uñas cuidadas, y un impulso eléctrico, casi de deseo, le recorre el brazo cuando ella le pone algo pequeño y redondeado en la palma y le hace cerrar los dedos para que lo aferré. Ahora quisiera (más que ninguna otra cosa que haya deseado en su vida) verle la cara. Pero mantiene baja la vista, fija en el suelo, como le han dicho que hiciera.
Los cuatro asistentes principales abandonan sus puestos y se acercan a la Sacerdotisa. El hombre siente que le inclinan la cabeza hacia atrás, suavemente, y le vierten entre los labios un líquido espeso y dulce. Es lo que estaba esperando y no opone resistencia. Mientras la ola de tibieza se extiende por su cuerpo, levanta los brazos y sus compañeros le echan un manto dorado sobre los hombros. El ritual es conocido para los presentes, pero aun así el hombre percibe en ellos cierta incomodidad.
De pronto, siente como si tuviera una argolla de hierro alrededor del cuello, aplastándole la tráquea. Sus manos vuelan a su garganta, mientras se debate para respirar. Intenta gritar, pero no le salen las palabras. La nota aguda y cristalina de la campana comienza a sonar otra vez, continua y persistente, sofocándolo. Una oleada de náuseas le recorre el cuerpo. Piensa que va a desmayarse y, buscando alivio, aprieta con tanta fuerza el objeto que tiene en la mano que las uñas le desgarran la blanda carne de la palma. La aguda sensación de dolor lo ayuda a no desplomarse. De pronto comprende que las manos apoyadas sobre sus hombros no están ahí para reconfortarlo. No lo animan, sino que lo sujetan. Le sobreviene otra oleada de náuseas y la piedra parece moverse y deslizarse bajo su cuerpo.
Ahora sus ojos están flotando y no consigue enfocar del todo las imágenes, pero ve que la Sacerdotisa tiene un cuchillo, aunque no comprende cómo ha podido llegar hasta su mano la hoja de plata. Intenta ponerse de pie, pero la droga es demasiado potente y le ha robado la fuerza. Ya no controla los brazos ni las piernas.
– Non! -intenta gritar, pero es demasiado tarde.
Al principio, cree que lo han golpeado entre los hombros, nada más. Después, un dolor embotado comienza a rezumar a través de su cuerpo. Algo tibio y suave se desliza poco a poco por su espalda.
Sin previo aviso, las manos que lo sujetaban lo sueltan y él cae hacia adelante, desplomándose como un muñeco de trapo sobre un suelo que parece subir a su encuentro. No siente dolor cuando su cabeza golpea el pavimento, fresco y reconfortante al contacto con su piel. Ahora todo el ruido, la confusión y el miedo se desvanecen. Sus ojos parpadean y se cierran. Ya no percibe nada más que el sonido de la voz de ella, que parece venir de muy lejos.
– Une leçon . Pour tous -parece estar diciendo, aunque no tiene sentido que lo diga.
En sus últimos instantes fracturados de conciencia, el hombre acusado de revelar secretos, condenado por haber hablado cuando debió callar, aferra con fuerza el codiciado objeto en su mano, hasta que ya no puede agarrarse a la vida y el pequeño disco gris, no más grande que una moneda, rueda por el suelo.
En una de sus caras están las letras NV. En la otra, hay grabado un laberinto.
CAPÍTULO 4
Pico de Soularac
Montes Sabarthès
Por un momento, todo está en silencio. Después, la oscuridad se disuelve. Alice ya no está en la cueva. Está flotando en un mundo blanco e ingrávido, transparente, apacible y silencioso.
Está libre. A salvo.
Tiene la sensación de escapar del tiempo, como si cayera de una dimensión a otra. La línea entre pasado y presente se está desvaneciendo en ese espacio intemporal e interminable.
Luego, como cuando se abre la trampilla bajo la plataforma de una horca, Alice siente una repentina sacudida y acto seguido se desploma y cae a través del cielo abierto, hacia la boscosa ladera de la montaña. El aire fresco le silba en los oídos mientras se precipita en acelerado descenso hacia el suelo.
El momento del impacto nunca llega. No hay huesos astillados contra el gris pizarra del pedernal y las rocas. En su lugar, Alice toma contacto con el suelo, corriendo y trastabillando por una empinada y agreste senda en terreno boscoso, entre dos filas de árboles altos. La arboleda es densa, alta y se yergue muy por encima de su cabeza, de modo que le impide ver lo que hay más allá.