Testigos del silencio
Capítulo 10
Charbonneau se apoyó en el Chevy y encendió un cigarrillo. Estaba tan tenso como la cuerda de un arco. Permaneció inmóvil unos momentos, al parecer considerando lo que los viejos le habían dicho y por fin nos habló, sin apenas mover los labios, formando una firme línea con la boca.
– ¿Qué opinan ustedes? -preguntó.
– Esa pareja parece pasar mucho tiempo ahí -aventuré.
Un reguero de sudor me corría por la espalda, bajo la camiseta.
– Podrían tratarse de dos tarados mentales -dijo Claudel.
– O haber visto realmente a ese hijo de perra -repuso Charbonneau.
Aspiró a fondo y sacudió el cigarrillo con el dedo.
– No han sido muy concretos con los detalles-señaló Claudel.
– Sí -contestó Charbonneau-, pero todos estábamos de acuerdo en que el tipo no resultaba muy identificable. Y los mutantes como él procuran llamar poco la atención.
– El abuelo número dos parecía muy seguro -añadí.
– Esos dos acaso sólo están seguros de la localización del banco de plasma y de la tienda de bebidas -se burló Claudel-. Probablemente son los dos únicos puntos de referencia que pueden situar.
Charbonneau dio una última calada, tiró su colilla y la aplastó con el pie.
– Puede no ser nada o quizá se encuentre ahí. No quiero errar en mis conjeturas. Propongo que echemos una mirada y que arrestemos al tipo si lo encontramos.
Advertí que Claudel volvía a encogerse de hombros.
– De acuerdo. Pero no quiero que nos juguemos el pellejo. Haré venir refuerzos.
Me echó una ojeada y luego miró a Charbonneau con las cejas enarcadas.
– A mí ella no me molesta -repuso su compañero.
Claudel sacudió la cabeza con aire reprobatorio, rodeó el coche y ocupó el puesto del pasajero. A través del parabrisas lo vi coger el auricular.
Charbonneau se volvió hacia mí.
– ¡Esté atenta! -me advirtió-. Si pasara algo, póngase a buen recaudo.
Le agradecí que se abstuviera de indicarme que no tocase nada.
Al cabo de un momento Claudel asomó la cabeza por la puerta del vehículo.
– Allons-y -dijo. Vámonos.
Ocupé el asiento posterior, y los detectives se instalaron en la parte delantera. Charbonneau puso el coche en marcha, y avanzamos lentamente por la manzana. Claudel se volvió hacia mí.
– Cuando lleguemos, no toque nada. Si se trata de ese tipo no queremos echar a perder posible pruebas.
– Lo intentaré -respondí esforzándome por disimular el sarcasmo-. Como no fabrico testosterona me cuesta recordar esas cosas.
Dio un resoplido y se volvió hacia adelante. Sin duda que ante un público agradecido hubiera puesto los ojos en blanco y sonreído desdeñoso.
Charbonneau paró en la curva, en mitad del edificio, y todos lo examinamos. Estaba rodeado de solares vacíos. En el cemento agrietado y la gravilla crecían frondosas las malas hierbas, y estaba sembrado de botellas rotas, neumáticos desechados y los restos que suelen acumularse en los espacios urbanos abandonados. Alguien había pintado un mural en la pared que daba al solar en el que aparecía una cabra con un arma automática colgada de cada oreja y en cuya boca sostenía un esqueleto humano. Me pregunté si el significado de aquel dibujo sería evidente para alguien que no fuese el artista.
– El viejo no lo ha visto hoy -dijo Charbonneau tamborileando los dedos en el volante.
– ¿Cuándo comienzan la vigilancia del vecindario? -preguntó Claudel.
– A las diez -repuso Charbonneau.
Consultó su reloj, y Claudel y yo lo imitamos. Pavlov se hubiera sentido orgulloso: eran las tres y diez de la tarde.
– Tal vez acostumbre acostarse tarde -dijo Charbonneau-. O quizás esté agotado por la excursión de ayer.
– O acaso no esté ahí en absoluto y esos viejos se carcajeen a nuestra costa.
– Quizá.
Un grupo de muchachas atravesaba el solar vacío de detrás del edificio cogidas del brazo con la camaradería de las adolescentes. Sus pantalones cortos formaban una hilera de banderas quebequesas, como una línea de flores de lis que oscilara a una mientras se internaban entre los hierbajos. Llevaban los cabellos trenzados y se los habían teñido con espray de color azul claro. Mientras las veía saltar y reírse entre aquel bochorno, pensé en lo fácil que puede extinguirse para siempre la animación juvenil por obra de un loco. Sentí una oleada de ira. ¿Sería posible que sólo nos separaran unos diez metros de semejante monstruo?
En aquel momento un coche patrulla azul y blanco apareció silencioso detrás de nosotros. Charbonneau se apeó y habló con los agentes. Al cabo de unos momentos regresaba.
– Ellos nos cubrirán la espalda -dijo señalándolos con la cabeza. Su voz reflejaba nerviosismo, sin rastro ya de sarcasmo-. Allons-y.
Cuando abrí la puerta Claudel se dispuso a decir algo, pero cambió de idea y fue hacia el apartamento seguido de Charbonneau y de mí. Advertí que se había desabrochado la chaqueta y que tenía el brazo derecho tenso y algo encorvado, con los reflejos preparados. Me pregunté para qué.
El edificio de ladrillo rojo se erguía solo. Sus vecinos hacía tiempo que habían desaparecido. La basura se amontonaba en los solares contiguos, y grandes bloques de cemento los salpicaban desordenadamente como rocas abandonadas en una retirada glacial. Una cadena oxidada y colgante discurría a modo de verja en la parte sur del edificio. La cabra estaba en la fachada norte.
Tres anticuadas puertas blancas, una junto a otra, daban a nivel de la rue Berger. Frente a ellas el suelo estaba cubierto por un tramo de asfalto que llegaba hasta la curva. La acera, pintada en otros tiempos de rojo, tenía ahora el color de sangre seca.
En la ventana de la tercera puerta un letrero escrito a mano se apoyaba en ángulo contra una cortina suelta y descolorida de encaje. Tras el sucio cristal leí con dificultades: «Chambres á louer, 1er étage.» Se alquilan habitaciones, l.er piso. Claudel apoyó el pie en el peldaño y pulso el botón superior de los dos que estaban junto a la puerta. No hubo respuesta. Llamó de nuevo y, tras una breve pausa, golpeó en la puerta.
– Tabemac! -chilló una voz junto a mi oído.
El detonante taco quebequés aceleró los latidos de mi corazón.
Al volverme comprobé que la voz procedía de una ventana de la planta baja, a un palmo a mi izquierda. A través de la persiana aparecía un rostro de hosca expresión, que no ocultaba su enojo.
– ¿Qué diablos hace? ¡Si rompe esa puerta, trou de cul, tendrá que pagarla!
– Policía -dijo Claudel pasando por alto la grosería.
– ¿Sí? Demuéstremelo.
Claudel aproximó su placa a la ventana. El rostro se adelantó, y advertí que se trataba de una mujer. Estaba sofocada y era de expresión porcina, y llevaba un pañuelo de diáfano color verde lima atado de modo exuberante en lo alto de la cabeza, de modo que los extremos se agitaban en el aire como orejas de gasa. Salvo por la ausencia de armamento y cuarenta quilos de más, guardaba un parecido notable con la cabra.
– ¿Y bien?
Las puntas del pañuelo flotaron en el aire mientras paseaba su mirada de Claudel a Charbonneau y a mí. Tras decidir que yo era la menos amenazadora, señaló con ellas en mi dirección.
– Quisiéramos hacerle unas preguntas -le dije. Al instante me sentí como si imitara a Perry Mason. Sonaba tan a cliché en francés como lo hubiera sido en inglés. Por lo menos no había añadido «madame» al final.
– ¿Se trata de Jean Marc?
– No deberíamos tratar esto en la calle -le respondí mientras me preguntaba quién sería el tal Jean Marc.
La mujer vaciló unos momentos y desapareció. Al cabo de unos momentos oímos tintinear cerrojos, y cuando la puerta se abrió, apareció su inmensa mole cubierta con una bata casera de nailon de color amarillo; tenía las axilas y la cintura mojadas de sudor, y en los pliegues que le rodeaban el cuello advertí rastros de transpiración mezclada con suciedad. La mujer nos cedió el paso y luego se volvió, anduvo por un estrecho pasillo y desapareció por una puerta de la izquierda. La seguimos en fila india, Claudel al frente y yo detrás de todos. El pasillo olía a coles y a grasa añeja. La temperatura del interior alcanzaba por lo menos los treinta y cinco grados.
Su pequeño apartamento hedía a excrementos antiguos de gato y estaba abarrotado del mobiliario pesado y oscuro fabricado en masa durante los años veinte y treinta. Dudé que la estructura hubiera cambiado desde el original. Un carril de vinilo claro atravesaba en diagonal la alfombra del salón, imitación raída de un original persa. No se veía el menor espacio despejado.
La mujer avanzó pesadamente hasta una silla tapizada que estaba junto a la ventana y se desplomó en ella. La mesita metálica del televisor que estaba a su derecha se tambaleó y una lata de pepsi retembló asimismo. Se arrellanó y miró con nerviosismo por la ventana: me pregunté si esperaría a alguien o si simplemente odiaba ver interrumpida su vigilancia.
Le tendí la foto. La mujer la miró y sus ojos se achicaron como larvas, ocultándose tras sus carnosos párpados. A continuación levantó la mirada hacia nosotros y, aunque tarde, comprendió que se había colocado en situación de desventaja: de pie, contaba con la ventaja de su altura. Estiró el cuello y paseó sus ojillos de uno a otro de nosotros. Su talante pareció mudar de beligerante a prudente.
– ¿Cuál es su nombre? -comenzó Claudel.
– Marie Eve Rochon. ¿De qué se trata? ¿Está Jean Marc en dificultades?
– ¿Es usted la conserje?
– Cobro los alquileres para el casero -respondió.
Aunque no había mucho espacio, se removió en la silla, que protestó de manera audible.
– ¿Lo conoce? -prosiguió Claudel mostrándole la foto.
– Sí y no. Se aloja aquí, pero no lo conozco.
– ¿Dónde?
– En el número seis. Primera entrada, la habitación de la planta baja -contestó con un amplio ademán que agitó como un flan su carne flaccida y celulítica.
– ¿Cómo se llama?
La mujer pensó unos momentos jugando distraída con una punta del pañuelo. Una gota de sudor alcanzó su máximo volumen hidrostático, estalló y se deslizó por su rostro.
– Saint Jacques. Aunque no suelen dar sus verdaderos nombres.
Charbonneau tomaba notas.
– ¿Cuánto tiempo lleva él aquí?
– Tal vez un año, mucho para este lugar. La mayoría son vagabundos. Como es natural, apenas lo veo. Viene y se va. No le presto mucha atención.