Testigos del silencio
Bajó la mirada y frunció los labios ante la evidente mentira.
– No hago preguntas -añadió.
– ¿Pide usted referencias?
Resopló suavemente y negó con la cabeza.
– ¿Recibe visitas su inquilino?
– Ya le he dicho que apenas lo veo.
Charbonneau guardó silencio unos momentos. Con sus tirones la mujer había desviado el pañuelo a la derecha, y las orejas estaban descentradas de su cabeza.
– Parece que siempre está solo -agregó.
Charbonneau miró a su alrededor.
– ¿Son como éste los otros apartamentos?
– El mío es el mayor. -Tensó las comisuras de la boca e irguió la barbilla de modo imperceptible. Aún entre la pobreza había lugar para el orgullo-. Los otros están destrozados. Algunos sólo son habitaciones con fogones y lavabos.
– ¿Se encuentra él aquí ahora?
La mujer se encogió de hombros. Charbonneau cerró su bloc de notas.
– Tenemos que hablar con él. Vamos.
– Moi? -se sorprendió la mujer.
– Acaso precisemos entrar en su apartamento.
La mujer se adelantó en la silla y se frotó las manos en los muslos. Tenía los ojos muy abiertos y dilatadas las aletas de la nariz.
– No puedo hacer eso: sería una violación de intimidad. Necesitan un mandamiento judicial o algo parecido.
Charbonneau la miró con fijeza sin responder. Claudel suspiró ruidosamente como si estuviera aburrido y defraudado. Vi deslizarse un reguero de agua condensada por la lata de pepsi que se unía a un charquito en su base. Nadie hablaba ni se movía.
– De acuerdo, de acuerdo, pero esto es cosa suya -dijo al cabo la mujer. Apoyando su peso en una y otra anca, se desplazó hacia adelante a sacudidas. La bata casera se fue subiendo cada vez más, dejando a la vista enormes fragmentos de carne marmórea. Cuando hubo conseguido conducir su centro de gravedad al borde de la silla, apoyó ambas manos en los brazos y se levantó.
La mujer se dirigió a un escritorio del otro lado de la sala y revolvió en un cajón. Al cabo de unos momentos extrajo un llavero cuya etiqueta comprobó y que entregó satisfecha a Charbonneau.
– Gracias, señora. Con mucho gusto comprobaremos que no existen irregularidades en su finca.
Cuando nos disponíamos a marchar no pudo reprimir su curiosidad.
– ¿Qué ha hecho ese tipo?
– Le devolveremos la llave cuando nos vayamos -repuso Claudel.
Al marcharnos, de nuevo sentimos su mirada clavada en nuestras espaldas.
El pasillo que se encontraba tras la puerta era idéntico al que acabábamos de dejar. Las puertas se abrían a derecha e izquierda y, en el fondo, una empinada escalera conducía a la primera planta. El número seis era el primero de la izquierda. El ambiente era sofocante y siniestramente silencioso.
Charbonneau se apostó a la izquierda y Claudel y yo a la derecha. Ambos llevaban las chaquetas desabrochadas y Claudel apoyaba la mano en la empuñadura de su automática. Llamó a la puerta sin obtener respuesta y golpeó por segunda vez con idéntico resultado.
Los dos detectives cruzaron una mirada, y Claudel hizo una señal de asentimiento. Apretaba las comisuras de la boca y su rostro aparecía más picudo que de costumbre. Charbonneau introdujo la llave en la cerradura y abrió la puerta. Aguardamos, tensos, mientras las motas de polvo volvían a depositarse en su lugar. No distinguimos sonido alguno.
– ¿Saint Jacques?
Silencio.
– ¿Monsieur Saint Jacques?
Idéntica respuesta.
Charbonneau alzó la palma ante mí. Aguardé mientras entraban los detectives y luego los seguí con el corazón latiéndome con fuerza.
La habitación estaba escasamente amueblada. En la esquina de la izquierda, una cortina de plástico de color rosado pendía de anillas oxidadas en un soporte semicircular para delimitar un improvisado baño. Bajo la cortina distinguí la base de una cómoda y una serie de tuberías que probablemente conducían a un fregadero. Las tuberías estaban muy oxidadas y recubiertas por una densa masa verdosa. A la izquierda de la cortina, en el muro posterior, se había incorporado un mostrador con cubierta de formica que contenía un fogón, varios vasos de plástico y una colección desparejada de platos y cacerolas.
Frente a la cortina, una cama deshecha se extendía a lo largo de la pared izquierda. A la derecha había una mesa que constaba de un gran panel de contrachapado apoyado sobre dos caballetes, que lucían un distintivo que acreditaba su pertenencia al municipio de Montreal, y cuya superficie estaba atestada de libros y papeles. La pared superior se hallaba cubierta de mapas, fotos y artículos periodísticos, formando un mosaico de recortes y pegotes que se extendían a lo largo de la mesa. Junto a ésta había una silla plegable metálica. La única ventana de la habitación daba a la derecha de la puerta principal, con un felpudo idéntico al de la señora Rochon. Dos bombillas pendían desde el techo.
– Bonito lugar -comentó Charbonneau.
– Sí, muy hermoso. Tanto como las herpes y el peluquín de Burt Reynolds.
Claudel se acercó a la zona de aseo, sacó un bolígrafo del bolsillo y lo utilizó para apartar la cortina.
– El ministerio de Defensa tal vez desee tomar huellas. Este material debe contar con potencial para la guerra biológica.
Dejó caer la cortina y fue hacia la mesa.
– Ese cabrón no está aquí -dijo Charbonneau, alzando el borde de la manta que cubría la cama con la puntera del zapato.
Yo inspeccionaba los objetos de cocina que estaban sobre el mostrador de formica. Dos vasos de cerveza de la Expo, una cacerola mellada con restos incrustados de algo parecido a espaguetis, un pedazo de queso semimordido y coagulado en su propia substancia en un bol azul de loza, una taza de un Burger King y varios paquetes de celofán con galletas saladas.
Al inclinarme sobre el fogón sentí el impacto del calor persistente que me heló la sangre en las venas. Me volví rápidamente hacia Charbonneau.
– ¡Está aquí! -exclamé.
El sonido de mi voz coincidió con el instante en que se abría bruscamente una puerta en el ángulo derecho de la habitación. La puerta golpeó a Claudel, le hizo perder el equilibrio y comprimió su brazo y hombro derechos contra la pared. Una figura cruzó por la habitación con el cuerpo inclinado y se precipitó hacia la entrada. Distinguí su respiración jadeante.
Por un momento, en su vertiginoso paso por la sala, el fugitivo alzó la cabeza y sus negros ojos se cruzaron con los míos bajo el ala de una gorra de color anaranjado. En aquel fugaz instante reconocí la mirada de un animal acorralado. Nada más. Luego desapareció.
Claudel recuperó el equilibrio, amartilló su arma y se lanzó tras él, seguido inmediatamente de Charbonneau. Sin pensarlo, me uní a la persecución.