El Misterio De La Cripta Embrujada
Capítulo IV EL INVENTARIO DEL SUECO
A PESAR de lo avanzado de la hora, los cafés de las Ramblas estaban concurridos. No así las aceras, a causa de la lluvia, que no cesaba de caer a raudales. Me tranquilizó ver que en cinco años la ciudad no había cambiado demasiado.
La pensión a la que me dirigí estaba cómodamente ubicada en un recoveco de la calle de las Tapias y se anunciaba así: HOTEL CUPIDO, todo confort, bidet en todas las habitaciones. El encargado roncaba a pierna suelta y se despertó furioso. Era tuerto y propenso a la blasfemia. No sin discusión accedió a cambalachear el reloj y los bolígrafos por un cuarto con ventana por tres noches. A mis protestas adujo que la inestabilidad política había mermado la avalancha turística y retraído la inversión privada de capital. Yo alegué que si estos factores habían afectado a la industria hotelera, también habrían afectado a la industria relojera y a la industria del bolígrafo, comoquiera que se llame, a lo que respondió el tuerto que tal cosa le traía sin cuidado, que tres noches era su última palabra y que lo tomaba o lo dejaba. El trato era abusivo, pero no me quedó otro remedio que aceptarlo. La habitación que me tocó en suerte era una pocilga y olía a meados. Las sábanas estaban tan sucias que hube de despegarlas tironeando. Bajo la almohada encontré un calcetín agujereado. El cuarto de baño comunal parecía una piscina, el water y el lavabo estaban embozados y flotaba en este último una sustancia viscosa e irisada muy del gusto de las moscas. No era cosa de ducharse y regresé a la habitación. A través de los tabiques se oían expectoraciones, jadeos y, esporádicamente, pedos. Me dije que si fuera yo rico algún día, otros lujos no me daría, pero sí el frecuentar sólo hospedajes de una estrella, cuando menos. Mientras pisoteaba las cucarachas que corrían por la cama, no pude por menos de recordar la celda del manicomio, tan higiénica, y confieso que me tentó la nostalgia. Pero no hay mayor bien, dicen, que la libertad, y no era cuestión de menospreciarla ahora que gozaba de ella. Con este consuelo me metí en la cama y traté de dormirme repitiendo para mis adentros la hora en que quería despertarme, pues sé que el subconsciente, además de desvirtuar nuestra infancia, tergiversar nuestros afectos, recordarnos lo que ansiamos olvidar, revelarnos nuestra abyecta condición y destrozarnos, en suma, la vida, cuando se le antoja y a modo de compensación, hace las veces de despertador.
Casi me había dormido cuando sonaron unos golpes en la puerta. Por suerte, tenía ésta pasador y yo había tomado la precaución de correrlo antes de acostarme, por lo que el visitante, quienquiera que fuese y cualesquiera sus intenciones, se había visto obligado a recurrir a la convención de llamar antes de entrar. Pregunté quién era, suponiendo que se trataría de algún maricón que deseaba hacerme alguna propuesta, tal vez pecuniaria, y me respondió una voz no del todo desconocida, que decía:
– Déjame entrar. Soy el novio de tu hermana la contrahecha.
Entreabrí la puerta y vi que realmente quien llamaba era el mocetón sueco al que horas antes había conocido en compañía de mi hermana, si bien ya no adornaba sus quijadas poderosas con la barba rubia de otrora, que quizá nunca había llevado, pues, aunque ya he dicho que soy buen observador, estas minucias me pasan desapercibidas en algunas ocasiones, y sus ropas estaban algo malparadas.
– ¿En qué puedo servirte? -pregunté.
– Quiero pasar -aseveró el sueco con voz temblorosa.
Vacilé unos instantes, pero acabé franqueándole el paso, ya que se trataba de un cliente de mi hermana, autodenominado novio, por más señas, y no me convenía en modo alguno enemistarme con ella. Pensé que quizá quería discutir algún asunto de familia y que, siendo yo el varón, me consideraba el interlocutor idóneo para ello. Esta fineza, ya anacrónica, y algo en el aspecto del sueco me decían que estaba en presencia de un hombre de bien y no menoscabó mi estima el hecho de que sacara un pistolón de la faltriquera y me encañonara con él al tiempo que se sentaba en la cama. Pero me dan miedo las armas, o no habría tomado mi carrera delictiva tan corto vuelo, y así se lo hice saber.
– Veo, caballero -dije lentamente, con profusión de ademanes y procurando vocalizar bien para que la barrera del idioma no fuera óbice a nuestro entendimiento mutuo-, que algo le impulsa a desconfiar de mí: quizás el natural recelo que inspira mi facha, quizás un rumor de esos a cuya divulgación son dadas las malas lenguas. Sin embargo, puedo asegurarle por mi honor, el de mi hermana, sister, y el de nuestra santa madre, que dios haya en su gloria, que no tiene usted nada que temer de mí. Soy perspicaz y aunque no tengo el placer de conocerle salvo superficialmente, no he dejado de advertir que es usted hombre de principios, instruido, cabal y de buena cuna, a quien acaso reveses de fortuna han lanzado a una vida desasosegada en pos de más amplios horizontes, del olvido, incluso.
Mi llaneza no parecía hacer mella en su obstinación. Seguía sentado en la cama, con los ojos clavados en mí y el rostro inexpresivo, perdidos sin duda sus pensamientos en quién sabe qué recuerdos dolorosos, qué visiones indescriptibles, qué melancolías.
– Cabe asimismo que haya sospechado usted -proseguí para apartar de su mente posibles rencores por los que pudiera hacerme a mí cabeza de turco- que hay entre mi sister y me algo más que una mera relación de parentesco. Por desgracia, no obran en mi poder documentos fehacientes, ni de ningún otro tipo, que acrediten esto último. El parentesco, quiero decir, lo que nos pondría automáticamente a cubierto de cualquier conjetura maliciosa. Y tampoco puedo aducir como prueba de consanguinidad nuestro parecido físico, siendo ella como es tan hermosa, beautiful, y yo, pobre de mí, un excremento; pero así suele suceder con frecuencia, que es la naturaleza arbitraria en sus dádivas y nada sería más injusto que hacerme pagar a mí el haber salido menos favorecido en el sorteo, ¿no le parece?
No debía de parecerle, porque seguía impertérrito. Por todo comentario se había quitado el tabardo, que tenía que darle mucho calor, y se había quedado en camiseta, evidenciando la hercúlea configuración de su tórax y sus brazos, entre cuyos músculos abultados no me habría extrañado ver aparecer milagrosamente a la virgen de Montserrat. Supuse que sería dado al cultivo del físico, seguidor de métodos de desarrollo corporal por correspondencia y comprador de ballestas, muelles, gomas y ruedecitas para hacer gimnasia en el dormitorio, y decidí explorar con la adulación esta faceta de su personalidad, que atribuí a inseguridades anímicas, temor a las mujeres y tal vez indefinición viril.
– Ni nada más innoble, amigo mío, que cebarse en mí, que no practico deporte alguno, no sigo dieta ni pruebo el pomelo, porque no me gusta, y, encima, fumo, usted, un Tarzán de los mares, un Maciste escandinavo, un digno sucesor del celebrado Charles Atlas, a quien su juventud probablemente impidió conocer, pero quien, con sus genuflexiones atigradas, tantas envidias concitó y tantas esperanzas vanas hizo concebir a los alfeñiques de entonces, piltrafas de ahora.
Mientras le dirigía aquellas palabras apaciguadoras, había estado yo recorriendo con los ojos el cuarto en busca de algún objeto contundente con el que darle en el cráneo si mis razones no lograban disipar su patente hostilidad, y es el caso que, al mirar debajo de la cama en que se encontraba sentado mi hosco futuro cuñado, por si allí había un orinal que usar a la manera de maza y que, por cierto, no había en aquel hotel de mala muerte, me percaté de que un charco oscuro se iba formando entre sus piernas, lo que achaqué al pronto a alguna desafortunada incontinencia.
– Incluso puede usted -proseguí viendo que mientras yo hablaba no parecía él dispuesto a pasar a la acción-, de habernos visto juntos, haber extraído la errónea conclusión de que soy el macarra de su, si me permite llamarla así, amada Cándida, love -dije yo introduciendo algún que otro giro inglés en mi plática para facilitar su asimilación, que parecía algo retardada-, pero debe usted creer mi palabra, único aval de los desposeídos, de que tal cosa no es cierta, mistake, que Cándida siempre se ha dispensado de esta reprobable institución, yendo toda su vida por libre, sin otra muleta, valga el símil, que la del doctor Sugrañes -una improvisación del momento, pues mi hermana no había pisado jamás un dispensario por aversión al mango de la cuchara que los médicos se empeñan en introducir en la boca de todo el mundo para poder contemplar no sé yo qué-, que tantos disgustos a ella y a sus clientes ha evitado con su ciencia. Y permítame agregar que a lo largo de la carrera de Cándida, me sister, breve por la extrema juventud de ésta, jamás ha habido síntoma alguno de gonorrea, blenorragia, morbo gálico ni variedad conocida del mal francés, frenck, bad, y si por un casual ha acariciado usted la idea de legitimar ante dios y ante los hombres una unión que intuyo ya formalizada en sus corazones, puedo asegurarle que su elección es un pleno acierto y que cuenta usted no ya con mi anuencia, sino con mi fraternal bendición.
Y esbozando mi mejor sonrisa me acerqué a él con los brazos abiertos, en actitud papal, y como sea que el sueco no parecía oponerse a tal efusión, apenas me hube aproximado lo suficiente, descargué un fuerte rodillazo en sus partes pudendas, cosa que, no obstante mi consumada práctica en la suerte, no pareció afectarle en lo más mínimo. Seguía con los ojos bien abiertos, aunque ya no dirigidos a mí, sino al infinito, y de sus labios caía una baba verdosa. De estos detalles y del hecho de que no respirara, inferí que estaba muerto. Un examen más minucioso me permitió comprobar que el charco que se acumulaba a sus pies era sangre y que este fluido vital empapaba las perneras de sus pantalones de pana.
– Qué mala suerte -pensé para mis adentros-, parecía un buen partido para Cándida.
Pero no era el tema familiar lo que debía ocupar mi cerebro por el momento, sino la forma de deshacerme del cadáver en forma discreta y expeditiva. Rechacé el plan de arrojarlo por la ventana, porque su procedencia habría resultado palmaría a quien lo encontrase. Sacarlo del hotel por la puerta era una idea descabellada. Opté, pues, por la solución más sencilla: desembarazarme del cadáver dejándolo donde estaba y poniendo tierra de por medio. Con un poco de suerte, cuando descubrieran el fiambre podían pensar que era yo y no el sueco quien ocupaba la cama. A fin de cuentas, me dije, el portero era tuerto. Comencé a desvalijarle los bolsillos y éste es el inventario de lo que saqué: