El Idiota
—¿Teme usted el millón? —sonrió Gania.
—¿Acaso no lo temes tú?
Gania se volvió súbitamente a Michkin.
—¿Qué le parece ese Rogochin, príncipe? ¿Un hombre serio o un necio? ¿Cuál es su opinión personal?
Mientras Gania hacía esta pregunta, se producía algo nuevo en su interior. Una idea inédita inflamaba su cerebro y hacía relampaguear sus ojos. En cuanto al general, cuya inquietud era muy real, miró también al príncipe, pero sin confiar mucho, al parecer, en tal fuente de informes.
—No sé qué decirle —respondió Michkin— Rogochin me ha parecido muy enamorado, e incluso con una pasión morbosa. Por otra parte, le encuentro muy delicado de salud. No sería extraño que recayera en breve, sobre todo si no se cuida.
—¿Cree usted...? —preguntó Iván Fedorovich asiéndose a aquella idea.
—Sí.
Gania, sonriendo, se dirigió al general.
—Poco importa que recaiga de aquí a unos días.
No hace falta mucho tiempo para que dé un escándalo de la clase del que usted teme. Puede darlo hoy mismo...
—Claro, sin duda... Sí, eso es posible... Todo depende del estado de ánimo de Nastasia Filipovna —repuso el general.
—Y ya sabe usted lo que ella es a veces...
—¿Qué quieres decir? —exclamó, muy desconcertado, Iván Fedorovich—. Escucha, Gania: procura no contradecirla hoy; te lo ruego... Esfuérzate en ser con ella lo más amable que puedas... ¿Por qué haces esa mueca? óyeme, Gabriel Ardalionovich: ¿qué es lo que nos proponemos? Si no lo decimos ahora no lo diremos nunca. Respecto a mi interés personal en este asunto, bien sabes que no tengo por qué inquietarme: resuélvase como se resuelva la situación, siempre será en ventaja mía. Nada hará desistir a Totzky de la decisión tomada, y por tanto yo no corro riesgo alguno. De modo que si algo me propongo, es únicamente tu bien. Piénsalo... ¿No tienes suficiente confianza en mí? Además, tú eres un hombre que... En una palabra, eres un hombre inteligente y yo me fundaba en tu inteligencia en este caso porque..., porque...
Gania acudió en auxilio del titubeante general:
—Porque ella constituye lo principal en este asunto —acabó.
Y una sonrisa maligna plegó sus labios. Ni siquiera se esforzó en disimularla. Sus ojos centelleantes miraban fijamente a Epanchin como queriendo leer en sus ojos cuanto albergaba su mente. El general se ruborizó y se enfureció a la vez.
—Sí: es lo principal —asintió, mirando agriamente a Gania—. Pero tú eres un hombre muy extraño, Gabriel Ardalionovich. Se diría que te agrada la llegada de ese hijo de comerciante, que ves en él una salida. Pero es ahora precisamente cuando tendrías que proceder desde el principio con inteligencia, ahora cuando es necesario hacerse cargo de la situación y obrar honradamente por ambas partes, ahora cuando hay que demostrar franqueza. De lo contrario, más vale prevenirse con antelación para no comprometer a los demás, con tanto mayor motivo cuanto que nos ha sobrado tiempo para ello. ¡E incluso en este momento no es tarde todavía, aunque sólo falten algunas horas! —y el general arqueó las cejas con aire significativo—. ¿Comprendes? ¿Te haces cargo? En resumen: ¿quieres aceptar o no quieres? Si no quieres, dilo y acabemos. Nadie te obliga, Gabriel Ardalionovich, nadie te arrastra a la fuerza para hacer caer en un lazo, si tal te parece.
—Quiero —declaró Gania a media voz, pero en tono firme.
Y en seguida bajó la vista y guardó silencio.
Su respuesta satisfizo al general. Se había excitado un tanto y se le notaba pesaroso de no haber sabido contenerse. Volvióse hacia el visitante y la idea de que éste había oído la conversación precedente hizo asomar al rostro de Iván Fedorovich una expresión de inquietud. Pero aquella expresión se desvaneció en un instante: le bastó dirigir una sola mirada a Michkin.
—¡Oh! —exclamó examinando la muestra caligráfica que el príncipe acababa de presentarle—. ¡Esto es un modelo de escritura! ¡Y un modelo muy poco corriente! Mira qué destreza caligráfica tiene el príncipe, Gania.
Michkin había escrito sobre una gruesa hoja de papel vitela la siguiente frase, trazada en caracteres rusos de la Edad Media:
«El humilde igúmeno Pafnutí ha puesto aquí su firma.»
—Esto —explicó Michkin con alegre animación— es la propia firma del igúmeno Pafnutí, tornada de un manuscrito del siglo catorce. Todos esos igúmenos y metropolitanos de antaño firmaban perfectamente y a veces con mucho gusto, con un minucioso esmero... ¿No posee usted, general, la colección de Pogodin? Luego he reproducido otro tipo de escritura: la letra grande y redonda usada por los franceses el siglo pasado. Algunas letras no tienen siquiera la forma de las de hoy. Ésta era la letra habitual de los hombres de negocios y de los escribanos. El modelo que me ha servido de muestra procede de uno de ellos. Y usted convendrá que no carece de cierto mérito. Mire qué a y qué d tan redondas. He trasladado los caracteres franceses a los tipos rusos, lo que es bastante difícil. Pero he logrado hacerlo. Observe esta otra y original escritura: la frase que dice «la perseverancia todo lo vence». Es la escritura rusa normal, la de los escribanos profesionales y de los funcionarios militares. Así se escriben los documentos oficiales que han de dirigirse a personajes de importancia. Las letras son redondas también y el trazo grueso, pero de un gusto notable. Un calígrafo rechazaría estos adornos, o mejor dicho, estas insinuaciones de adornos. ¿Ve usted esas a modo de colas inacabadas? El conjunto tiene cierto sello propio, que delata el carácter del escribiente; quisiera dar rienda suelta a su fantasía, obedecer a las inspiraciones de su talento; pero un militar no conoce más que su consigna, y la pluma, esclava de la disciplina, se detiene a medio camino. ¡Es delicioso! Cuando, recientemente, pude ver un trozo de esa escritura, quedé admirado. ¿Y sabe dónde la casualidad hizo que la encontrase? ¡En Suiza! Ésta es la letra inglesa normal. Aquí la elegancia no puede ir más lejos: todo es exquisito, encantador, perfecto. Vea una variante: una escritura mixta cuyo modelo me procuró un viajante francés. En el fondo es la misma letra inglesa, pero los trazos gruesos aparecen un tanto más acusados y los óvalos, compruébelo, sugieren cierta modificación: tienden a ser más redondos. Esta escritura admite los floreos, que son lo más peligroso de la caligrafía. El floreo exige un gusto extraordinario, pero si se consigue se obtiene una letra que desafía toda comparación y que le enamora literalmente a uno.
—¡Cuánto ha profundizado usted el tema! —dijo el general, riendo—. Verdaderamente, amigo mío, no es usted un mero calígrafo: es un artista. ¿Qué opinas, Gania?
—¡Maravilloso! —dijo el joven. Y añadió, con sonrisa burlona—: Además, el príncipe se siente consciente de la gran importancia de su trabajo.
—Ríe si gustas. No por eso deja de ofrecérsele un porvenir gracias a su pluma —repuso Iván Fedorovich—. Seguramente no acertaría usted, príncipe, a qué personaje van a ser dirigidos los escritos que salgan de su mano. Puede usted contar con un sueldo inicial de treinta y cinco rublos al mes. Pero ya son las doce y media —continuó mirando su reloj— y el tiempo me apremia. Hablemos, pues, de negocios, príncipe, porque acaso no tengamos ocasión de volver a vernos hoy. Siéntese un momento. Ya le he dicho que no podré recibirle muy a menudo, pero deseo sinceramente ayudarle un poco... Entendámonos: muy poco; sólo lo preciso para subvenir a sus necesidades más urgentes. Luego, una vez colocado, le dejaré abrirse camino por sí solo. Voy a buscarle un empleíto en algún departamento en donde no tendrá usted exceso de trabajo, pero donde habrá de ser muy puntual. Y respecto a lo demás, escúcheme. Mi joven amigo Gabriel Ardalionovich Ivolguin, aquí presente, y con quien deseo verle en buenas relaciones, vive con su familia, es decir, con su madre y su hermana. Estas señoras tienen dos o tres habitaciones debidamente amuebladas, que alquilan, incluyendo mesa y servicio, a personas de buenas referencias. Estoy seguro de que Nina Alejandrovna atenderá mi recomendación respecto a usted.