El Idiota
Esa casa, príncipe, creo que será magnífica para usted sobre todo porque en lugar de vivir solo estará, por así decirlo, en el seno de la familia; y, a juicio mío, no debe usted vivir solo en una ciudad como San Petersburgo. Nina Alejandrovna y Bárbara Ardalionovna, madre y hermana, respectivamente, de Gabriel Ardalionovich, son señoras por quienes tengo la mayor estima. La primera es esposa de un antiguo compañero mío, el general Ardalion Alejandrovich, hoy retirado y a quien (aunque me haya visto obligado a romper mis relaciones con él en virtud de determinadas circunstancias) sigo profesando aprecio en cierto sentido. Le digo todo esto, príncipe, para hacerle comprender que lo recomiendo en esa casa personalmente, si vale la palabra, y que, por lo tanto, respondo de usted en algunos aspectos. El precio de la pensión es moderado y espero que en breve su sueldo le permitirá atender a ese gasto. Claro que un hombre necesita dinero de bolsillo para sus gastos, por poco que sea; pero no se moleste, príncipe, si le digo que, en mi opinión, le conviene no llevar dinero de bolsillo y hasta no llevar en el bolsillo dinero alguno. Hablo así en virtud del juicio que he formado sobre usted. Pero como en este momento su bolsa está completamente vacía, permítame ofrecerle estos veinticinco rublos para sus primeros gastos. Haremos cuentas más tarde, naturalmente, y si es usted un hombre tan recto y leal como lo hacen suponer sus palabras, no tendremos dificultades por ese lado. Si me intereso tanto por usted, se debe a que tengo sobre su persona determinadas miras que algún día conocerá. Como ve, le soy muy franco. No tendrás nada que objetar a que el príncipe se aloje en vuestra casa, ¿verdad, Gania?
—Muy al contrario. Y mamá se sentirá encantada —respondió cortésmente el joven.
—Creo que ya tenéis otro huésped. ¿Cómo se llama? ¿Fert...? ¿Ferd...?
—Ferdychenko.
—¡Ah, sí! Ese Ferdychenko no me gusta nada; es un bufón de muy mal gusto. No comprendo por qué Nastasia Filipovna le alienta tanto. ¿Es cierto que tiene algún parentesco con ella?
—¡No! Eso es pura broma. Entre ambos no media el menor vínculo de familia.
—¡Entonces que se vaya al diablo! Diga, príncipe: ¿está usted satisfecho?
—Le doy las gracias, general. Ha mostrado usted una bondad extraordinaria conmigo, bondad tanto mayor cuando yo no le pedía nada. Y no es que lo hiciera así por orgullo... En verdad, no sabía dónde dormir esta noche. Cierto que Rogochin me invitó a visitarle...
—¿Rogochin? ¡Oh, no! Yo le daría, príncipe, el consejo paternal o, si lo prefiere, amistoso de no visitar a Rogochin, de olvidarle incluso. En general, a mi juicio, haría usted bien limitando sus amistades a la familia con la que va a vivir.
—Ya que es usted tan amable —empezó el príncipe—, quisiera consultarle sobre un asunto... He recibido aviso de que...
—Perdóneme ahora —interrumpió el general—, porque no me queda ni un minuto. Voy a anunciarle a Lisaveta Prokofievna. Si ella consiente en recibirle (y ya me arreglaré para presentarle de un modo que consienta), le aconsejo que aproveche la ocasión y procure agradarla, porque Lisaveta Prokofievna puede serle muy útil. Además, lleva usted su mismo apellido... Si no quiere recibirle hoy, no insistiremos: otra vez será. Echa una ojeada a esas cuentas, Gania...
Ivan Fedorovich salió y el visitante no pudo exponerle el asunto que por tres veces ya había insinuado. Gania encendió un cigarrillo y ofreció otro a Michkin, quien lo aceptó, y después, sin hablar por temor a importunar el secretario, comenzó a examinar la estancia. Pero Gania apenas si miró el papel lleno de números sobre el que el general llamara su atención. Parecía distraído; su sonrisa, su mirada, su aire de preocupación sorprendieron aún más a Michkin cuando ambos jóvenes quedaron solos. De pronto Gania se aproximó al príncipe, que en aquel momento examinaba el retrato de Nastasia Filipovna.
—¿Le gusta esa mujer, príncipe? —le interrogó a quemarropa, mirándole inquisitivamente.
Dijérase que tras aquella pregunta se ocultaba alguna intención peculiar.
—Tiene un rostro maravilloso —repuso el príncipe—. Y estoy seguro de que no ha vivido una existencia vulgar. Aunque su fisonomía es alegre, esta mujer ha debido de atravesar grandes sufrimientos, ¿no? Los ojos lo dicen, y lo dicen sus pómulos, y lo dicen esas ojeras... Tiene un rostro orgulloso, altanero... No sé si será o no una mujer de buen corazón. ¡Si fuera buena, todo lo demás podría pasar!
—¿Se casaría usted con una mujer así? —preguntó Gania, mirando fijamente a Michkin con ojos ardientes.
—Yo no puedo casarme con mujer alguna, porque estoy enfermo —respondió el príncipe.
—¿Y Rogochin se casaría con ella? ¿Qué opina usted?
—¡Casarse con ella! Hoy mejor que mañana, si pudiera. Aunque tal vez dentro de una semana la asesinase...
Al oír esta contestación Gania se estremeció tan violentamente que el príncipe hubo de contenerse para no lanzar un grito.
—¿Qué le pasa? —dijo tomando el brazo del secretario.
El criado apareció en la puerta.
—Excelencia, Su Excelencia le ruega que pase a ver a Su Excelencia. Michkin siguió al lacayo.
IV
Las tres hijas del general Epanchin eran unas jóvenes robustas, saludables, altas, desarrolladas, con magníficos hombros, ancho pecho y brazos fuertes, casi masculinos. De acuerdo con esta sana y vigorosa constitución necesitaban comer bien y no disimulaban el hecho. A veces su madre se mostraba escandalizada de semejante apetito y de la naturalidad con que lo satisfacían, pero aunque sus hijas la escuchaban respetuosamente, algunas de sus opiniones habían dejado de tener la indiscutida autoridad que poseyeran años antes, tanto más cuanto que las tres muchachas, obrando siempre de concierto, formaban un conjunto demasiado fuerte para su madre, y ésta, por salvar su dignidad, había de prescindir de su oposición. Cierto que su carácter le impedía a veces el seguir los dictados del sentido común, porque Lisaveta Prokofievna tenía cada año que pasaba más impaciencia y más caprichos. Incluso cabe decir que se mostraba extravagante. Por fortuna disponía siempre a mano de un marido tolerante y sumiso, sobre quien descargaba sus enojos, con lo que la paz doméstica se restablecía y las cosas tornaban a marchar tan bien como antes.
De otra parte, la señora Epanchin no carecía tampoco de apetito. Por regla general se reunía con sus hijas a las doce y media para participar en un substancioso almuerzo casi equivalente a una comida. Las jóvenes bebían siempre una taza de café en sus lechos, a las diez en punto, cuando despertaban. Les placía esta costumbre y la habían adoptado como definitiva. A las doce y media la mesa estaba servida en un comedorcito próximo a las habitaciones de su madre y a veces el general, cuando tenía tiempo, participaba en el almuerzo de su familia. Además de té, café, queso, miel y manteca, veíanse en la mesa ciertas frituras muy apreciadas por la dueña de la casa, chuletas y sopa espesa y caliente.