El Idiota
—¡Oh! —exclamó el empleado, estremeciéndose con positivo espanto—. ¿No sabe —añadió, dirigiéndose al príncipe— que el difunto Semen Parfenovich era capaz de matar a un hombre por diez rublos? ¡Figúrese de lo que sería capaz por diez mil!
Michkin miraba con curiosidad a Rogochin, que parecía haber palidecido en aquel momento más aún.
—¿Matar a un hombre? —dijo Rogochin—. ¡Qué sabes tú de eso! ¡Peor aún! —Y, volviéndose a Michkin, continuó—: Mi padre no tardó en averiguar lo ocurrido, ya que Zaliochev lo iba contando a todos. El viejo me hizo subir al piso alto de casa. Allí se encerró conmigo y me golpeó durante una hora seguida. «Esto es sólo el prólogo —me aseguró—. Antes de acostarme volveré a darte las buenas noches.» ¿Y sabe lo que hizo luego? Pues aquel hombre de cabellos blancos visitó a Nastasia Filipovna y se inclinó hasta el suelo delante de ella, suplicándole y llorando. Al fin ella buscó el estuche y se lo tiró a la cara. «Toma, viejo barbudo —le dijo—. Ahí van tus pendientes, pero ahora que sé lo que Parfen Semenovich hizo para regalármelos, tienen diez veces más valor a mis ojos. Saluda a tu hijo y dale las gracias en mi nombre.» Entretanto, yo, con permiso de mi madre, pedí veinte rublos prestados a Sergio Protuchin y me fui a Pskov. Llegué tiritando de fiebre. Allí, las viejas de casa de mi tía comenzaron a leerme el Santoral. Cansado, me dediqué a gastar en bebida los restos de mi dinero. Invertí hasta mi último grochen una taberna, y al salir mortalmente borracho caí al suelo y allí pasé la noche. Por la mañana amanecí delirando, y costó mucho trabajo volverme a la razón. Pasé unos días muy malos, se lo aseguro.
—Vamos, vamos —dijo jovialmente el funcionario, frotándose las manos—, ahora ya verá cómo Nastasia Filipovna canta otra canción. ¿Qué importan aquellos pendientes? ¡Ya le regalaremos otros!
—¡Si vuelves a mencionar a Nastasia Filipovna, te daré de latigazos por muy amigo que seas de Alejandro Lichachevich! —gritó Rogochin, asiendo con violencia el brazo de Lebediev.
—Si me das de latigazos, eso quiere decir que no me rechazas. ¡Anda, dame de latigazos! ¡No lo tomo a mal! Cuando se azota a alguien, se pone el sello a... ¡Ea, al fin ya llegamos!
El tren, en efecto, entraba en la estación. Aunque Rogochin había hablado de una marcha en secreto, varios individuos le esperaban. Al verle, comenzaron a gritar y a agitar sus gorros en el aire.
—¡También está con ellos Zaliochev! —exclamó Rogochin, mirándoles con sonrisa entre maligna y orgullosa. Luego se dirigió repentinamente a Michkin—: Te he tomado afecto no sé cómo, príncipe. Quizá por haberte encontrado en este momento. Sin embargo, también he encontrado a ése —agregó, indicando a Lebediev—, y no me ha despertado simpatía alguna. Ven a verme, príncipe. Te quitaré esas polainas y te regalaré una pelliza de marta de primera calidad. Además mandaré que te hagan un magnífico frac, con chaleco blanco o del color que te guste. Luego te llenaré los bolsillos de dinero... e iremos a ver a Nastasia Filipovna. ¿Vendrás?
—Atiéndale, príncipe León Nicolaievich —dijo el empleado, con solemnidad—. ¡No deje escapar tan buena ocasión!
El príncipe Michkin se incorporó, tendió cortésmente la mano a Rogochin y le dijo con la mayor cordialidad:
—Iré a verle con el mayor placer y aprecio mucho la amistad que me testimonia. Quizá vaya a visitarle hoy mismo. Me ha simpatizado mucho, sobre todo cuando nos ha contado esa historia de los pendientes. Pero ya me agradaba usted antes, a pesar de su aspecto sombrío. Le agradezco la pelliza y los vestidos que me ofrece, porque pronto, en efecto, lo necesitaré todo. En este momento apenas poseo un kopec.
—Ven, ven y tendrás dinero esta misma tarde.
—Lo tendrá —repitió el empleado, como un eco—. ¡Lo tendrá esta misma tarde!
—Dime, príncipe; ¿te gustan las mujeres? ¡Dímelo en seguida!
—No... Yo, ¿comprende?... En fin, quizá usted lo ignore, pero el caso es que yo, como consecuencia de mi enfermedad congénita, no puedo tratar íntimamente a las mujeres.
—En ese caso —exclamó Rogochin— eres un verdadero hombre de Dios. Dios ama a los seres así.
—Sí: el Señor Dios los ama —aseguró el empleado a su vez.
—Anda, moscón, acompáñame —dijo Rogochin a Lebediev.
Todos descendieron del carruaje. Lebediev había conseguido al fin su propósito. El ruidoso grupo partió en dirección a la Perspectiva Voznesensky. Michkin debía dirigirse a la Litinaya. El tiempo era húmedo. El príncipe preguntó a los transeúntes el camino a seguir y cuando supo que debía recorrer tres verstas, resolvió tomar un coche de alquiler.
II
El general Epanchin vivía en una casa propia cerca de la Litinaya, junto a la Transfiguración. Además de ser dueño de aquel magnífico edificio, cuyas cinco sextas partes alquilaba, el general obtenía una buena renta de otra casa, muy vasta también, que poseía en la Sadowaya. Era igualmente propietario de una fábrica en el distrito de San Petersburgo y de una finca que producía considerables ingresos, situada a poca distancia de la capital. Como todos sabían, el general, antes, había estado interesado en los arrendamientos públicos y a la sazón era un fuerte e influyente accionista en varias poderosas sociedades comanditarias. Gozaba reputación de hombre muy rico, muy ocupado y muy bien relacionado. Tenía el arte de saber hacerse necesario en donde le convenía, como, por ejemplo, en su departamento gubernamental. Nadie, sin embargo, ignoraba que Iván Federovich Epanchin no había recibido educación alguna, ya que su padre fue mero soldado raso. Sin duda este último hecho no podía sino honrarle, comparándolo con la posición social alcanzada, pero el general, aunque hombre inteligente, no se eximía de ciertas debilidades, y le disgustaba, en consecuencia, que se aludiese a sus orígenes. En todo caso, era talentoso y capaz. Se atenía, verbigracia, al principio de no hacerse evidente nunca allí donde convenía difumarse y, a los ojos de mucha gente, uno de sus principales méritos consistía en su falta de pretensiones y en saber no salirse de su lugar. ¿Qué hubieran dicho los que le juzgaban así de haber leído sus sentimientos reales en el fondo de su alma? El hecho era que, uniendo a una gran experiencia de la vida varias notabilísimas facultades, Iván Fedorovich fingía obrar, más que en virtud de sus inspiraciones personales, como ejecutor del pensamiento de los demás, a fin de parecer un hombre «desinteresadamente consagrado al servicio» y de ganar fama, de acuerdo con el sentir de la época, de ser un auténtico ruso. Cierto que circulaban al propósito algunas anécdotas divertidas, pero el general no se desconcertaba nunca por semejante causa. Además, era afortunado en todo, incluso en el juego. Arriesgaba gruesas sumas en el tapete verde y lejos de ocultar lo que él llamaba su «pequeña debilidad», procuraba hacer ostentación de ella. Trataba círculos muy mezclados, sí, pero, por supuesto, de gente influyente y bien situada. Por mucho que tuviese que hacer, siempre encontraba tiempo para todo, y todo era diligenciado por él a su debido tiempo. También en punto a edad el general se hallaba en eso que se llama «la flor de la vida», ya que contaba cincuenta y seis años, momento en que, como todos saben, es cuando se empieza a vivir de veras. Su buena salud, su rostro optimista, su figura recia, sus dientes sólidos aunque ennegrecidos, el aire de preocupación con que trabajaba por la mañana en su despacho y el aspecto de buen humor que exhibía por la noche ante la mesa de juego o en casa de Su Gracia, todo contribuía a su éxito presente y futuro y contribuía a cubrir de rosas su sendero.