El Idiota
El general tenía varias deliciosas hijas. En aquel sentido, no todo eran rosas, aunque sí motivo de que Epanchin albergase esperanzas profundamente acariciadas. ¿Hay, después de todo, planes más graves y respetables que los de un padre? ¿Qué debe preocupar a un hombre más que su familia?
La del general consistía en su esposa y tres hijas, ya mujeres. Epanchin habíase casado muchos años atrás, siendo sólo teniente, con una muchacha de su edad aproximada que no sobresalía por su belleza ni su cultura, ni le llevó como dote más que cincuenta almas, dote, sin embargo, que constituyó el primer peldaño de la fortuna del general. Éste nunca deploró aquel matrimonio contraído en su obscura juventud, nunca lo consideró como un error, y respetaba y hasta, a veces, temía tanto a su mujer, que ello era casi para él un equivalente del amor. Su esposa pertenecía a la familia principesca de los Michkin, de nobleza antigua aunque no brillante, y tenía una alta opinión de sí misma en razón a su nacimiento. Una persona influyente, uno de esos protectores amigos de proteger sin que les cueste nada, se había interesado por el porvenir del esposo de la joven princesa cuando ambos estaban recién casados. Abrió, en efecto, camino, al joven oficial, tendiéndole, como suele decirse, una mano, aunque en realidad nunca hizo falta mano alguna, sino una simple mirada para que ambos se comprendieran. Con pocas excepciones, marido y mujer pasaron toda su existencia en buena armonía. La Epanchina, desde su edad juvenil, gracias a ser princesa por nacimiento —la última de su familia— y acaso también a causa de sus cualidades personales, había encontrado amistades de peso en los círculos más altos.
En los últimos años, gracias a la riqueza de su esposo y al grado de éste en el servicio, acabó sintiéndose como en su casa en aquellas elevadas regiones.
En el curso de los años, las tres hijas del general —Alejandra, Adelaida y Aglaya— se habían convertido en mujeres muy atractivas. Eran, cierto, meras Epanchinas, pero por parte de su madre descendían de cuna ilustre, poseían considerables dotes, se esperaba que su padre, más pronto o más tarde, llegase a ocupar una posición muy alta y, lo que resultaba también importante, las tres tenían una notable belleza, sin exceptuar a la mayor, que ya había rebasado los veinticinco años. La segunda contaba veintitrés y Aglaya, la más joven, acababa de cumplir los veinte. Aglaya, auténtica hermosura, comenzaba a atraer la atención en sociedad. Por ende, las tres eran también muy distinguidas en materia de educación, inteligencia y talento. Todas se querían mucho y se apoyaban mutuamente. Incluso la gente hablaba de ciertos sacrificios hechos por las dos mayores en beneficio de la tercera, que era el ídolo de la familia. No les gustaba exhibirse mucho en sociedad y procedían siempre con extraordinario recato. Nadie podía reprocharles altanería o desdén, aunque todos las supiesen orgullosas y conscientes de su propia valía. La mayor de todas tocaba admirablemente, y la segunda pintaba muy bien, aunque ello no se había sabido hasta hacía pocos años. En resumen, se las elogiaba mucho. Cierto que tampoco faltaban comentarios hostiles. La gente hablaba con horror del número de libros que las tres muchachas habían leído. No mostraban prisa en casarse y no aparecían sino muy moderadamente en el círculo social al que pertenecían. Esto resultaba lo más notable de todo, siendo notorios, como lo eran, los propósitos, inclinaciones, carácter y deseos de su padre.
Serían cosa de las once cuando el príncipe pulsó el timbre de la puerta del general. Éste habitaba, en el primer piso de su casa, un departamento relativamente modesto para su posición en el mundo. Un lacayo de librea abrió la puerta y el príncipe hubo de entrar en largas explicaciones con aquel hombre, quien desde el primer momento miróles a él y su paquete con clara desconfianza. Al fin, en vista de la reiterada y concreta aserción del visitante de que era realmente el príncipe Michkin y que deseaba ver al general acerca de un asunto urgente y de importancia, el asombrado servidor le pasó a una reducida antecámara que precedía al salón contiguo al despacho, confiándose allí a otro criado cuyo deber consistía en recibir a los visitantes en la antesala y anunciarlos al general. Este segundo sirviente, que vestía de frac, era un hombre como de cuarenta años, con el aspecto inquisitivo propio de quien conoce bien la importancia de sus funciones, que en su caso, según dijimos, consistían en anunciar a los visitantes y pasarlos al despacho.
—Entre en el salón y deje aquí su paquete —dijo el lacayo, sentándose en su butaca con mesurada gravedad y examinando a la vez, con ojo sorprendido y severo, al príncipe, quien, sin abandonar su modesto equipaje, se había instalado junto a él en una silla.
—Si me lo permite —indicó Michkin— esperaré en su compañía. ¿Qué voy a hacer yo solo ahí dentro?
—Puesto que viene usted de visita, no puede quedarse en la antesala. ¿Quiere usted ver al general en persona?
—Sí; tengo un asunto que... —principió el príncipe.
—No le pregunto sobre su asunto. Mi deber es sólo el de anunciarle. Pero, como ya le he dicho, sin permiso del secretario no puedo hacerlo.
El lacayo se sentía cada vez más inclinado a la desconfianza. El aspecto del príncipe difería mucho del de los visitantes ordinarios. Si bien a ciertas horas, e incluso todos los días, el general solía recibir personas de las más diversas calidades, especialmente en materia de negocios, el criado, pese a la amplitud de sus instrucciones, experimentaba en este caso gran titubeo y por ello consideró imprescindible consultar al secretario.
—¿Viene usted en realidad del extranjero? —preguntó, involuntariamente, sintiéndose muy turbado apenas concluyó de hablar.
En rigor había estado a punto de preguntar: «¿Es usted en realidad el príncipe Michkin?»
—Sí: llego ahora mismo de la estación. Creo que quería usted preguntarme si soy verdaderamente el príncipe Michkin; pero la cortesía le ha impedido hacerlo así.
—¡Hum! —rezongó el sirviente, sorprendido.
—Le aseguro que no miento y que no incurrirá usted en responsabilidad alguna por culpa mía. Si me presento vestido de este modo y llevando este paquete, ello no debe extrañarle. Mi situación actual no es muy desahogada.
—Es que... Mire; mi deber es sólo anunciarle, y el secretario le verá, a menos que usted... Precisamente la dificultad está en que... En fin: ¿puedo preguntarle si se propone solicitar del general una ayuda pecuniaria?
—¡Oh, no! Tranquilícese; no es ése el asunto que me trae aquí.
—Dispénseme, pero yo, viendo su traje... Espere al secretario. Ahora el general está ocupado con un coronel... y luego tiene que venir el secretario de la compañía...
—Si he de esperar mucho, le ruego que me permita fumar en algún sitio Tengo pipa y tabaco...
—¡Fumar! —exclamó el lacayo mirándole con despectiva extrañeza, como si no pudiera creer a sus oídos—. ¡Fumar! No, no puede usted fumar aquí y no debía ocurrírsele ni preguntármelo. ¡Je, je! ¡Vaya una ocurrencia!
—No se trata de fumar en esta habitación. Ya me hago cargo de que eso no debe estar permitido. Sólo quería referirme a que me indicara un lugar donde poder encender una pipa, porque tengo ese vicio y hace tres horas que no he fumado. Pero, en fin, como le parezca... Ya lo dice el refrán: «Do quiera que estuvieres, haz lo que vieres...»