El Padrino
La segura y simpática expresión de Johnny Fontane sufrió una repentina mutación.
– Padrino; no puedo cantar. Se ve que me ha pasado algo en la voz. Los médicos no saben qué puede ser.
Hagen y el Don lo miraron con expresión de sorpresa, ya que Johnny se había expresado con palabras entrecortadas, y siempre había sido un muchacho duro.
– Mis dos películas dieron mucho dinero -continuó-. Era una estrella muy cotizada. En cambio ahora me echan a la calle. El jefe de los estudios siempre me ha odiado, y ahora ha podido vengarse.
– ¿Y por qué te odia? -preguntó Don Corleone en tono severo, de pie frente a su ahijado.
– Como usted ya sabe, yo cantaba para las organizaciones liberales, a pesar de que usted me aconsejó que no lo hiciera. Bien, pues a Jack Woltz no le gustaba y me llamaba comunista, pero no logró hacerme desistir. Luego le robé una chica que él se reservaba. Fue sólo cosa de una noche, y en mi descargo puedo asegurar que fue ella la que vino detrás de mí. ¿Qué podía hacer yo? Después, la muy zorra de mi segunda esposa se dedica a vivir su vida sin tenerme en cuenta para nada. Además, Ginny y los niños no quieren saber nada de mí, a menos que me arrodille ante ellos. Y ahora, para colmo de males, no puedo cantar. Dígame, padrino ¿qué diablos voy a hacer?
La cara de Don Corleone era una máscara de extrema frialdad.
– Puedes empezar por portarte como un hombre -dijo bruscamente, y de repente, enrojeció de ira-: ¡Como un hombre! -gritó.
Cogió a Johnny Fontane por los cabellos, con gesto airado, aunque no exento de afecto.
– ¡Dios santo! -añadió el Don-. ¿Es posible que después de estar tanto tiempo a mi lado no hayas llegado a ser mejor de lo que eres? Ahora resulta que no eres sino un _finocchio_, un petimetre de Hollywood que llora e implora piedad, que solloza como una mujer. Dime ¿qué supones que puedo hacer yo?
La mímica del Don era tan extraordinaria, tan inesperada, que Hagen y Johnny se echaron a reír. Don Corleone estaba complacido. Durante un breve instante pensó en lo mucho que amaba a su ahijado y se preguntó cómo hubieran reaccionado sus tres hijos ante la reprimenda. Santino habría estado malhumorado durante varias semanas. Fredo se habría sentido intimidado. Michael le habría dirigido una fría sonrisa antes de salir inmediatamente de la casa para no aparecer durante varios meses. En cambio Johnny, el bueno de Johnny, sonreía y recuperaba fuerzas, pues comprendía el verdadero propósito de su padrino.
– Te lías con la chica de tu jefe -prosiguió Don Corleone-, un hombre mucho más poderoso que tú, y luego te quejas de que no te ayude. Dejas a tus hijos para casarte con una puta, y lloras porque no te reciben con los brazos abiertos. A la puta no te atreves a pegarle en la cara porque está haciendo una película, y te extraña que se ría de ti. ¡Vamos, hombre! Te has portado como un idiota, eso es evidente. Por lo tanto, todo lo que te ha ocurrido es completamente lógico.
Don Corleone hizo una pausa.
– ¿Estás dispuesto a seguir mi consejo, esta vez? -preguntó en tono comprensivo.
– No puedo volver a casarme con Ginny, por lo menos no de la forma que ella quiere -dijo Johnny-.
Tengo que jugar, tengo que beber, tengo que salir con los muchachos. Muchas mujeres hermosas corren detrás de mí, y nunca he sabido resistirme a sus encantos. Luego, al llegar a casa, no me atrevería a mirar a Ginny a la cara. Como entonces… ¡Dios, no quiero volver a pasar todo aquello!
Don Corleone se exasperaba en contadísimas ocasiones, pero ésta fue una de ellas.
– Yo no te he dicho que volvieras a casarte -le explicó a Johnny-. Haz lo que te parezca. Me parece bien que quieras ser un verdadero padre para tus hijos; un hombre que no sabe ser un buen padre, no es un auténtico hombre. Entonces, lo primero es conseguir que su madre te acepte. ¿Quién dice que no puedes verlos cada día? ¿Quién dice que no puedes vivir en la misma casa? ¿Quién dice que no puedes vivir como mejor te parezca?
Johnny Fontane se echó a reír.
– Pero, padrino, ¡dése cuenta de que no todas las mujeres son como las antiguas esposas italianas! Ginny no lo aceptaría.
– Porque te has portado como un _finocchio_ -dijo el Don en tono burlón-. A una le has dado más de lo que dijo el juez. A otra no le has pegado en la cara, porque estaba haciendo una película. Dejas que las mujeres dicten tus actos y te olvidas de que no tienes por qué hacerlo. Ellas se creen ángeles del cielo, están convencidas de que los hombres, todos los hombres, irán al infierno por los siglos de los siglos. Además -prosiguió el Don con voz repentinamente seria-, no olvides que te he estado observando durante todos estos años. Has sido un buen ahijado; me has demostrado siempre un profundo respeto. Pero ¿qué me dices de tus viejos amigos? Durante una temporada concedes tu amistad a unos, después, a otros. Aquel muchacho italiano tan gracioso que también hacía películas tuvo mala suerte, pero tú nunca te preocupaste por él porque ya eras famoso. ¿Y qué me dices de tu viejo camarada de la infancia, el que formaba dúo contigo en tus primeros tiempos de cantante? Me refiero a Nino. Los desengaños y las decepciones le han llevado a la bebida, pero nunca se queja. Trabaja como un condenado conduciendo un camión de grava, y canta los fines de semana por unos pocos dólares. Nunca se ha quejado de ti. ¿No hubieras podido ayudarle un poco? ¿Por qué no? Canta bien.
– Padrino, Nino no tiene bastante talento -respondió Johnny, con voz cansada-. Canta bien, pero le falta algo.
Don Corleone abrió los ojos, que tenía casi cerrados.
– Tú tampoco tienes suficiente talento, y lo sabes -replicó-. ¿Qué? ¿Te apetece un empleo de conductor de camión?
Al ver que Johnny no contestaba, el Don prosiguió:
– La amistad lo es todo. La amistad vale más que el talento. Vale más que el Gobierno. La amistad vale casi tanto como la familia. Nunca lo olvides. Si te hubieses preocupado de rodearte de buenos amigos, ahora no tendrías que venir a pedirme ayuda. Pero, dime ¿por qué no puedes cantar? En el jardín has cantado bien, tan bien como Nino.
Hagen y Johnny sonrieron ante la delicada alusión. Ahora le tocaba a Johnny hablar con condescendiente paciencia.
– Mi voz es débil. Canto una o dos canciones, y luego ya no puedo cantar en varias horas o incluso días. Ni siquiera resisto los ensayos o la repetición de escenas en las que debo cantar. Mi voz es débil, está enferma.
– Eso es cosa de mujeres. ¡Que tu voz está enferma…! Ahora cuéntame tus problemas con ese _pezzonovante_ de Hollywood, ese pez gordo que no te deja trabajar -dijo el Don, que había entrado ya decididamente en el terreno de los negocios importantes.
– Es más fuerte que uno de sus _pezzonovanti_ -afirmó Johnny-. Es el dueño del estudio y consejero del presidente de Estados Unidos en asuntos de propaganda cinematográfica para la guerra. Hace un mes adquirió los derechos de la novela más vendida del año, cuyo protagonista es un personaje muy parecido a mí. Ni siquiera tendría que actuar, sino limitarme a ser yo mismo. Tampoco tendría que cantar. Incluso podría ganar un Osear. Todo el mundo sabe que ese papel me va como anillo al dedo. Volvería a ser grande, esta vez como actor. Pero ese cerdo de Jack Woltz no quiere saber nada de mí. Me ofrecí a hacer el papel por un precio simbólico, y ni así quiso dármelo. Al parecer ha dicho que si yo le besara el trasero en el estudio, delante de todo el mundo, tal vez reconsideraría el asunto.