El Padrino
Don Corleone interrumpió la perorata con un gesto. Entre personas razonables, los problemas de negocios siempre podían solucionarse. Puso la mano en el hombro de su ahijado.
– Estás desanimado, piensas que nadie se preocupa de ti y has adelgazado mucho. Bebes con exceso ¿no? Además, estoy seguro que duermes poco y tomas pastillas -mientras hablaba movía la cabeza en un reiterado movimiento de desaprobación-. Ahora quiero que sigas mis órdenes -prosiguió el Don-. Quiero que permanezcas en mi casa durante un mes. Quiero que comas bien, que descanses, que duermas. Quiero que seas mi compañero; me gusta tu compañía, y quizás incluso aprendas algo del mundo en el que se mueve tu padrino.
Además, incluso es posible que lo que aprendas te sirva para moverte mejor en el gran Hollywood. Pero nada de cantar, y mucho menos de alcohol o de mujeres. Después podrás regresar a Hollywood, y ese _pezzonovante_ te dará el papel que tanto deseas. ¿Hecho?
Johnny Fontane no podía creer que el Don tuviera tanto poder. Pero su padrino era un hombre que nunca había fallado: si decía que una cosa podía hacerse, se hacía. No obstante, se atrevió a plantear una objeción.
– Este tipo es amigo personal de J. Edgar Hoover. Me parece que ni siquiera usted podrá levantarle la voz.
– Es un hombre de negocios -replicó el Don, suavemente-. Le haré una oferta que no podrá rechazar.
– Es demasiado tarde -se lamentó Johnny-. Ya han firmado todos los contratos. Además, empezarán a rodar dentro de una semana. Es absolutamente imposible.
Don Corleone, con suma paciencia, despidió a Johnny.
– Regresa a la fiesta, muchacho. Tus amigos te están esperando. Déjalo todo en mis manos.
Hagen estaba sentado en la mesa del despacho, tomando notas. El Don exhaló un suspiro y preguntó si había alguna cosa más.
– Lo de Sollozzo no puede demorarse más. Tendrá usted que verle esta semana -dijo Hagen, señalando al calendario con la pluma.
– Ahora que la boda ya ha terminado, haré lo que quieras -asintió el Don, encogiéndose de hombros.
Esta respuesta aclaró a Hagen dos puntos. El primero y más importante: que la respuesta a Virgil Sollozzo sería un no. Segundo, que Don Corleone, dado que no quería responder a Sollozzo antes del casamiento de su hija, esperaba que su negativa causara problemas. Teniendo todo ello en cuenta, Hagen preguntó:
– ¿Digo a Clemenza que algunos de sus hombres vengan a vivir aquí?
– ¿Por qué? -dijo el Don con impaciencia-. No quise responder antes de la boda porque en un día tan importante no podía haber ninguna nube, ni siquiera en la distancia. También quería saber lo que Sollozzo tiene que decirme. Ahora ya lo sé, y lo que quiere proponerme es una infamia.
– Entonces ¿va usted a negarse? -preguntó Hagen.
El Don asintió.
– Creo que sería conveniente discutir el asunto entre toda la Familia, antes de dar una respuesta -manifestó Tom Hagen.
– ¿Tú crees? Bien -dijo el Don, sonriendo-, pues lo discutiremos cuando regreses de California. Quiero que vayas allí mañana y arregles el asunto de Johnny. Entrevístate con ese _pezzonovante_ del cine y di a Sollozzo que le veré a tu regreso de California. ¿Algo más?
– Han llamado del hospital -dijo Hagen, con voz grave-. El _consigliere_ Abbandando se está muriendo; no creen que pase de esta noche. Su familia debe presentarse en el hospital para aguardar el momento del fatal desenlace.
Hagen había ocupado el puesto del _consigliere_ durante el último año, desde que el cáncer postró a Genco Abbandando en una cama del hospital. Ahora esperaba que Don Corleone le dijera que la plaza era definitivamente suya, aunque no era probable que le confirmara en el puesto. Una posición tan alta sólo se concedía a un hombre cuyos padres fueran ambos italianos. El mero hecho de haber actuado como _consigliere_ interino ya había provocado algunos problemas. Además, tenía sólo treinta y cinco años; insuficientes, según la opinión general, para haber adquirido la experiencia y la astucia que todo buen _consigliere_ necesitaba.
Pese a todo ello, el Don no hizo referencia al asunto que tanto preocupaba a Hagen.
– ¿Cuándo se marchan mi hija y su marido? -se limitó a preguntar.
– Dentro de pocos minutos cortarán el pastel -respondió Hagen después de consultar su reloj-, y luego supongo que no tardarán más de media hora -eso le recordó otra cuestión-. En lo que se refiere a su nuevo yerno ¿tendrá algún cargo importante dentro de la Familia?
La vehemencia de la respuesta del Don le sorprendió.
– Nunca.
El Don golpeó la mesa con la palma de la mano y añadió:
– Nunca. Dale algo para que pueda ganarse bien la vida, pero no quiero que le dejes meter las narices en los negocios de la Familia. Díselo también a los otros. Me refiero a Sonny, Fredo y Clemenza.
Don Corleone hizo una pequeña pausa, antes de seguir hablando:
– Di a mis hijos, a los tres, que deben acompañarme al hospital a ver al pobre Genco. Quiero que le presenten sus respetos por última vez. Pídele a Freddie que saque el coche grande y pregunta a Johnny si quiere venir con nosotros. Hazle saber que se lo pido como un favor personal.
«Quiero que vayas a California esta misma noche -continuó el Don, al ver que Hagen le dirigía una mirada interrogativa-. No tendrás tiempo de ver a Genco, pero no te marches antes de que yo regrese del hospital y hable contigo. ¿Entendido?
– Entendido -asintió Hagen-. ¿A qué hora debe tener Fred el automóvil a punto?
– Cuando se hayan marchado los invitados. Genco me esperará.
– El senador ha llamado por teléfono -dijo Hagen-. Se disculpó por no haber venido personalmente, pero dijo que usted lo comprendería. Supongo que se refería a los dos agentes del FBI que estaban anotando las matrículas de los automóviles de los invitados. De todas formas, mandó un regalo.
El Don asintió. No consideró necesario mencionar que había sido él mismo quien había avisado al senador para que no hiciera acto de presencia.
– ¿Un buen regalo?
Hagen hizo un exagerado gesto de aprobación, que resultó extrañamente italiano en sus rasgos germano irlandeses.
– Plata antigua y muy valiosa. Los chicos pueden sacar mil dólares, por lo menos. Según parece, el senador empleó mucho tiempo en decidir qué sería más apropiado. Para esa clase de gente, eso es más importante que el precio.
Don Corleone no disimuló lo mucho que le complacía que un hombre como el senador le hubiese mostrado tanto respeto. El senador, lo mismo que Luca Brasi, era uno de los grandes pilares en que se apoyaba el poder del Don, y también él, con su regalo, había reafirmado su lealtad.