Los tontos mueren
Pero yo actuaba con sumo cuidado. El tipo me había llamado pelma y yo no me había enfurecido por eso. Cuando el croupier me dijo que descubriese las cartas más deprisa, yo lo había hecho muy cordialmente. El hecho de que el señor A. estuviese ahora «echando vapor» era culpa suya. Sería una pérdida de prestigio tremenda para el casino tomar partido por él. No podían dejar que el señor A. hiciese algo ofensivo porque sería tan humillante para ellos como para mí. Como pacífico jugador yo era, en cierto modo, su huésped, con derecho a la protección de la casa.
Entonces vi que el supervisor que yo tenía enfrente se agachaba hacia un lado de la silla para coger el teléfono. Hizo dos llamadas. Mientras le observaba, dejé de apostar cuando el señor A. cogió el «zapato». Estuve un rato sin jugar, descansando. Las sillas de bacarrá eran mullidas y muy cómodas. Podías estarte en ellas doce horas y muchos lo hacían. La tensión se alivió en la mesa cuando yo no quise apostar en el «zapato» del señor A. Pensaron que era prudencia o miedo. Siguió corriendo el «zapato». Me di cuenta de que entraban en el recinto del bacarrá dos tipos muy grandes de traje y corbata. Se acercaron al jefe de sector, que evidentemente les dijo que había desaparecido la tensión, y se tranquilizaron porque pude oírles reír y contar chistes.
La siguiente vez que el señor A. cogió el «zapato» hice una apuesta de veinte dólares al jugador. Entonces, ante mi sorpresa, el croupier que recibió las dos cartas del jugador, no las echó hacia mí sino hacia el otro extremo de la mesa, junto a Jordan. Ésa fue la primera vez que vi a Cully.
Cully, aunque tenía aquella cara flaca y cetrina de indio, resultaba afable por su nariz insólitamente gruesa. Sonrió desde el fondo de la mesa mirándonos al señor A. y a mí. Me di cuenta entonces de que había apostado cuarenta dólares al jugador. Su apuesta superaba mis veinte, así que le correspondía a él coger las cartas. Les dio la vuelta de inmediato. Malas cartas. Ganó el señor A., que se fijó en Cully por primera vez y sonrió cordialmente.
– Hombre, Cully, ¿qué haces tú jugando al bacarrá, siendo como eres un artista en la cuenta atrás?
– Estoy descansando un poco los pies -dijo Cully sonriendo.
– Apuesta conmigo, pijotero -dijo el señor A.-. Este «zapato» será para la banca.
Cully se limitó a reír. Pero me di cuenta de que estaba observándome. Puse mi apuesta de veinte en jugador. Cully puso inmediatamente cuarenta dólares en jugador para asegurarse de que le corresponderían las cartas. Las descubrió de nuevo de inmediato y de nuevo el señor A. le ganó.
– Vaya, Cully, me traes buena suerte -dijo el señor A.- Sigue apostando contra mí.
El croupier del dinero pagó las puestas de banca y luego dijo respetuosamente:
– Señor A., ha superado usted el límite.
El señor A. se lo pensó un momento.
– Es igual, seguiré -dijo.
Yo sabía que debía tener mucho cuidado. Mi rostro se mantenía impasible. El croupier que dirigía la mesa alzó la mano para detener el reparto de cartas hasta que se hubiesen hecho todas las apuestas. Me miró inquisitivamente. Ni me moví siquiera. El croupier miró al otro extremo de la mesa. Jordan hizo una apuesta a banca, con el señor A. Cully apostó cien dólares a jugador, sin dejar un instante de mirarme.
El croupier bajó la mano pero, antes de que el señor A. pudiese recoger la carta del «zapato», eché el fajo de billetes delante de mí en jugador. Cesó a mi espalda el ronroneo de las voces del jefe de sector y de sus dos amigos. El supervisor bajó frente a mí su cabeza desde los cielos.
– Juega el dinero -dije. Lo que significaba que el croupier sólo podía contarlo después de decidida la apuesta. Las cartas del jugador debían venir a mí.
El señor A. se las pasó al croupier. El croupier echó las cartas boca abajo por el verde fieltro. Les di una rápida ojeada y las tiré. Sólo el señor A. pudo ver una leve expresión decepcionada en mi rostro como si tuviese malas cartas. Pero lo que yo había visto era un nueve natural. El croupier contó mi dinero. Yo había apostado mil doscientos dólares y había ganado.
El señor A. se reclinó en su asiento y encendió un cigarrillo. Estaba realmente «echando vapor». Yo sentía su odio. Le sonreí.
– Lo siento -dije.
Exactamente como un buen muchacho. Me miró furioso.
Al otro extremo de la mesa, Cully se levantó con naturalidad y se acercó, sentándose a mi lado. Se sentó en una de las sillas que había entre el señor A. y yo de modo que le correspondiese coger el zapato. Dio una palmada a la caja y dijo:
– Vamos, Cheech, apuesta conmigo. Tengo un presentimiento. Creo que hay siete pases en mi brazo derecho.
Así que el señor A. era Cheech. Un nombre poco tranquilizante. Pero era evidente que a Cheech le caía bien Cully, e igual de evidente que Cully convertía en una ciencia lo de caer bien. En fin, se volvió hacia mí en cuanto Cheech apostó a la banca.
– Vamos, muchacho -dijo-. A ver si entre todos arruinamos a este jodido casino. Apuesta conmigo.
– ¿Crees de veras que estás de suerte? -pregunté sólo un poco sorprendido.
– Voy a agotar el «zapato» -dijo Cully-. No puedo garantizártelo, pero creo que lo conseguiré.
– De acuerdo -dije.
Aposté veinte a la banca. Íbamos todos juntos. Yo, Cheech, Cully, Jordan desde el otro extremo de la mesa.
Uno de los señuelos tuvo que coger la mano del jugador y descubrió en seguida un seis frío. Cully sacó dos figuras y luego otra figura, lo cual significaba nada, cero, la peor jugada del bacarrá. Cheech había perdido mil dólares. Cully cien. Jordan había perdido quinientos. Yo sólo veinte. Fui el único que le hizo reproches a Cully. Sacudí la cabeza pesarosamente.
– Vaya -dije-, ahí se van mis veinte dólares.
Cully sonrió y me pasó el «zapato». Mirando por encima de él, pude ver la cara de Cheech oscurecida de cólera. Un niño pijotero que perdía veinte dólares se atrevía a protestar. Pude leer su pensamiento como una baraja boca arriba sobre el tapete verde.
Aposté veinte a mi banca. Esperé a dar las cartas. El croupier era el apuesto joven que le había preguntado a Diane si se encontraba bien. Llevaba un anillo de diamantes en la mano que mantenía alzada para que yo no diese cartas hasta que se hiciesen las apuestas. Vi que Jordan hacía la suya. A la banca, como siempre. Jugaba conmigo.
Cully apostó veinte a la banca. Se volvió a Cheech y le dijo:
– Venga, apuesta con nosotros. El chico parece estar de suerte.
– Ese pijotero -dijo Cheech.
Me di cuenta de que todos los croupiers me miraban. Los supervisores, erguidos y muy quietos, seguían plantados en sus sillas altas. Yo parecía grande y fuerte; se sintieron un poco decepcionados conmigo.
Cheech puso trescientos dólares al jugador. Di cartas y gané. Seguí consiguiendo pases y Cheech siguió aumentando sus apuestas contra mí. Pidió un marcador. Bueno, no quedaba ya mucho del «zapato», pero lo acabé con perfectos modales de jugador, sin demorarme con las cartas y sin exclamaciones jubilosas. Me sentía orgulloso de mí mismo. Los croupiers vaciaron la caja y reunieron las cartas para un nuevo «zapato». Pagaron todos sus comisiones. Jordan se levantó para estirar las piernas. Lo mismo hizo Cheech; y Cully. Metí mis ganancias en el bolsillo. El jefe de sector trajo el marcador para que Cheech firmara. Todo iba bien. Era el momento perfecto.
– ¿Así que soy un pijotero, eh, Cheech? -dije, y me eché a reír. Luego empecé a rodear la mesa para salir del sector de bacarrá procurando pasar cerca de él. No podría evitar lanzarme un gancho lo mismo que un croupier tramposo no podría evitar echar mano a una ficha de cien dólares extraviada.
Le tenía enganchado. O así lo creía. Pero Cully y los dos tipos corpulentos se habían situado milagrosamente entre nosotros. Uno de ellos agarró el puño de Cheech en su inmensa mano como si fuese una pelotita. Cully me dio un empujón con el hombro, haciéndome perder el equilibrio.