Los tontos mueren
Cheech se puso a gritarle al tipo que le había sujetado el puño.
– Oye, hijo de puta, ¿sabes quién soy?, ¿sabes quién soy, eh?
Para mi sorpresa, el tipo soltó la mano de Cheech y retrocedió. Había cumplido su objetivo. Era una fuerza preventiva, no punitiva. Entretanto, nadie me vigilaba a mí. Estaban intimidados por la venenosa furia de Cheech, todos salvo el croupier joven del anillo de diamantes. Éste dijo muy tranquilo:
– Señor A., está usted pasándose.
Con una increíble y restallante furia, Cheech lanzó el puño y golpeó al joven croupier en plena cara, en la nariz. El croupier retrocedió. Brotó la sangre y descendió sobre el blanco peto escarolado de la camisa y desapareció en el negro azulado del smoking. Pasé de prisa ante Cully y los dos vigilantes y le aticé a Cheech un puñetazo en la sien que le lanzó al suelo. Pero se levantó inmediatamente. Me quedé asombrado. La cosa iba a ser muy seria. Aquel tipo parecía cargado de veneno nuclear.
Y entonces el supervisor bajó de su alta silla, y pude verle claramente a la brillante luz de la lámpara de la mesa de bacarrá. Tenía la cara arrugada y de una palidez de pergamino, como si su sangre fuese de un blanco congelado por incontables años de aire acondicionado. Alzó una mano fantasmal y dijo quedamente:
– Alto.
Todo el mundo se inmovilizó. El supervisor señaló con un dedo largo y huesudo y dijo:
– Cheech, no te muevas. Te has metido en un lío muy grave. Créeme -su tono era tranquilo, protocolario casi.
Cully me llevó hasta la puerta, y yo, la verdad, tenía bastantes ganas de irme, pero me desconcertaron mucho ciertas reacciones. Había algo de gran poder mortífero en la cara del joven croupier aun con sangre chorreando por la nariz. No estaba asustado, ni confuso, ni lo bastante debilitado por el golpe para no responder al ataque. Pero ni siquiera había alzado una mano. Ni tampoco los otros croupiers, sus camaradas, habían acudido en su ayuda. Miraban a Cheech con una especie de sobrecogido horror que no era miedo sino lástima.
Cully me conducía por el casino entre el rumor de oleaje de centenares de jugadores murmurando sus conjuros y oraciones de vudú sobre los dados, el veintiuno, la giratoria rueda de la ruleta. Por fin llegamos a la relativa tranquilidad de la inmensa cafetería.
Me encantaba la cafetería, con sus sillas y sus mesas verdes y amarillas. Las camareras eran jóvenes y guapas y llevaban uniformes dorados de faldas muy cortas. Las paredes eran todas de cristal; podías contemplar un exterior de costoso césped, la piscina azul cielo, las inmensas palmeras que exigían cuidados especiales. Cully me llevó a uno de los grandes reservados, que tenía una mesa para seis personas equipada con teléfono. Ocupamos el reservado como por derecho natural.
Cuando estábamos tomando café, pasó al lado Jordan. Cully se levantó inmediatamente y le agarró del brazo.
– Eh, amigo -dijo-, tómate un café con tus compañeros del bacarrá.
Jordan hizo un gesto de rechazo, pero entonces me vio sentado en el reservado. Me dirigió una extraña sonrisa, al parecer le caía simpático por alguna razón, y cambió de idea. Entró en el reservado.
Y así nos conocimos. Jordan, Cully y yo. Aquel día, en Las Vegas, cuando le vi por primera vez, Jordan no tenía mal aspecto, pese a su pelo blanco. Se rodeaba de un aire casi impenetrable de reserva que me intimidó, pero que Cully ni siquiera advirtió. Cully era uno de esos tipos que agarrarían al Papa por un brazo para llevarle a tomar un café con él.
Yo aún seguía jugando el papel de muchacho inocente.
– ¿Por qué se enfadó tanto Cheech? -dije-. Demonios, yo creí que todos estábamos pasándolo bien.
Jordan alzó la cabeza y, por primera vez, pareció prestar atención a lo que pasaba. Seguía sonriéndome, como a un niño que intentase parecer más listo de lo que correspondía a su edad. Pero a Cully no le hizo tanta gracia.
– Oye, muchacho -dijo-. El supervisor iba a caer sobre ti de un momento a otro. ¿Por qué demonios crees tú que está sentado allí? ¿Para rascarse la nariz? ¿Para ver pasar a las chicas?
– Sí, bueno -dije-. Pero nadie puede decir que fue culpa mía. Cheech se pasó. Yo me porté como un caballero. Eso no puedes negarlo. Ni el hotel ni el casino pueden tener queja de mí.
Cully sonrió cordial.
– Sí, lo hiciste muy bien. Fuiste muy listo. Cheech no se dio cuenta y cayó en la trampa. Pero hay algo que no te imaginas. Cheech es un hombre peligroso, así que ahora mi tarea es sacarte de aquí y ponerte en un avión. ¿Y qué nombre es ése de Merlyn?
No le contesté. Alcé mi camisa deportiva y le enseñé el pecho desnudo y el vientre. Tenía una larga y feísima cicatriz púrpura. Sonreí a Cully y le dije:
– ¿Sabes lo que es esto?
Ahora estaba atento, tenso. Tenía un rostro realmente aguileño.
Lo solté lentamente.
– Estuve en la guerra -dije-. Me alcanzó una ráfaga de ametralladora y tuvieron que coserme como a un pollo. ¿Crees que me importáis algo tú y Cheech?
Cully no pareció impresionarse. Pero Jordan seguía sonriendo. No todo lo que yo decía era verdad. Había estado en la guerra, había luchado, pero no me habían herido. Lo que le enseñaba a Cully era la cicatriz de mi operación de vesícula. Habían ensayado un nuevo sistema que dejaba aquella cicatriz impresionante.
Cully suspiró y dijo:
– Chaval, quizás seas más duro de lo que pareces, pero aún no lo eres bastante para enfrentarte a Cheech.
Recordé la rapidez con que se había levantado Cheech del suelo después de mi puñetazo y empecé a preocuparme. Pensé incluso por un momento en dejar que Cully me pusiese en un avión. Pero moví la cabeza rechazándolo.
– Mira, intento ayudarte -dijo Cully-. Después de lo que pasó, Cheech te buscará. Y no eres de la talla de Cheech, créeme.
– ¿Por qué no? -preguntó Jordan.
Cully contestó rápidamente:
– Porque este chaval es humano y Cheech no.
Es curioso cómo empieza la amistad. En aquel momento, no sabíamos que acabaríamos siendo amigos íntimos en Las Vegas. De hecho, estábamos todos un poco hartos unos de otros.
– Te llevaré en coche al aeropuerto -dijo Cully.
– Eres muy amable -dije yo-. Me caes bien. Somos camaradas de bacarrá. Pero la próxima vez que me digas que vas a llevarme al aeropuerto, despertarás en el hospital.
Cully se echó a reír alegremente.
– Vamos -dijo-. Le pegaste a Cheech un golpe directo y se levantó inmediatamente. No eres un tipo duro. Admítelo.
Ante esto, tuve que reírme porque era cierto. Aquél no era mi verdadero carácter. Y Cully continuó:
– Me enseñaste dónde te alcanzaron las balas, y eso no te convierte en un tipo duro, sino en la víctima de un tipo duro. Si me mostrases a alguien que tuviese cicatrices de balas disparadas por ti, me impresionaría. Y si Cheech no se hubiese levantado inmediatamente después que le pegaste, estaría también impresionado. Vamos, estoy haciéndote un favor. Dejémonos de bromas.
En fin, él tenía toda la razón. Pero daba igual. Yo no tenía ninguna gana de volver a casa con mi mujer y mis tres hijos y el fracaso de mi vida. Las Vegas se ajustaba a mis deseos. Y el casino también. Y también el juego. Podías estar solo sin estar aislado. Y siempre pasaba algo, exactamente como en aquel momento. Yo no era duro, pero lo que Cully ignoraba era que no había casi nada que pudiese asustarme porque en aquel período concreto de mi vida todo me importaba un pito.
Así que le dije a Cully:
– Sí, tienes razón. Pero aún debo seguir aquí un par de días.
Entonces Cully me miró de arriba abajo. Y luego se encogió de hombros. Cogió la nota, la firmó y se levantó de la mesa.
– Ya nos veremos -dijo. Y me dejó solo con Jordan.
Los dos nos sentíamos incómodos. Ninguno quería estar con el otro. Yo advertía que los dos utilizábamos Las Vegas con un fin similar, para ocultarnos del mundo real. Pero no queríamos ser groseros, y, aunque yo en general no tenía ninguna dificultad para librarme de la gente, había algo en Jordan que instintivamente me agradaba, y eso pasaba tan pocas veces que no quería herir sus sentimientos dejándole solo sin más. Entonces él dijo: