Los tontos mueren
– ¿Cómo se deletrea tu nombre?
Se lo deletreé. M-e-r-l-y-n. Me di cuenta de que perdía interés por mí y le sonreí.
– Esa es una de las formas arcaicas -dije.
Entendió inmediatamente y esbozó su dulce sonrisa.
– ¿Tus padres creían que te convertirías en un mago? – preguntó-. ¿Era eso lo que intentabas ser en la mesa de bacarrá?
– No -dije-. Merlyn es mi segundo nombre. Lo cambié. No quería ser el Rey Arturo, ni Lancelot.
– Merlin también tuvo sus problemas -dijo Jordan.
– Sí -dije-, pero nunca murió.
Y así fue como nos hicimos amigos Jordan y yo, o iniciamos nuestra amistad con una especie de confianza sentimental de escolares.
A la mañana siguiente de la pelea con Cheech, escribí mi breve carta diaria a mi mujer, diciéndole que volvería a casa dentro de unos días. Luego di una vuelta por el casino y vi a Jordan en la mesa de dados. Estaba demacrado. Le toqué en el brazo y se volvió y me dirigió aquella dulce sonrisa que me conmovía siempre. Quizás porque yo era el único al que sonreía tan espontáneamente.
– Vamos a desayunar -le dije.
Quería hacerle descansar algo. Evidentemente, se había pasado la noche jugando. Sin decir palabra, recogió sus fichas y me acompañó a la cafetería. Yo aún llevaba mi carta en la mano. La miró y le dije:
– Es que escribo a mi mujer todos los días.
Jordan asintió y pidió el desayuno. Pidió servicio completo, estilo Las Vegas. Melón, huevos y tocino, tostadas y café. Pero comió poco, unos bocados, y luego tomó el café. Yo tomé un filete poco hecho, cosa que me encantaba por las mañanas, pero que nunca tomaba salvo en Las Vegas. Mientras estábamos comiendo, llegó Cully, la mano derecha llena de fichas rojas de cinco dólares.
– Ya he solucionado mis gastos del día -dijo, muy satisfecho-. Hice el cuenteo de un «zapato» y conseguí mi porcentaje de cien.
Se sentó con nosotros y pidió melón y café.
– Merlyn, hay buenas noticias para ti -dijo-. No tendrás que irte. Cheech cometió anoche un grave error.
Pues bien, por alguna razón, esto me fastidió. Aún seguía con aquello. Era como mi mujer, que nunca deja de decirme que tengo que adaptarme. Yo no tengo por qué hacer nada. Pero le dejé hablar. Jordan, como siempre, no decía palabra. Se limitó a observarme un rato. Tuve la sensación de que era capaz de leer mis pensamientos.
Cully tenía una forma apresurada y nerviosa de comer y de hablar. Desbordaba energía, lo mismo que Cheech. Sólo que su energía parecía cargada de benevolencia, de un deseo de que el mundo funcionase con más suavidad.
¿Recuerdas el croupier al que Cheech le arreó en la nariz y le hizo sangrar? Le jodió la camisa. Bueno, pues ese muchacho es el sobrino favorito del jefe de policía de Las Vegas.
Por entonces yo no tenía el menor sentido de los valores. Cheech era un auténtico tipo duro, un asesino, un gran jugador, quizás uno de los matones que ayudaban a controlar Las Vegas. ¿Qué significaba entonces el sobrino del jefe de policía? ¿Qué demonios importaba el que le hubiese hecho sangrar por las narices? Se lo dije. A Cully le encantó esta oportunidad de adoctrinarme:
– Has de tener en cuenta -dijo Cully- que el jefe de policía de Las Vegas es lo que eran los antiguos reyes. Es un tipo grande y gordo de sombrero Stetson y uno cuarenta y cinco a la cadera. Su familia lleva en Nevada desde el principio. La gente le elige todos los años. Su palabra es ley. Le pagan todos los hoteles de esta ciudad. Todos los casinos suplican el honor de que su sobrino trabaje para ellos y le pagan el máximo que se paga a un croupier de bacarrá. Gana tanto como un supervisor. Por otra parte, debes tener en cuenta que el jefe de policía considera la Constitución de los Estados Unidos y los derechos civiles una aberración de los maricas del este. Por ejemplo, todo visitante que tenga antecedentes tiene que pasar por la policía tan pronto como llega a la ciudad. Y es mejor que lo haga, puedes creerme. A nuestro amigo tampoco le gustan los hippies. ¿Te has fijado que no hay chicos de pelo largo en esta ciudad? Tampoco le vuelven loco los negros, ni los vagabundos ni los mendigos. Las Vegas quizá sea la única ciudad de los Estados Unidos donde no hay mendigos. Le gustan las chicas, son buenas para el negocio de los casinos, pero no le gustan los chulos. No le importa que un tallador viva de las ganancias de su amiga y cosas así. Pero si hay un tipo listo que se monta un equipo de chicas, cuidado. Las prostitutas no hacen más que ahorcarse en sus celdas, abrirse las venas. Los jugadores que se quedan sin blanca se suicidan en la cárcel. Los asesinos convictos, los que hacen un desfalco en un banco. Hay mucha gente que se suicida en la cárcel. Pero, ¿has oído alguna vez que un macarra se haya suicidado? Bueno, pues Las Vegas tiene el récord en esto. Se han suicidado tres chulos en la cárcel de nuestro amigo. ¿Te haces idea del cuadro?
– ¿Qué le pasó entonces a Cheech? -dije-. ¿Está en la cárcel?
Cully sonrió.
– No llegó allí. Intentó conseguir ayuda de Gronevelt.
– ¿Xanadú Número Uno? -murmuró Jordan.
Cully le miró, un tanto sorprendido.
– Escucho -dijo Jordan con una sonrisa- las llamadas al teléfono cuando no estoy jugando.
Por unos instantes, Cully pareció un poco incómodo. Luego, se tranquilizó y siguió.
– Cheech pidió a Gronevelt que le protegiera y le sacara de la ciudad.
– ¿Quién es Gronevelt? -pregunté.
– El hotel es suyo -dijo Cully-. Y permíteme que te diga que estaba obligado. Cheech no está solo, sabes.
Le miré. No sabía qué quería decir.
– Bueno, Cheech está conectado -dijo Cully significativamente-. Pero, de todos modos, Gronevelt tuvo que entregárselo al jefe. Así que Cheech está ahora en el hospital. Tiene fractura de cráneo, lesiones internas y necesitará cirugía plástica.
– Dios mío -dije.
– Opuso resistencia a la autoridad -dijo Cully-. Así es el jefe. Y cuando Cheech se recobre, se le prohibirá la entrada en Las Vegas para siempre. Y no sólo eso, han echado al jefe de sector de bacarrá. Él era responsable de vigilar por la seguridad del sobrino. El jefe le echa toda la culpa a él. Y ahora no podrá trabajar en Las Vegas. Tendrá que buscar trabajo en el Caribe.
– ¿No querrá contratarle nadie aquí? -pregunté.
– No es eso -dijo Cully-. El jefe le dijo que no le quería en la ciudad.
– ¿Y eso basta? -pregunté.
– Basta -dijo Cully-. Hubo un jefe de sector que volvió a la ciudad y consiguió otro trabajo. El jefe entró allí casualmente, le vio y le sacó a rastras del casino. Le pegó una paliza terrible. Todo el mundo captó el mensaje.
– ¿Y cómo demonios puede hacer esas cosas? -dije yo.
– Porque es un representante del pueblo elegido legalmente -dijo Cully, y por primera vez Jordan se echó a reír. Una risa magnífica. Barría el distanciamiento y la frialdad que se sentía emanar siempre de él.
Aquella misma tarde, Cully trajo a Diane al vestíbulo donde Jordan y yo descansábamos del juego. Se había recuperado de lo que le hubiese hecho Cheech la noche anterior. Se veía que conocía muy bien a Cully. Y se veía también que Cully estaba ofreciéndonosla como señuelo a mí y a Jordan. Podíamos llevárnosla a la cama siempre que quisiéramos.
Cully hizo algunas bromitas sobre Diane, sobre sus pechos, sus piernas y su boca, lo lindos que eran, cómo utilizaba su pelo negro azabache como un látigo. Pero entremezclaba con los rudos cumplidos solemnes comentarios sobre su buen carácter, cosas como: «Ésta es una de las pocas chicas de la ciudad que no te robará». Y «Nunca te robará. Es tan buena chica; no pertenece a esta ciudad». Y luego, para mostrar su aprecio, extendió la palma de la mano para que Diane echase en ella la ceniza del cigarrillo y no tuviese que estirarse hasta el cenicero. Era galantería primitiva, el equivalente Las Vegas de besar la mano a una duquesa.