Los tontos mueren
Diane estaba muy callada, y yo un poco fastidiado de que mostrase más interés por Jordan que por mí. Después de todo, ¿no la había vengado yo como el galante caballero que era? ¿No había humillado yo al terrible Cheech? Pero cuando se fue para hacer su turno en la mesa de bacarrá, se agachó, me besó en la mejilla y, sonriendo con cierta tristeza, dijo:
– Me alegro que estés bien. Estaba preocupada por ti. No debes ser tan tonto.
Y luego se fue.
En las semanas siguientes, nos contamos nuestras cosas y llegamos a conocernos bastante. El tomar algo por la tarde se convirtió en un ritual y casi siempre cenábamos juntos a la una de la mañana, cuando Diane terminaba su turno en la mesa de bacarrá. Pero todo dependía del juego. Si alguno de nosotros tenía una buena racha, no iba a cenar hasta que cambiaba la suerte. Esto pasaba sobre todo con Jordan.
Pero hubo también largas tardes en que nos sentábamos junto a la piscina y hablábamos bajo el ardiente sol del desierto. O dábamos paseos a medianoche por el Strip bañado de neón, los resplandecientes hoteles que se alzaban como espejismo en medio del desierto que rodeaba la ciudad, o nos apoyábamos en la baranda gris de la mesa de bacarrá. Y así nos fuimos contando la historia de nuestras vidas.
La historia de Jordan parecía la más simple y corriente. Y él parecía la persona más normal del grupo. Había llevado una vida perfectamente feliz y había tenido un destino de lo más común. Era una especie de ejecutivo genial que a los treinta y cinco tenía una empresa propia dedicada a la compra y venta de aceros. Actuando como una especie de intermediario, se ganaba la vida magníficamente. Se casó con una mujer muy guapa, y tuvieron tres hijos y una gran casa y todo lo que querían. Amigos, dinero, posición y verdadero amor. Y eso duró veinte años. Luego, según contaba Jordan, su mujer fue separándose de él. Él había concentrado todas sus energías en mantener segura a su familia frente a los terrores de una economía selvática. Había consagrado a ello toda su voluntad y todas sus energías. Su esposa había cumplido con su deber como esposa y madre. Pero llegó un momento en que quiso más de la vida. Era una mujer ingeniosa, curiosa, inteligente, culta. Devoraba novelas y obras de teatro, visitaba museos, formaba parte de todos los grupos culturales de la ciudad, y todo lo compartía animosamente con Jordan. Y Jordan la amaba cada día más. Hasta el día que ella dijo que quería el divorcio. Entonces él dejó de quererla y dejó de querer a sus hijos y a su familia y a su trabajo. Él había hecho todo lo posible por dar cohesión a su familia. Les había protegido de todos los peligros del mundo exterior, había construido un baluarte de dinero y poder, sin sospechar jamás que las puertas pudiesen abrirse desde dentro.
Él no lo explicó así, pero así lo escuché yo. Él sólo dijo que no había «evolucionado con su mujer». Que estaba demasiado inmerso en sus negocios y no había prestado la debida atención a su familia. Que cuando ella se divorció para casarse con uno de los amigos de él, él no se lo reprochó. Porque aquel amigo era exactamente igual que ella, tenía los mismos gustos, el mismo tipo de ingenio, la misma capacidad para gozar de la vida.
Y así él, Jordan, había aceptado todo lo que quiso su mujer. Había vendido su negocio y le había dado a ella todo el dinero. Su abogado le dijo que era demasiado generoso, que lo lamentaría después. Pero Jordan contestó que en realidad no era generoso, porque él podía ganar mucho más dinero y su mujer y el nuevo marido no.
– Supongo que es difícil imaginarlo viéndome jugar -dijo Jordan-, pero soy en teoría un gran hombre de negocios. Tengo ofertas de trabajo de todo el país. Si mi vida no hubiese aterrizado en Las Vegas, en este momento estaría en Los Angeles ganándome mi primer millón.
Era una buena historia, pero para mí tenía un tono falso. Era un tipo sencillamente demasiado bueno, era todo demasiado civilizado.
Una de las cosas que no encajaban era que yo sabía que Jordan no dormía de noche. Me acercaba al casino todas las mañanas antes de desayunar, a abrir el apetito con los dados. Y me encontraba a Jordan en la mesa de dados. Era evidente que había estado jugando toda la noche. A veces, cuando estaba cansado, iba al sector de ruleta o de veintiuno. Y a medida que pasaban los días, su aspecto empeoraba. Adelgazó, sus ojos parecían llenos de pus rojo. Pero siempre se mostraba muy amable, muy mesurado. Y nunca decía una palabra contra su mujer.
A veces, cuando Cully y yo estábamos solos en el vestíbulo o en el comedor, Cully decía:
– ¿Tú le crees a ese jodido Jordan? ¿Puedes creer que un tío deje tranquilamente que una tía le haga eso? ¿Y puedes creer que siga hablando de ella como si fuese lo mejor del mundo?
– Es que ella no es una tía cualquiera -dije yo-. Fue su mujer muchos años. La madre de sus hijos. La roca de su fe. Jordan es un puritano chapado a la antigua que se ha visto de pronto en una situación insólita.
Fue Jordan quien consiguió que yo empezase a hablar.
– Tú haces un montón de preguntas -dijo un día-, pero no cuentas nada.
Hizo una breve pausa como si dudase en tener el interés suficiente para hacer la pregunta. Luego dijo:
– ¿Por qué llevas tanto tiempo aquí en Las Vegas?
– Soy escritor -le dije.
Y a partir de ahí, seguí contando cosas. Les impresionó el hecho de que hubiese publicado una novela y esa reacción siempre me divertía. Pero lo que les asombró realmente fue que tuviese treinta y un años y hubiese abandonado a una mujer y tres hijos.
– Yo te echaba como mucho veinticinco -dijo Cully-. Y no llevas anillo.
– Nunca lo llevé -dije.
– No lo necesitas -dijo bromeando Jordan-. Pareces culpable sin él.
Por alguna razón, no pude imaginármelo haciendo un chiste de este género cuando estaba casado y vivía en Ohio. Entonces le habría parecido grosero. O quizás no hubiese tenido tanta libertad de pensamiento. O quizás fuese algo que habría dicho su mujer y que él le habría permitido decir limitándose a acomodarse en el asiento y gozar de su ingenio porque ella podía permitírselo y quizás él no. A mí no me importó. En realidad, les conté la historia de mi matrimonio, y al hacerlo salió lo de la cicatriz del vientre que les había enseñado y que era de una operación de vesícula y no de una herida de guerra. Cuando conté esto, Cully se echó a reír y dijo:
– Eres un artista contando cuentos.
Me encogí de hombros, sonreí, y seguí con mi historia.
5
Yo no tengo historia. No recuerdo a mis padres. No tengo tíos, ni primos. Ni pueblo ni ciudad. Sólo tengo un hermano, dos años mayor que yo. A los tres años, cuando mi hermano Artie tenía cinco, nos dejaron en un orfanato cerca de Nueva York. Nos dejó mi madre. No tengo ningún recuerdo de ella.
No les conté esto a Cully, Jordan y Diane. Nunca hablé de estas cosas. Ni siquiera con mi hermano, Artie, que es la persona más próxima a mí.
Nunca hablo de ello porque resulta demasiado patético, y no lo fue en realidad. El orfanato estaba muy bien, era un lugar agradable y ordenado, con un buen sistema de enseñanza y un administrador inteligente. Y me fue muy bien allí hasta que Artie y yo nos fuimos juntos. Él tenía dieciocho años y encontró un trabajo y un apartamento. Yo me fui a vivir con él. Al cabo de unos meses, le dejé a él también, mentí sobre mi edad e ingresé en el ejército para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Y luego, en Las Vegas, dieciséis años más tarde les conté a Jordan, a Cully y a Diane cosas sobre la guerra y mi vida posterior.
Después de la guerra lo primero que hice fue matricularme en los cursos de redacción de la Nueva Escuela de Investigación Social. Por entonces, todo el mundo quería ser escritor, lo mismo que veinte años después, todos esperaban llegar a ser directores de cine.