Los tontos mueren
Me había resultado difícil hacer amigos en el ejército. En la escuela fue más fácil. Conocí allí también a mi futura esposa. Como no tenía más familia que mi hermano, pasaba mucho tiempo en la escuela, haraganeando por la cafetería en vez de volver a mis solitarias habitaciones de la Calle Grove. Era divertido. De vez en cuando, tenía suerte y convencía a una chica de que viviese conmigo unas semanas. Los tipos con quienes trabé amistad, todos recién salidos del ejército y que iban a la escuela amparados en la ley de ayuda a los veteranos, hablaban mi lenguaje. El problema era que todos ellos estaban interesados en la vida literaria y yo no. Yo sólo quería ser escritor porque siempre andaba hilvanando historias. Aventuras fantásticas que me aislaban del mundo.
Descubrí que era el que más leía. Más incluso que los tipos que querían doctorarse en inglés. En realidad, no tenía mucho más que hacer, aunque siempre jugaba. Encontré un sitio en el East Side, junto a la Calle Décima, y apostaba todos los días a los partidos de pelota, al fútbol americano, al béisbol y al baloncesto. Al mismo tiempo, escribía cuentos cortos y empecé una novela sobre la guerra. Conocí a mi mujer en una de las clases de relatos breves. Era una chica delgada, de origen escocés-irlandés, de busto grande, enormes ojos azules y muy seria en todo. Criticaba los relatos de los demás cuidadosa y mesuradamente, pero con mucha dureza. No había tenido oportunidad de juzgarme porque yo no había sometido aún ningún relato mío a la clase. Un día leyó uno suyo. Y me sorprendió porque la historia era muy buena y muy divertida. Trataba de sus tíos irlandeses, que eran todos grandes borrachos.
En fin, cuando terminó el relato, toda la clase se lanzó sobre ella por apoyar el tópico del irlandés borracho. Su linda cara se crispó en un gesto de asombro herido. Por fin, le dieron oportunidad de contestar.
Tenía una hermosa voz, muy suave, y dijo quejumbrosa:
– Yo me he criado entre irlandeses. Beben todos. ¿Acaso no es verdad?
Le dijo esto al profesor, que era casualmente irlandés también. Se llamaba Maloney y era buen amigo mío. Aunque no lo demostraba, estaba borracho en aquel preciso momento.
Pero se echó atrás en su silla y dijo muy solemne:
– Yo qué puedo decir. Soy escandinavo.
Todos nos echamos a reír y la pobre Valerie bajó la cabeza muy confusa. Yo la defendí porque aunque era un buen relato sabía que nunca llegaría a ser una escritora de verdad. En la clase todos tenían talento, pero sólo unos cuantos tenían la energía y el deseo necesarios para recorrer el camino, para entregar su vida a escribir. Yo era uno de ellos. Y percibía que ella no lo era. El secreto era muy simple. Lo único que yo quería hacer era escribir.
Cerca del final presenté también mi relato. Le gustó a todo el mundo. Valerie se me acercó y me dijo:
– ¿Cómo es posible que siendo yo tan seria todo lo que escribo resulte tan cómico? Y tú siempre haces chistes y actúas como si no fueses serio y tu relato me hace llorar.
Hablaba en serio, como siempre. No fingía. Así que la llevé a tomar un café. Se llamaba Valerie O'Grady, nombre que odiaba por ser irlandés. A veces pienso que se casó conmigo sólo por librarse del O'Grady. Y me obligaba a llamarla Vallie. Tardé dos semanas en conseguir que se acostara conmigo, lo que me sorprendió. No era la típica chica liberada del Village y quería asegurarse de que yo lo sabía. Tuvimos que pasar por toda una mascarada, hube de emborracharla primero para que luego pudiera acusarme de haberme aprovechado de una debilidad nacional o racial. Pero en la cama me asombró.
No me había entusiasmado excesivamente antes. Pero en la cama era magnífica. Supongo que hay personas que ajustan sexualmente, que reaccionan de modo recíproco a un nivel sexual primario. En nuestro caso creo que los dos éramos tan tímidos, estábamos tan encerrados en nosotros mismos, que no podíamos relajarnos sexualmente con otras personas. Y que reaccionamos plenamente de modo recíproco por alguna misteriosa razón que brotaba de esa timidez mutua. En fin, lo cierto es que, después de la primera noche que pasamos juntos, fuimos inseparables, íbamos a todos los cines del Village y vimos todas las películas extranjeras. Comíamos en restaurantes italianos o chinos y volvíamos a mi habitación y hacíamos el amor, y hacia la medianoche la acompañaba al metro para que volviera a casa de su familia a Queens. Aún no tenía valor para quedarse toda la noche. Hasta un fin de semana en que no pudo resistir. Quería estar allí el domingo para hacerme el desayuno y leer los periódicos dominicales conmigo por la mañana. Así que contó las mentiras habituales a sus padres y se quedó. Fue un maravilloso fin de semana. Cuando volvió a casa, no obstante, se armó el escándalo en el clan. Su familia se abalanzó sobre ella, y cuando nos vimos el lunes por la noche, se puso a llorar.
– Qué demonios -dije yo-. Casémonos.
– No estoy embarazada -dijo sorprendida.
Y se quedó aún más sorprendida cuando yo me eché a reír. No tenía realmente ningún sentido del humor, salvo cuando escribía.
Por fin la convencí de que hablaba en serio. De que realmente quería casarme con ella, y entonces se puso muy colorada y luego empezó a llorar.
En fin, al domingo siguiente fui a casa de su familia, a Queens, a cenar. Eran familia numerosa, padre, madre, tres hermanos y tres hermanas, todos más pequeños que Vallie. Su padre era un viejo empleado de Tammany Hall y se ganaba la vida con algún trabajo político. Estaban también algunos tíos y todos se emborracharon. Pero de una forma alegre y despreocupada. Se emborracharon igual que otras personas se atracan en un banquete. No era más ofensivo que eso. Aunque yo no solía beber, eché unos cuantos tragos y lo pasamos todos muy bien.
La madre tenía unos ojos castaños danzarines… Vallie evidentemente heredaba su sexualidad de la madre y la falta de humor de su padre. Me di cuenta de que el padre y los tíos me observaban con taimados ojos de borrachos, intentando determinar si era sólo un vivo que estaba jodiéndose a su querida Vallie, engañándola con lo del matrimonio.
El señor O'Grady fue por fin al grano.
– ¿Cuándo pensáis casaros vosotros dos? -preguntó.
Sabía que si no daba la respuesta adecuada, el padre y los tres tíos me partirían los morros allí mismo. Me daba cuenta de que el padre me odiaba por andar jodiéndome a su niñita antes de casarme con ella. Pero le comprendía. Era algo muy simple. Además, yo no pretendía engañar a nadie. Nunca engaño a la gente, o eso creo. Así que me eché a reír y dije:
– Mañana por la mañana.
Me eché a reír porque sabía que era una respuesta que les tranquilizaría pero que no podrían aceptar. No podían aceptarla porque todos sus amigos pensarían que Vallie estaba embarazada. Por fin acordamos una fecha, dos meses después, para que pudiese cumplirse todo el protocolo y fuese una auténtica boda familiar. Yo no tenía tampoco ningún inconveniente. No sabía si estaba enamorado. Me sentía feliz y eso bastaba. Ya no estaba solo, podía iniciar ya mi verdadera historia. Mi vida se ampliaría hacia el exterior, tendría una familia, mujer, hijos, la familia de mi mujer sería mi familia. Me asentaría en una parte de la ciudad que sería mía. Ya no sería una unidad solitaria, aislada. Podrían celebrarse adecuadamente fiestas y cumpleaños. En suma, yo sería, por primera vez en mi vida, «normal». El ejército no contaba en realidad. Y durante los diez años siguientes, me dediqué a asentarme en el mundo.
La única gente que conocía y que podía invitar a la boda eran mi hermano, Artie, y algunos compañeros de la Nueva Escuela. Pero había un problema. Yo tenía que explicarle a Vallie que Merlyn no era mi verdadero nombre. O más bien que mi nombre original no era Merlyn. Después de la guerra, cambié, legalmente, de nombre. Tuve que explicarle al juez que era escritor y que quería escribir con aquel nombre. Le puse el ejemplo de Mark Twain. El juez asintió como si conociese a un centenar de escritores que hubiesen hecho lo mismo.