Los tontos mueren
– No sé -dije. Pensé entonces lo que sentía respecto a los huérfanos. Éramos todos gente rara. Al no conocer a nuestros padres, no nos preocupábamos de si la gente era judía o negra o lo que fuese.
Al día siguiente, llamé al señor Eli Hemsi a su oficina. Como los casados que tienen un ligue, los padres de mis clientes sólo me daban el número de teléfono de su oficina. Pero tenían el teléfono de mi casa, por si necesitaban ponerse en contacto conmigo con urgencia. Últimamente, estaba recibiendo muchísimas llamadas, cosa que intrigaba a Vallie. Le expliqué que era cosa de las apuestas y de la revista.
El señor Hemsi me pidió que bajase a su oficina a la hora de comer y allá me fui. Era uno de los edificios de confección de la Sexta Avenida, a sólo diez minutos de mi lugar de trabajo. Un agradable paseo con aquel tiempo primaveral. Fui sorteando tipos que empujaban carretillas de mano cargadas de trajes y reflexioné con cierta satisfacción sobre lo mucho que tenían que trabajar por sus míseros sueldos mientras yo amontonaba centenares de dólares por mis pequeños chanchullos. La mayoría eran negros. Por qué no estarían asaltando a la gente por la calle, como se decía que hacían. Ay, si tuviesen una educación adecuada, podrían estar robando como yo, sin hacer daño al prójimo.
La recepcionista me guió a través de salas de exposición donde se exhibían los nuevos estilos de las próximas temporadas. Y luego me hizo cruzar una puertecita que daba al apartamento-oficina del señor Hemsi. Me quedé de veras sorprendido ante tanta elegancia, considerando lo mugriento que era el resto del edificio. La recepcionista me dejó en manos de la secretaria del señor Hemsi, una mujer de mediana edad, fría y seria, pero impecablemente vestida, que me introdujo en el santuario.
El señor Hemsi era un tipo grande, muy grande; habría parecido un cosaco de no ser por su traje de corte perfecto, su camisa blanca magnífica y su corbata, de un rojo obscuro. Tenía muchas arrugas en la cara y aire melancólico. Casi parecía noble y, desde luego, parecía honrado. Se levantó y cogió mis manos en las dos suyas para saludarme. Me miró intensamente a los ojos. Estaba tan cerca de mí que pude ver a través del espeso y viscoso pelo gris.
– Mi amigo tiene razón, es usted un hombre de buen corazón -dijo muy serio-. Sé que me ayudará.
– En realidad no puedo ayudarle. Me gustaría hacerlo, pero no puedo.
Le expliqué todo el asunto, tal como se lo había explicado al señor Hiller. Con más frialdad de la que pretendía. No me gusta que la gente me mire intensamente a los ojos.
Él se limitó a sentarse y a cabecear muy serio. Luego, como si no hubiese oído una palabra de cuanto le había dicho, siguió explicando, con un tono realmente melancólico en la voz:
– Mi esposa, la pobre, está muy mal de salud. Si pierde ahora a su hijo morirá. Es lo único que la mantiene viva. Si él se va dos años, morirá. Señor Merlyn, tiene usted que ayudarme. Si hace esto por mí, le haré feliz para el resto de su vida.
No fue eso lo que me convenció. No fue que creyese una palabra de cuanto me decía. Sin embargo, la última frase me atrapó. Sólo los reyes y los emperadores pueden decir a un hombre «te haré feliz el resto de tu vida». Qué confianza tenía en su poder. Pero luego comprendí que hablaba de dinero.
– Déjeme pensarlo -dije-. Quizás se me ocurra algo. El señor Hemsi seguía cabeceando muy serio:
– Sé que podrá, sé que tiene usted buena cabeza y buen corazón -dijo-. ¿Tiene usted hijos?
– Sí -contesté.
Me preguntó cuántos y de qué edad y de qué sexo. Me preguntó por mi mujer y la edad que tenía. Era como si fuese mi tío. Luego, me pidió la dirección de mi casa y mi número de teléfono para poder contactar conmigo en caso necesario.
Cuando salí, él mismo me acompañó hasta el ascensor. Pensé que con aquello había cumplido ya mi promesa. No tenía ni idea de cómo podía librar a su hijo del reclutamiento. Y el señor Hemsi estaba en lo cierto, yo tenía un buen corazón. Lo bastante bueno para no intentar engañarle y traicionar las esperanzas de su mujer y luego no hacer nada. Y tenía una inteligencia lo bastante buena para no enredarme con una víctima del comité de reclutamiento. El chico había recibido ya la notificación y estaría en el ejército en el plazo de un mes. Su madre tendría que arreglárselas sin él.
Al día siguiente mismo, Vallie me llamó al trabajo. Parecía muy emocionada. Me dijo que acababa de recibir por un servicio especial de entrega unas cinco cajas de ropa.
Ropa para todos los chicos, ropa de invierno y de otoño, y ropa magnífica. Y también una caja para ella. Y todo de lo más caro, de lo que jamás podríamos permitirnos comprar.
– Hay una tarjeta -dijo-. De un tal señor Hemsi. ¿Quién es? La ropa es maravillosa, Merlyn, ¿Por qué te la regala?
– Escribí unos folletos para su negocio -dije-. No pagaba mucho pero me prometió enviarles algo a los chicos. Claro que supuse que sólo mandaría unas cosillas.
La voz de Vallie respiraba satisfacción.
– Debe ser un buen hombre. Esto debe valer más de mil dólares.
– Qué bien -dije-. Bueno, ya hablaremos de esto por la noche.
Cuando colgué, le conté a Frank lo ocurrido y le hablé del señor Hiller, el de la agencia Cadillac.
Frank me miró preocupado.
– Estás atrapado -dijo-. Ahora ese tipo esperará que hagas algo por él. ¿Cómo vas a salir de esto?
– Mierda -dije-. Ni siquiera sé por qué acepté ir a verle.
– Por esos Cadillacs que viste en la tienda de Hiller -dijo Frank-. Eres como esos tipos de color. Volverían a las chozas de África si pudiesen andar en un Cadillac.
Advertí una cierta vacilación de su voz. Había estado a punto de decir «negros» pero pasó a decir gente de color. Me pregunté si sería porque le avergonzaba decir aquella palabra malsonante o porque creía que yo podría ofenderme. En realidad, siempre me había preguntado por qué le fastidiaba tanto a la gente el que a los tíos de Harlem les gustasen los Cadillacs. ¿Porque no podían permitírselos? ¿Porque no debían endeudarse en algo que no tuviese utilidad inmediata? Pero Frank tenía razón en lo de que los Cadillacs me habían trastornado. Por eso había aceptado yo ver a Hemsi y hacerle el favor a Hiller. En el fondo de mi mente, abrigaba la esperanza de conseguir uno de aquellos maravillosos coches.
Cuando llegué a casa, aquella noche, Vallie y los chicos hicieron un desfile de modelos. Ella me había dicho cajas, pero no había especificado el tamaño. Eran enormes, y Vallie y los chicos tenían unos diez juegos de prendas cada uno. Hacía mucho tiempo que no veía a Vallie tan emocionada. Los críos estaban muy satisfechos, pero a su edad no se preocupaban tanto de la ropa, ni siquiera la niña. De pronto, cruzó mi pensamiento la idea de que quizás tuviese la suerte de dar con un fabricante de juguetes que quisiese colar a su hijo en la lista.
Pero entonces Vallie me indicó que tendría que comprar zapatos nuevos que fuesen con aquella ropa. Le dije que esperase un poco y tomé nota de echar un vistazo para ver si localizaba a un hijo de fabricante de zapatos.
Pero lo curioso era que habría considerado que el señor Hemsi me trataba con condescendencia paternalista si la ropa hubiese sido de calidad corriente. Habría sido el pobre recibiendo la limosna del rico. Pero aquella ropa era de primera calidad, eran artículos magníficos que no podría permitirme por muchos sobornos que recibiere. Aquello valía cinco mil dólares, como poco. Eché un vistazo a la tarjeta. Era una tarjeta comercial con el nombre de Hemsi y el título de presidente, el nombre de la empresa, su dirección y el teléfono. No había nada escrito. Ningún tipo de mensaje. El señor Hemsi era muy listo, desde luego. No había ninguna prueba directa de que él hubiese enviado aquello, y yo no tenía nada con qué acusarle.
Había pensado, en la oficina, que quizás pudiese devolverle los regalos. Pero cuando vi lo contenta que estaba Vallie, comprendí que no era posible. Estuve despierto hasta las tres de la madrugada ideando modos de conseguir que el hijo del señor Hemsi eludiese el reclutamiento.