Los tontos mueren
Al día siguiente, cuando entré en la oficina, tomé una decisión. No haría nada por escrito que pudiese delatarme un año o dos después. La cuestión era muy delicada. Una cosa era aceptar dinero por poner a un tipo a la cabeza de la lista para el programa de seis meses, y otra sacarle del grupo de reclutas después de haber recibido la notificación.
Así que lo primero que hice fue acudir al grupo de reclutamiento que había enviado la notificación a Hemsi. Conocía allí a uno de los empleados, un tipo más o menos como yo. Me identifiqué y le conté la historia que había pensado. Le dije que Paul Hemsi había estado en mi lista del programa de seis meses y que yo tenía previsto alistarle hacía dos semanas, pero que había enviado su carta a una dirección equivocada. Que todo había sido culpa mía y que me sentía culpable por ello y que quizás pudiese verme metido en un lío si la familia del chico empezaba a investigar. Le pregunté si en su oficina podían cancelar la notificación para que yo pudiese incluirle en el programa de seis meses. Entonces yo enviaría el documento oficial al equipo de reclutamiento, indicando que Paul Hemsi estaba incluido en el programa de seis meses de la reserva, con lo que ellos podrían eliminarle de su lista. Utilicé lo que me parecía exactamente el tono correcto, sin demasiada angustia. Sólo un buen muchacho que intenta corregir un error. Al mismo tiempo, dejé caer que si él podía hacerme aquel favor, yo podría ayudarle a incluir a un amigo suyo en el programa de seis meses.
Este último truco se me había ocurrido la noche anterior en la cama cuando no podía dormir. Pensé que a los empleados de la oficina de reclutamiento, probablemente les llegasen también peticiones parecidas a las que me llegaban a mí. Y pensé que si uno de ellos podía colocar a un cliente suyo en el programa de seis meses, quizás pudiese embolsarse mil billetes por lo menos.
Pero el tipo de la oficina de reclutamiento se lo tomó todo con la mayor naturalidad. No creo siquiera que captase lo que le estaba proponiendo. Dijo que no había problema, que retiraría la notificación, y tuve de pronto la impresión de que tipos más listos que yo habían pulsado ya aquella tecla. En fin, al día siguiente recibí la carta de la oficina de reclutamiento y llamé al señor Hemsi y le dije que enviase a su hijo a mi oficina para alistarle.
Todo se desarrolló sin el menor problema. Paul Hemsi era un muchacho agradable y suave, muy tímido, o al menos así me lo pareció. Le tomé juramento, y guardé su documentación hasta que recibiera orden de incorporarse. Me encargué personalmente de sus cosas, y cuando salió para su servicio activo de seis meses, nadie de su grupo le había visto. Le había convertido en un fantasma.
Me di cuenta por entonces de que todo aquello era cada vez más peligroso e implicaba a gente importante. Pero por algo era Merlyn el Mago. Me puse mi gorro de mago y empecé a meditar sobre el asunto. Algún día se descubriría el pastel. Yo estaba bastante a cubierto, salvo por el dinero que tenía guardado en casa. Tenía que ocultar aquel dinero en otro lugar más seguro. Eso era lo primero de todo.
Y luego tenía que justificar otros ingresos para poder gastarlo abiertamente.
Podía pedirle a Cully que me guardase el dinero en Las Vegas. Pero, ¿y si Cully se aprovechaba o le mataban? En cuanto a ganar dinero legalmente, había tenido ofertas de revistas para recensiones de libros y colaboraciones, pero siempre las había rechazado. Yo era un narrador puro, un escritor de obras de ficción. Me parecía rebajarme y rebajar mi arte escribir cualquier otra cosa. Pero qué demonios, era un estafador, ya nada podía rebajarme más.
Frank me pidió que fuese a comer con él y acepté. Frank estaba en magnífica forma. Feliz, contento y satisfecho. Había ganado bastante aquella semana en el juego y disponía de mucho dinero. Sin pensar en absoluto en lo que pudiese traer el futuro, creía que seguiría ganando y que los chanchullos podrían seguir eternamente. Sin considerarse siquiera un mago, creía en un mundo mágico.
12
Casi dos semanas después mi agente me concertó una cita con el director jefe de Everyday Magazines. Se trataba de un grupo de publicaciones que inundaban al público norteamericano con información, seudoinformación, sexo y seudosexo, cultura y filosofía reaccionaria. Revistas de cine, revistas de aventuras para las clases populares, una revista mensual de deportes, otra de caza y pesca, historietas. Su revista de más clase, la más destacada, pretendía dirigirse a solteros alegres con gusto por la literatura y el cine de vanguardia.
Everyday, verdadero popurrí, se nutría de escritores independientes que tenían que publicar medio millón de palabras al mes. Mi agente me dijo que el director jefe conocía a mi hermano, Artie, y que Artie le había llamado para preparar el camino.
En Everyday Magazines todos parecían fuera de lugar. Nadie parecía pertenecer a aquello. Y, sin embargo, sacaban revistas rentables. Era extraño, pero en las oficinas del gobierno federal todos parecíamos ajustar, todo el mundo se sentía feliz y, sin embargo, todos hacíamos un trabajo piojoso.
El redactor jefe, Eddie Lancer, había estudiado con mi hermano en la universidad de Missouri, y fue Artie quien primero mencionó el trabajo a mi agente. Lancer se dio cuenta, por supuesto, de que yo no estaba en absoluto cualificado para el trabajo a los dos minutos de entrevista. Y yo también. No tenía ni idea de cómo funcionaba una revista. Pero para Lancer eso era un punto positivo. A él la experiencia le importaba un bledo. Lo que andaba buscando eran tipos afectados de esquizofrenia. Y más tarde me dijo que en ese aspecto le había parecido magníficamente dotado.
Eddie Lancer era también novelista; había publicado un año atrás un libro magnífico que a mí me había gustado mucho. Sabía de mi novela y dijo que le gustaba y eso influyó mucho en que me diese el trabajo. En su tablero de notas, tenía un gran titular de periódico procedente del Times de la mañana: WALL STREET NO MIRA CON BUENOS OJOS LA GUERRA ATÓMICA.
Me vio mirar el recorte y dijo:
– ¿Crees que puedes escribir un relato corto sobre un tipo preocupado por eso?
– Claro -dije.
Y lo hice. Escribí un relato sobre un joven ejecutivo preocupado por la posible baja de sus acciones después del bombardeo atómico. No cometí el error de burlarme del tipo ni de adoptar una actitud moralista. Lo escribí en un tono directo. Si se aceptaba la premisa básica, se aceptaba al tipo. Si no se aceptaba la premisa básica, era una sátira muy divertida.
A Lancer le gustó.
– Encajas muy bien en nuestra revista -dijo-. La idea es abarcar los dos campos. Hacer que les guste a los tontos y a los listos. Perfecto -hizo una breve pausa-. Eres muy distinto de tu hermano Artie.
– Sí, ya lo sé -dije-. También tú.
Lancer me sonrió.
– En la universidad éramos muy amigos. Es el tipo más honrado que he visto en mi vida. Sabes, me sorprendió mucho el que me pidiera que te recibiese. Es la primera vez que le veo pedir un favor.
– Sólo lo hace por mí -dije.
– El tipo más recto que he conocido -dijo Lancer.
– Debió costarle mucho hacerlo -dije. Y nos echamos a reír.
Lancer y yo sabíamos que ambos éramos sobrevivientes. Lo que significaba que no éramos rectos, que éramos, hasta cierto punto, unos tramposos. Nuestra excusa era que teníamos que escribir libros. Y teníamos que sobrevivir, por tanto. Todo el mundo tiene su propia excusa particular y válida.
Ante mi sorpresa (pero no la de Lancer) resulté ser un magnífico escritor de revista. Podía escribir relatos de aventuras y relatos de guerra. Podía escribir relatos amorosos con un cierto toque porno para la revista principal. Era capaz de hacer una crítica chispeante y dura de una película y una recensión de un libro sobria y acre. O dar la vuelta al asunto y escribir una recensión entusiasta que haría que la gente desease salir a ver o a comprar aquello tan bueno. Nunca firmaba con mi verdadero nombre estas cosas. Pero no me avergonzaban. Sabía que era basura, pero aun así me encantaba. Me encantaba porque no había tenido en toda mi vida ninguna habilidad de la que pudiese sentirme orgulloso. Había sido un pésimo soldado, un mal jugador. No tenía ninguna afición especial, ninguna habilidad mecánica. Era incapaz de arreglar un coche, incapaz de cultivar una planta. Escribía muy mal a máquina, y, en el fondo, como funcionario deshonesto no alcanzaba tampoco cotas muy altas. Era, sin duda alguna, un artista. Pero eso no era algo de lo que pudiese ufanarme. Era sólo una afición o una religión. Pero, de pronto, veía que realmente tenía una habilidad, era un diestro escritor de basura, y me parecía bien. Especialmente considerando que, por vez primera en mi vida, estaba ganando dinero. Legalmente.