O C?sar o nada
No divaga demasiado la mirada Alejandro Vi y sus labios emiten un nombre que parece golosina.
– ¡Giulia!
Más que verla ha presentido su aura dorada jugueteando entre sus amigas.
– Quiere brindarte el homenaje de su presencia, aunque sea a lo lejos.
– Apenas la veo pero la presiento. Los cuerpos amados emiten una energía que nos llega al estómago. Quién fuera el aire que la rodea, más grácil ella que el aire mismo. ¿Cuántos años tiene tu nuera?
– Lo sabes mejor que nadie.
Todos sus años son tuyos.
– ¿Cuántos?
– Diecisiete.
Los ojos de Rodrigo acarician la silueta lejana y cuando vuelven a entrar en la estancia se estrellan con Burcardo, que ha hecho una entrada silenciosa, y le habla de perfil para no aceptar en su ámbito visual la presencia de Adriana.
– Creo conveniente que pruebe la silla gestatoria. No es fácil sentarse bien en esa silla, aunque usted tiene cuerpo suficiente para realzarla.
– Vente conmigo, Adriana, y dime qué te parece.
Toma el papa a Adriana de una mano y la hace descender casi sin pies los escalones que los separan del patio de carruajes. Allí espera la silla y sus portadores y allí está también César con Michelotto y sus guardaespaldas con toda la gravedad que la ocasión requiere en su rostro. Conturba a Rodrigo la presencia de su hijo, pero se sube a la silla, comprueba la posición más requerida forzando el trabajo de los portadores y pide opiniones.
– ¿Quién puede a quién, la silla o el papa? ¿Cómo me veis?
– Como un papa de Roma. Eso es todo -comenta Adriana entusiasmada, y complace su comentario a Rodrigo, pero queda pendiente de la opinión de César.
– ¿Nada tienes que decir?
César se acerca a la ventanilla y se inclina para que sus palabras se queden entre su padre y él.
– "No guanyarás aquest joc si jo no jugue amb tu"
– "De quin joc parles? Es un joc complir el mandat de la Divina Providéncia?"
Ordena Rodrigo que prosiga el ensayo e incluso saluda con una mano y desde una sonrisa protectora y blanda a la supuesta multitud que le aclama. "Ave Maria gratia plena dominus tecum…"
Maquiavelo se estremece y cierra la contraventana. Por un momento el cristal le devuelve su imagen y le retiene como una sorpresa.
– Viví unos años dorados cuando fui embajador de la República de Florencia y conocí a Catalina Sforza, una mujer de un poderío extraordinario que me puso en ridículo, aunque lo tenía fácil porque yo era un embajador novato. A la Sforza sólo la pudo dominar César Borja. No negocié con el rey de Francia, cuya fuerza era la de su Estado. Él no era casi nada.
César era otra cosa. Podías hablar con él de filósofos y de magia, de pintura y de poesía, de armamento y de traiciones. Él podía inventarse un Estado. Sobre los Borja, todo lo que no fue verdad fue calumnia. La calumnia.
Recuerdo un cuadro de Botticelli que se llama "La calumnia".
Ya es de noche en la casona de Maquiavelo y de sus pensamientos vuelve para advertir que Juanito dormita desguazado sobre el sillón.
Da dos palmadas en el aire para despertarle y el sobresalto del durmiente le pone en pie y ladea el sillón hasta volcarlo.
– Tengo mal dormir.
– La gente de armas tiene mal dormir y la de letras también. Yo duermo mal porque soy un hombre de letras y quisiera serlo de armas.
Decía que Botticelli pintó un cuadro titulado "La calumnia" en el que denunciaba los excesos de los jueces florentinos contra los calumniados. Pero si en Florencia se calumniaba bien, en Roma la calumnia rozaba la perfección. La calumnia mancha y es muy difícil quitarte de encima esa pintura.
Pero si eres fuerte puedes llevar el peso de todas las calumnias.
César era fuerte. Yo le reconocí como el más fuerte. No entiendo ese cansancio final. Ese rapto de locura en un hombre tan racionalizador.
– Él decía de usted que era el único sabio que no le había parecido tonto.
– ¿Eso decía? Todo sabio tiene algo de tonto. Voy a ver si resisten todavía los jugadores. Quédate ahí, pero no te me duermas. He de decirte algo importante.
Con cuatro andares llega Maquiavelo al salón del juego y allí sólo quedan los restos de la finocchiona y los quesos, los vasos entintados por el vino, varias botellas apuradas y las cartas desparramadas. Se aplica Maquiavelo sobre las cartas, las repasa, selecciona varias y al mismo tiempo se sienta. El abanico de naipes queda ante sus ojos.
– Éste era mi juego. ¿Cómo es posible que con este juego me hayan ganado? ¿Cómo se puede encauzar la suerte? ¿Por qué resquicio de la razón se cuela la suerte?
Recuerda lances y reparte cartas como si aún estuvieran presentes los jugadores. Rehace jugadas.
Escupe imprecaciones.
– Barbo Mulino tenías que llamarte. ¿De qué hacías tú en el molino? ¿De burro? Y usted, doctor, es más peligroso con sus tonterías que con sus recetas.
Repasa los dorsos de las cartas en busca de señales y en este trance le sorprende la criada.
– ¿Puedo poner un poco de orden en esta covacha?
– La próxima vez que juguemos quiero que estés en la otra habitación y por la rendija de la puerta veas el juego. Luego me dices si hacen trampas o si cuando yo dejo la estancia cambian de cartas.
– ¿Para qué van a tomarse tantos trabajos si no juegan dinero?
– Para ganar.
Deja a la muchacha en sus trajines y acude junto a los libros y legajos para seleccionar una carpeta que deposita sobre la mesa ya desocupada, la abre y husmea unos folios hasta enfrascarse, sentarse, corregir, escribir, sin noción del tiempo. Lee en voz alta lo que ha escrito:
– Si los hombres supieran cambiar su naturaleza de acuerdo con los tiempos y con las cosas, la suerte no cambiaría.
Luego sentencia:
– La suerte implica el fracaso de la vigilancia del espíritu.
Se abre la puerta y, ante su impaciente rechazo, allí está Juanito Grasica somnoliento y dubitativo.
– Le estuve esperando, pero al ver que no venía…
– Importantes asuntos me reclamaban. No pasa día sin que añada unas cuantas líneas a las notas que tomo sobre lo que acontece. Aquí mi día es completo. Por la mañana me levanto con el sol y me voy a un bosque que estoy talando. Algunos días cazo. La caza me apasiona, por el procedimiento que sea, con red, con liga. Llevo conmigo libros, Petrarca, Ovidio, me peleo con el Dante. ¡Cómo se puede ser tan idealista rodeado de tanta realidad! Luego repaso mi trabajo del día anterior, mis notas, mis observaciones. Como lo que producen mis tierras, que no es mucho, y por la tarde me mezclo con esta gentuza y juego, juego, y pierdo, pierdo, nos insultamos. En fin. Pero llega el momento en que entro en mi gabinete, me quito las ropas del día y me visto con un atuendo digno de cortes reales o pontificias y me traslado a la antigüedad para leer a los clásicos debidamente guarnecido. En ese momento no temo a nada.
Ni a la pobreza. Ni a la desgracia. Ni a la muerte. ¿Comprendes, Juanito?
– Me ha dicho que iba a comunicarme algo muy importante.
– ¿De qué hablábamos?
– ¿De qué íbamos a hablar? De César Borja, de su padre, Rodrigo, el papa Alejandro.
– Rodrigo. Alejandro Vi. No hizo otra cosa que tratar de engañar a los demás y siempre se salió con la suya. No ha habido hombre alguno que prometiera más y diera menos. Pero hizo de engañar un placer. Y eso vale la pena. ¿Comprendes, Juanito? Un jefe ha de ser zorro y león: un zorro para conocer las trampas y un león para amedrentar a los lobos. Un jefe no puede respetar la palabra dada si actúa en su contra. No sería un jefe. Sería un idiota. ¿Comprendes, Juanito? Además, Alejandro Vi tenía sentido dinástico, como un emperador, no como un papa.
Quería crear una dinastía.
– ¿Y eso por qué?
– Porque tenía sexo.
– Me ha dicho que iba a hacerme una revelación muy importante.
Medita Maquiavelo lo que va a decir, pero finalmente no se detiene.
– Alejandro Vi necesitaba a César, pero le temía. Y César empezó a morir el día en que murió su padre. Nunca reconocieron que se necesitaban. La muerte de Alejandro Vi no fue mala suerte. No es que Dios le hubiera abandonado.
Simplemente, César no supo resituarse en un mundo en el que ya no contaba con la ayuda del lugarteniente de Dios. Recuerda la ceremonia de la coronación. Más parecía la coronación de un caudillo que la de un papa.
Y ante la mirada interior de Maquiavelo desfilaba Alejandro Vi sobre su caballo y bajo la tiara pontificia que le separaba o le unía con el cielo.