Una muerte extasiada
3
En aquellas tres semanas no había cambiado nada en la comisaría. El café seguía siendo veneno, el ruido insoportable y la vista que se veía por su roñosa ventana deprimente.
Eve estaba encantada de estar de vuelta.
Los miembros del departamento se habían encargado de que la esperara un mensaje. Al verlo parpadear tímidamente en su monitor al entrar, imaginó que Feeney, el experto en electrónica, había pasado por alto su código. BIENVENIDA, TENIENTE AMOR. ¡TÍA BUENA!
¿Tía buena? Soltó una carcajada. Tal vez fuera un humor de colegiales, pero la hizo sentir en casa.
Echó un vistazo a su caótico escritorio. Entre el inesperado cierre de un caso en el transcurso de su despedida de soltera y el día de su boda no había tenido tiempo de archivar nada. Pero sobre el montón de papeles vio un disco pulcramente precintado y etiquetado.
Debía de ser obra de Peabody, pensó. Introdujo el disco en su terminal y, con una maldición, le dio una palmada para poner fin a los hipos que emitió, y vio que la siempre responsable Peabody ya había redactado, archivado y grabado el informe sobre la detención. No debía de haberle sido fácil, pensó. No después de haberse acostado con el acusado.
Echó otro vistazo al trabajo atrasado e hizo una mueca. Se le habían acumulado las citaciones de los tribunales. Los malabarismos que había tenido que hacer para acomodarse a las exigencias de Roarke de ausentarse tres semanas tenían un precio, y había llegado el momento de pagarlo.
Bueno, él también había tenido que hacer un montón de malabarismos, se recordó. Y ahora tocaba volver al trabajo y a la realidad. Antes de revisar los casos para los que pronto tendría que declarar, conectó el telenexo y ordenó la búsqueda de la oficial Peabody.
El rostro familiar y serio con su cabello oscuro apareció con un zumbido en el monitor.
– Gracias, Peabody. Preséntate en mi oficina, por favor.
lSin esperar respuesta, Eve cortó la comunicación y sonrió. Se había ocupado de trasladar a Peabody al departamento de homicidios. Ahora se proponía ir más ejos. Volvió a encender el telenexo.
– Teniente Dallas al habla. ¿Está disponible el comandante?
El rostro de la secretaria del comandante le sonrió resplandeciente.
– ¡Teniente! ¿Qué tal la luna de miel?
– Muy bien, gracias.
Se ruborizó al ver el brillo de los ojos de la mujer.
Lo de tía buena le había hecho gracia, pero esa mirada soñadora le puso los pelos de punta.
– Estaba encantadora de novia, teniente. Vi las fotos y hubo varios programas sobre la boda, y no pararon de salir en los canales de crónicas de sociedad. Vimos imágenes suyas también en París. Parecía tan romántico…
– Sí… -El precio de la fama, pensó Eve, y de casarse con Roarke-. Fue muy bonito. ¿Y el comandante?
– Oh, por supuesto. Un momento, por favor. -Mientras la unidad zumbaba Eve puso los ojos en blanco. Podía aceptar ser objeto de la atención pública, pero nunca lograría disfrutar con ello.
– Dallas. -El comandante Whitney exhibía una amplia sonrisa y una extraña mirada en su oscuro y severo rostro-. Tiene… buen aspecto.
– Gracias, señor.
– ¿Ha disfrutado de su luna de miel?
Cielos, ¿cuándo iba a preguntarle alguien si le había gustado que la follaran en el espacio exterior?
– Sí, señor. Gracias. Supongo que ya ha leído el informe de la oficial Peabody sobre el cierre del caso Pandora.
– Sí, muy completo. El fiscal tratará de conseguir la máxima pena para Casto. Se salvó usted por los pelos, teniente.
Sabía que había estado a punto no sólo de perderse el día de su boda, sino el resto de su vida.
– Duele cuando se trata de otro poli -repuso ella-. Tenía prisa y sólo tuve tiempo para recomendar el traslado de Peabody a mi departamento. Su ayuda en este caso y en otros ha sido inestimable.
– Es una buena policía -coincidió Whitney.
Cinco minutos más tarde, cuando Peabody se presentó en su atestado despacho, Eve se hallaba reclinada en su sillón estudiando los datos de su monitor.
– Tengo un juicio dentro de una hora -dijo sin preliminares-. Sobre el caso Salvatori. ¿Qué sabes al respecto, Peabody?
– Vito Salvatori está siendo procesado por triple asesinato, con el agravante de tortura. Es un presunto distribuidor de sustancias prohibidas y se le acusa del asesinato de otros tres traficantes de Zeus y TRL. Las víctimas murieron carbonizadas en una pequeña pensión de Lowe East Side el pasado invierno, después de que les arrancaran la lengua y los ojos.
Peabody recitó los datos con naturalidad mientras permanecía con su pulcro uniforme en posición de firmes.
– Muy bien, oficial. ¿Has leído mi informe sobre el caso?
– Sí, teniente.
Eve asintió. Un aerobús pasó con estruendo por delante de la ventana, removiendo el aire.
– Entonces sabrás que antes de que detuviera a Salvatori, le fracturé el brazo y el codo izquierdos, le disloqué la mandíbula y le arranqué varios dientes. Sus abogados van a tratar de freírme por exceso de fuerza.
– Les va a costar, teniente, ya que el tipo se proponía prender fuego a los edificios de alrededor cuando tú lo acorralaste. Si no lo hubieras detenido, habría sido él quien se hubiera freído, por así decirlo.
– Está bien, Peabody. Tengo que revisar este y otros casos antes de que termine la semana. Necesito todos los casos en que debo declarar resumidos y trasvasados. Te reunirás conmigo con los datos requeridos en treinta minutos en la puerte este.
– Teniente, tengo una misión. El detective Crouch me ha puesto en matriculación de vehículos. -Una nota burlona en la voz de Peabody traslució sus sentimientos hacia Crouch.
– Me encargaré de Crouch. El comandante me ha dado su autorización. Estás a mis órdenes, así que olvídate de todo el trabajo tedioso que te ha caído encima y mueve tu bonito culo.
Peabody parpadeó.
– ¿A tus órdenes?
– ¿Has tenido problemas de oído en mi ausencia?
– No, teniente, pero…
– ¿Tienes algo con Crouch? -Eve disfrutó al ver a Peabody abrir la boca.
– ¿Bromeas? Es un… -Se interrumpió y se puso rígida-. No es mi tipo, teniente. Creo que he aprendido una lección acerca de tener líos amorosos en el trabajo.
– No te mortifiques, Peabody. A mí también me gustaba Casto. Hiciste un buen trabajo.
Era alentador escuchar esas palabras, pero la herida seguía abierta.
– Gracias, teniente.
– Por ese motivo has sido nombrada ayudante mía. ¿Quieres la placa de detective?
Peabody sabía qué le estaba ofreciendo: una oportunidad, un regalo llovido del cielo. Cerró los ojos unos instantes hasta controlar el tono de voz.
– Sí, teniente.
– Pues tendrás que sudar tinta para ello. Ve a buscar los datos que te he pedido y larguémonos.
– Enseguida. -Una vez en la puerta, Peabody se detuvo y se volvió-. Te agradezco la oportunidad que me das.
– No tienes por qué. Te la has ganado. Y si metes la pata, te volveré a meter en tráfico. -Eve esbozó una débil sonrisa y añadió-: Aéreo.
Prestar declaración ante los tribunales era parte del trabajo, como lo eran, se recordó Eve, las ratas de clase alta como S. T. Fitzhugh, abogado defensor. Era un tipo con mucha labia, un hombre que defendía a lo más bajo de los bajos fondos siempre que tuviera pasta. Su éxito en ayudar a escapar de las garras de la ley a traficantes, asesinos y violadores era tal que podía costearse sin problemas los trajes de color crema y los zapatos hechos a mano que le gustaba llevar.
Se le veía muy elegante en la sala de un tribunal, con la tez achocolatada en vivo contraste con los delicados tonos y telas que solía vestir. Su rostro atractivo y alargado era tan suave como la seda de su americana, gracias al tratamiento de tres días a la semana en Adonis, el mejor salón de belleza para hombres. Estrecho de caderas y ancho de hombros, tenía buena figura, y la profunda e intensa voz de barítono de un cantante de ópera.
Cortejaba a la prensa, alternaba con la elite criminal y tenía su Jet Star particular.
Uno de los pequeños placeres de Eve era despreciarlo.
– Permítame hacerme una idea clara, teniente. -Fitzhugh levantó las manos y juntó los pulgares-. Un cuadro preciso de las circunstancias que le llevaron a atacar a mi cliente en su lugar de trabajo.
El fiscal protestó y Fitzhugh lo expresó con otras palabras.
– Pero usted causó un gran perjuicio físico a mi cliente la noche en cuestión, teniente Dallas.
Lanzó una mirada a Salvatori, que se había vestido para la ocasión con un sencillo traje negro y, siguiendo los consejos de su abogado, se había saltado los tres últimos meses de tratamientos de cosmética y rejuvenecimiento. Tenía el cabello gris, y el rostro y el cuerpo como hundidos, y se le veía viejo e indefenso.
El jurado no podría evitar comparar la joven y atlética policía con aquel frágil anciano, imaginó Eve.
– El señor Salvatori opuso resistencia e intentó poner en marcha un acelerador. Me vi obligada a reducirlo.
– ¿Reducirlo? -Despacio, Fitzhugh retrocedió, pasó por delante del juez androide, caminó por la tribuna del urado y atrajo una de las seis cámaras automatizadas al apoyar una mano alentadora en el delgado hombro de Salvatori-. Tuvo que reducirlo, y tal decisión aparejó una mandíbula dislocada y un brazo fracturado.
Eve miró de reojo al jurado. Algunos miembros parecían conmovidos.
– Es cierto. El señor Salvatori se negó a satisfacer mi petición de abandonar el edificio… y entregarme la cuchilla de carnicero y el soplete oxiacetilénico que tenía en su poder.
– ¿Iba usted armada, teniente?
– Sí.
– ¿Y lleva usted el arma habitual que se entrega a los miembros del Departamento de Policía y Seguridad de Nueva York?
– Sí.
– Bien. Si, como afirma, el señor Salvatori iba armado y opuso resistencia, ¿por qué no lo dejó inconsciente con dicha arma como está estipulado?
– Erré el tiro. El señor Salvatori estaba pletórico de energía aquella noche.
– Entiendo. En los diez años que lleva en las fuerzas del orden público, teniente, ¿cuántas veces ha creído necesario emplear la máxima fuerza?
– Tres veces.
– ¿Tres? -Fitzhugh dejó que el jurado estudiara a la mujer sentada en el banquillo de los testigos. Una mujer que había matado-. ¿No es una cifra bastante alta? ¿No diría usted que ese porcentaje indica una inclinación hacia la violencia?