Una muerte extasiada
El fiscal se puso de pie y protestó con el típico argumento de que no se estaba procesando a la testigo. Pero por supuesto que así era, pensó Eve. Los policías siempre eran puestos en tela de juicio.
– El señor Salvatori iba armado -repuso Eve con frialdad-. Yo tenía órdenes de detenerlo por los asesinatos de tres personas. Las tres personas cuyos ojos y lenguas fueron arrancados antes de ser quemados y por cuyo crimen el señor Salvatori se halla ahora en esta sala. Él se negó a colaborar y me amenazó con una cuchilla, lo que me impidió apuntar bien. Luego se abalanzó sobre mí y me derribó. Creo que sus palabras fueron: «Voy a arrancarte tu corazón de polizonte», tras lo cual nos enzarzamos en una lucha cuerpo a cuerpo. En ese momento le disloqué la mandíbula y le arranqué varios dientes, y cuando él arrojó el soplete en mi dirección, le fracturé su maldito brazo.
– ¿Y disfrutó con ello, teniente?
Ella le sostuvo la mirada.
– No, señor, pero me alegré de seguir con vida.
– Canalla -murmuró Eve al subir a su vehículo.
– No logrará sacar a Salvatori. -Peabody se acomodó en el interior que parecía un horno y manipuló el control de temperatura-. Las pruebas son irrebatibles. Y tú no has permitido que te hiciera flaquear.
– Sí que lo ha hecho.
Eve se internó entre los coches que circulaban por el centro a media tarde. Las calles estaban suficientemente congestionadas para hacerle apretar los dientes, pero por encima de sus cabezas el cielo era surcado por aerobuses, furgonetas de turistas y gente que regresaba a sus casas al mediodía.
– Nos matamos para quitar de en medio a cabrones como Salvatori, y hombres como Fitzhugh hacen fortunas soltándolos de nuevo. -Se encogió de hombros-. A veces me cabrea.
– Los suelte o no, seguiremos dejándonos la piel y volveremos a encerrarlos.
Con una risotada, Eve miró de reojo a su compañera.
– Eres optimista, Peabody. Me pregunto por cuánto tiempo. Voy a dar un rodeo -anunció cambiando impulsivamente de rumbo-. Quiero vaciar el aire de esa sala de mis pulmones.
– No me necesitabas hoy en la sala. ¿Por qué me has hecho acompañarte?
– Si quieres la placa de detective es preciso que sepas a qué has de enfrentarte. No sólo a asesinos, ladrones y drogadictos, sino también a los abogados.
No le sorprendió encontrar las calles congestionadas y ningún sitio para aparcar. Eve aparcó en una zona prohibida y encendió las luces de servicio.
Al bajar del vehículo, miró con benevolencia a un embaucador en un monopatín aerodeslizante. Éste le sonrió y le guiñó un ojo antes de largarse hacia un lugar más propicio.
– Esta zona está llena de embaucadores, traficantes y prostitutos ilegales -comentó Eve-. Por eso me gusta.
Abrió la puerta del Down and Dirty Club y se internó en el cargado ambiente que apestaba a alcohol barato y mala comida.
Los cuartos privados alineados a lo largo de una pared estaban abiertos y aireaban el almizclado olor a sexo rancio.
Era un tugurio de esos que se regodean en su aspecto sórdido y que cumplen por los pelos las leyes de higiene y decencia. Una banda holográfica tocaba con desgana para la escasa y poco interesada clientela.
Mavis Freestone estaba en un reservado de la parte trasera, con el cabello púrpura cayéndole en cascada, y dos tiras de tela plateadas estratégicamente colocadas en su menudo y llamativo cuerpo. A juzgar por la forma en que movía la boca y meneaba las caderas, ensayaba una de sus más interesantes piezas vocales.
Eve se acercó a la cristalera y esperó a que sus ojos en blanco completaran el círculo y se posaran en ella. Entonces sonrió con una exclamación de júbilo. Dio un brinco y abrió la puerta de un empujón. Del reservado salió un ensordecedor estruendo de guitarras rechinando.
Mavis se arrojó a los brazos de Eve y a pesar de alzar la voz por encima de la música atronadora, ésta sólo le entendió unas palabras.
– ¿Qué? -Riendo, cerró la puerta de golpe y meneó la cabeza-. Cielos, Mavis, ¿qué es esto?
– Mi nuevo número. Voy a dejarlos fuera de combate.
– Te creo.
– Has vuelto. -Mavis le dio dos ruidosos besos-. Sentémonos y tomemos algo. Cuéntamelo todo. No te dejes nada. Eh, Peabody. Tío, ¿no te estás ahogando con ese uniforme?
Arrastró a Eve a una mesa pegajosa y apretó el botón del menú.
– ¿Qué os apetece? Corre de mi cuenta. Crack me paga bien por el par de números a la semana que hago aquí. Se va a quedar hecho polvo cuando se entere de que has venido. Oh, me alegro tanto de verte. Estás genial. Se te ve feliz. ¿No tiene un aspecto genial, Peabody? El sexo es tan terapéutico, ¿no te parece?
Eve volvió a reír, sabiendo que había ido justo para eso.
– Sólo un par de aguas minerales con gas, Mavis. Estamos de servicio.
– Oh, como si alguno de los presentes fuera a denunciarte. Desabróchate un poco, Peabody. Me asfixio sólo de mirarte. ¿Qué tal París? ¿Qué tal la isla? ¿Qué tal el refugio? ¿Te folló sin parar en todas partes?
– Precioso, maravilloso, interesante, y sí, lo hizo. ¿Qué tal Leonardo?
Mavis adoptó una mirada soñadora. Sonrió y pulsó el menú con una uña plateada.
– Es estupendo. Cohabitar es mejor de lo que suponía. Me ha diseñado este traje.
Eve examinó las finas tiras plateadas que apenas cubrían los senos de Mavis.
– ¿Así es como lo llamas?
– Verás, tengo un nuevo número. Oh, tengo tantas cosas que contarte. -Sacó el agua mineral con gas cuando apareció por la ranura-. No sé por dónde empezar. Está ese tipo, el ingeniero de sonido. Estoy trabajando con él. Vamos a grabar un disco, Eve. Dedicación completa. Está seguro de que podrá venderlo. Es un tipo grande, Jess Barrow se llama. Tuvo mucho éxito hace un par de años con temas propios. Tal vez hayas oído hablar de él.
– No. -Eve sabía que para una mujer que había vivido en la calle buena parte de su vida, Mavis seguía siendo increíblemente ingenua en ciertas cuestiones-. ¿Cuánto le pagas?
Mavis hizo un mohín.
– No es lo que imaginas. Tengo que correr con los gastos de la grabación, desde luego. Así es como funciona esto. Y si triunfamos, él se lleva el sesenta por ciento los tres primeros años. Después renegociamos.
– He oído hablar de él -comentó Peabody. Se había desabrochado el botón del cuello, un tributo a la simpatía que sentía hacia Mavis-. Tuvo un par de éxitos hace un par de años, y se lió con Cassandra. -Al ver que Eve arqueaba una ceja, encogió los hombros-. La cantante, ya sabes.
– ¿Tú una amante de la música, Peabody? No dejas de asombrarme.
– Me gusta escuchar música -murmuró Peabody mirando su vaso de agua con burbujas-. Como a cualquiera.
– En fin, su sociedad con Cassandra se deshizo -continuó Mavis alegremente-. Estaba buscando una nueva vocalista. Y aquí la tenéis.
Eve se preguntó qué más podía andar buscando ese tipo.
– ¿Qué piensa Leonardo de todo esto?
– Le parece súper. Eve, tienes que venir al estudio y vernos en acción. Jess es un genio declarado.
Ella tenía la intención de verlos en acción. La lista de personas que Eve quería era muy corta y Mavis figuraba en ella.
Esperó a estar de nuevo en el coche con Peabody camino de la central de policía, para ordenar:
– Comprueba la identidad de Jess Barrow, Peabody.
Sin sorprenderse, Peabody sacó la agenda y tomó nota.
– No creo que a Mavis le guste.
– No tiene por qué enterarse, ¿no?
Eve rodeó un carro aerodeslizante que vendía fruta congelada en palillos, luego viró en la Décima, donde unos martillos neumáticos automatizados se dedicaban a levantar de nuevo la calle. Por encima de sus cabezas, un zepelín de publicidad pregonaba una oferta especial para la clientela de Bloomingdale: el veinte por ciento de descuento en la compra anticipada de abrigos de invierno en el departamento de caballeros, señoras y unisex. Una ganga.
Divisó al hombre del impermeable que se acercaba a tres niñas y suspiró.
– Mierda. Allí está Clevis.
– ¿Clevis?
– Este es su territorio -se limitó a decir Eve deteniendo el coche en la zona de carga y descarga-. Yo solía patrullar esta calle cuando iba de uniforme. Lleva años por aquí. Vamos, Peabody, rescatemos a esas niñas.
Se apeó y rodeó a un par de hombres que discutían de béisbol. A juzgar por el olor que despedían, llevaban demasiado tiempo discutiendo en medio del calor. Gritó, pero los martillos neumáticos ahogaron su voz. Resignada, aceleró el paso y cerró el camino a Clevis antes de que éste alcanzara a las desprevenidas niñas de mejillas rosadas.
– ¡Eh, Clevis!
Parpadeó tras las pálidas lentes de sus filtros solares. Tenía el cabello rubio rojizo y rizado enmarcando un rostro tan inocente como el de un querubín. Ya había cumplido los ochenta.
– Eh, Dallas. Hacía un montón de tiempo que no te veía. -Le mostró su blanca dentadura mientras evaluaba a Peabody-. ¿Quién es ésta?
– Peabody, te presento a Clevis. Clevis, no vas a molestar a esas niñas, ¿entendido?
– Mierda, no pensaba molestarlas. -Frunció el entrecejo-. Sólo iba a enseñársela, eso es todo.
– Pues no lo harás, Clevis. Vas a volver a casa para escapar de este calor.
– Me gusta el calor. -El hombre soltó una risita-. Allá van. -Suspiró al ver a las tres niñas cruzar riendo la calle-. Como supongo que ya no podré enseñarla hoy, os la enseñaré a vosotras.
– Clevis, no… -Eve resopló. Clevis ya se había abierto la gabardina. Debajo iba desnudo, salvo por una pajarita azul brillante que llevaba atada en torno a su arrugado miembro-. Muy bien, Clevis. Te sienta muy bien ese color. A juego con tus ojos. -Le puso una mano en el hombro amistosamente-. Vamos a dar un paseo, ¿de acuerdo?
– Está bien. ¿Te gusta el azul, Peabody?
Peabody asintió con solemnidad mientras abría la puerta trasera del coche y lo ayudaba a subir.
– El azul es mi color favorito. -Cerró la puerta del coche y se encontró con la mirada risueña de Eve-. Bienvenida al trabajo, teniente.
– Es agradable estar de vuelta, Peabody.
También era agradable estar en casa. Eve cruzó las altas verjas de hierro que guardaban la imponente fortaleza. Ya le causaba menos impacto recorrer el curvo sendero de entrada a través de jardines bien cuidados y árboles en flor en dirección a la elegante mansión de piedra y cristal donde ahora vivía.
El contraste entre el lugar donde trabajaba y aquel donde vivía ya no le chocaba tanto. Allí había silencio, la clase de silencio que sólo pueden permitirse los muy ricos en una gran ciudad. Se oía el trino de los pájaros, se veía el cielo, se respiraba el dulce aroma del césped recién cortado. Y a sólo unos minutos de las numerosas, ruidosas y sudorosas masas de Nueva York.