Una muerte inmortal
Sabía que Feeney le habría hecho el favor de llevar personalmente a Mavis a casa de Roarke. Ella había esta?do muy ocupada. La rueda de prensa había sido espe?cialmente nefasta. Como era de esperar, las preguntas sobre su amistad con Mavis habían insinuado un posible conflicto de intereses. Le debía mucho al comandante Whitney por su actuación y por su afirmación de fe ab?soluta en su primer investigador.
El tête-à-tête con Nadine Furst había sido un poco más cómodo. Todo lo que tenías que hacer, pensó lúgu?bremente Eve mientras subía las escaleras, era salvar la vida de una persona, y ellos se alegraban de ponerse de tu lado. Podía ser que Nadine hubiera albergado cierto morbo por la historia, pero estaba claro que se sentía en deuda con Eve. Mavis sería tratada con justicia por Ca?nal 75.
Luego había hecho algo de lo que no se había creído capaz: había llamado al psiquiatra de la policía para con?certar una cita con la doctora Mira. Siempre puedo can?celarla, se recordó mientras se frotaba los ojos llenos de arenilla. Probablemente lo haré.
– Llega tarde, teniente, y el día ha sido muy movido.
Eve bajó las manos y vio a Summerset saliendo de una habitación a su derecha. Como de costumbre, iba vestido severamente de negro, la cara adusta surcada de arrugas desaprobadoras. Odiar a Eve parecía algo que Summerset hacía casi con tanta destreza como llevar la casa.
– No me toques las narices, Summerset.
Él se interpuso en su camino.
– Yo pensaba que, pese a sus muchos defectos, al me?nos era una investigadora competente. Ahora veo que no es así, del mismo modo que no es una amiga compe?tente de alguien que depende de usted.
– ¿En serio crees que después de lo que he tenido que pasar esta noche puedes decirme algo que me afecte?
– Yo no creo que nada le afecte, teniente. Carece us?ted de lealtad y eso es grave. Es usted menos que nada.
– Tal vez puedas sugerirme cómo debería llevar este caso. Quizá tendría que decirle a Roarke que encienda uno de sus JetStars y saque a Mavis del planeta para esconderla en algún punto del universo. Para que pueda seguir en fuga el resto de su vida.
– Al menos es posible que no se durmiese llorando desconsolada.
La flecha dio justo en el corazón, adonde iba dirigi?da. El dolor se sumó a la fatiga.
– Aparta, hijoputa, y no te cruces en mi camino. -Eve pasó por su lado reprimiendo las ganas de correr.
Al entrar en el dormitorio principal, Roarke estaba poniendo la rueda de prensa en pantalla.
– Lo hiciste muy bien -dijo él, levantándose-. La presión era muy grande.
– Sí, soy una gran profesional. -Entró en el baño y se miró en el espejo: una mujer de semblante pálido, ojos oscuros y sombríos, boca de gesto hosco. Y más allá vio impotencia.
– Haces todo lo que puedes -dijo Roarke detrás de ella.
– Le conseguiste buenos abogados. -Ordenó agua fría, se inclinó y se refrescó la cara-. Me pusieron más de una zancadilla en el interrogatorio. Fui dura con ellos. Tenía que serlo. La próxima vez que tenga que interro?gar a un amigo, me aseguraré de contratarlos.
Roarke vio cómo ocultaba la cara en la toalla.
– ¿Cuánto hace que no comes?
Ella se limitó a menear la cabeza. La cuestión carecía de importancia.
– Los periodistas querían sangre. Alguien como yo es una presa suculenta. He tenido un par de casos sona?dos, he salido victoriosa. A algunos les encantaría… Piensa en el índice de audiencia.
– Mavis no te culpa de nada.
– Yo sí -explotó ella, arrojando a un lado la toalla-. Yo sí me culpo, maldita sea. Le dije que confiara en mí, le dije que yo me ocuparía de todo. ¿Y qué he hecho, Roarke? La he arrestado, la he hecho fichar. Huellas, fotografías, identificación de voz, todo está archivado. Le hago pasar dos horas de interrogatorio. La encierro en una celda hasta que los abogados que tú contrataste la sacan bajo fianza pagada por ti. Me odio.
Eve no pudo más y rompió a llorar.
– Ya es hora de que des rienda suelta a tus sentimien?tos. -Roarke la cogió en brazos y la llevó a la cama-. Te sentirás mejor. -Siguió acunándola, acariciándole el pelo.
Siempre que lloraba, pensó él, era como una tor?menta, un tumulto apasionado. Raramente eran unas cuantas lágrimas silenciosas. Para Eve raramente había nada cómodo.
– Esto no mejora -atinó a decir ella.
– Claro que sí. Purgarás una parte de esa culpa que equivocadamente te atribuyes y una parte del dolor al que tienes perfecto derecho. Mañana lo verás todo más claro.
Ella respiraba entrecortadamente. Tenía una espan?tosa jaqueca.
– Esta noche he de trabajar, quiero repasar algunos nombres y lugares.
No, pensó él con serenidad. No lo harás.
– Descansa un poco. Come algo. -Antes de que ella pudiera protestar, él ya estaba camino del AutoChef-. Hasta tu admirable organismo necesita combustible. Además, he de contarte una historia.
– No puedo perder tiempo.
– Nadie dice que lo vayas a perder.
Quince minutos, se dijo ella mientras el aroma de algo sabroso llegaba hasta su nariz.
– La comida rápida y la historia corta, ¿de acuerdo? -Se frotó los ojos sin saber si era vergüenza o alivio lo que sentía tras haber destapado el frasco de las lágri?mas-. Perdona que haya lloriqueado.
– Siempre me tendrás a punto para oírte lloriquear.
– Se le acercó con una tortilla humeante y una taza. Se sentó y le miró los ojos hinchados, exhaustos-. Te ado?ro, Eve.
Ella se sonrojó. Parecía que Roarke era el único que podía hacerla ruborizar.
– Tratas de distraerme. -Cogió el plato y el tenedor-. Con esto siempre lo consigues, y ya no me acuerdo de lo que iba a decir. -Probó los huevos-. Algo así como que eres lo mejor que me ha sucedido en la vida.
– Con eso basta.
Eve levantó la taza, empezó a sorber y frunció el en?trecejo:
– Esto no es café.
– Es té, para variar. Relajante. Creo que estás sobre?cargada de cafeína.
– Puede. -Como los huevos estaban de fábula y ella no tenía fuerzas para discutir, tomó un sorbo de té-. No está mal. Bueno, ¿cuál era la historia?
– Te habrás preguntado por qué sigo teniendo a Summerset pese a que es… menos que solícito contigo.
– Querrás decir pese a que me odia con toda su alma -bufó ella-. Es cosa tuya.
– Nuestra -corrigió él.
– Como quieras, pero no quiero hablar de él ahora.
– Se trata más bien de mí y de un incidente que se podría pensar está relacionado con lo que sientes ahora. -La dejó beber otra vez, calculando que tenía tiempo para contarle la historia-. Cuando yo era muy joven y aún vivía en Dublín, me lié con un hombre y su hija. La muchacha era, qué sé yo, un ángel. Tenía la sonrisa más dulce del firmamento. Practicaban estafas y timos, lo hacían muy bien. Cosas de poca monta, en general, para ir tirando más o menos bien. En esa época, yo es?taba haciendo algo parecido pero me gustaba la varie?dad, y disfrutaba haciendo de ratero u organizando chanchullos. Mi padre vivía aún cuando conocí a Summerset (que entonces no usaba ese nombre) y a su hija Marlene.
– Conque era un estafador -dijo ella entre mordis?cos-. Ya decía yo que le veía algo sospechoso.
– Era bastante brillante. Aprendí muchas cosas de él, y quisiera pensar que él de mí. En cualquier caso, des?pués de recibir yo una paliza delirante por parte de mi querido padre, Summerset me encontró casualmente sin sentido en un callejón. Me acogió y cuidó de mí. No ha?bía dinero para un doctor, y yo no tenía tarjeta médica. Lo que sí tenía era varias costillas rotas, una conmoción cerebral y un hombro fracturado.
– Lo siento. -La imagen despertó otras imágenes, se?cándole la boca-. La vida es un asco.
– Lo fue. Summerset era un hombre de talentos va?rios; sabía algo de medicina. A menudo utilizaba esa ta?padera en su trabajo. No diré tanto como que me salvó la vida. Yo era joven y fuerte y estaba habituado a las pa?lizas, pero él hizo que no sufriera más de la cuenta.